Isla Bonita, por Naty Ezequiela

Ilustrado por Micaela Aranguren

Te dijo te amo

I prayed that the days would last

They went so fast

El globo terráqueo giraba y yo hipnotizada lo veía dar vueltas y vueltas. Cerré los ojos y lentamente fui acercando el dedo índice, hasta que lo toqué y se detuvo. 

—¡Agua! —gritaste antes de que yo pueda mirar. Riendo me acercaste el globo y esta vez yo le di vueltas mientras vos cerrabas los ojos. Dos trencitas al costado de tu cabeza coronaban tu cara de princesa criolla. La nariz como un botón que miraba hacia arriba y tu dedo que se acercaba lentamente al globo. Te moviste un poco como acomodándote mejor en el suelo, mientras yo seguía haciéndolo girar, sin dejarte de mirar. Cuando lo tocaste yo me apuré a gritar “¡AGUA!”. Vos te acercaste desconfiada:

— ¡Agua tu abuela! ¡Mirá!

Me costó distinguir el puntito diminuto en medio del océano que decía Tristán Acuña.

—Quedate tranquilo, Javito, que siempre nos portamos bien —. Soltaste una carcajada que hizo sonreír a mi marido.

—Mientras que Emi vuelva sana y salva no me molesta si se portan mal —. Javier me dio un pico y apretó mi mano sonriendo.

Cuando nos quedamos solas en el crucero, te empecé a observar con atención, tratando de encontrar lo que me acordaba de vos. Vi tus brazos fuertes empujando la valija que no entraba en el portaequipaje. El pelo recogido en un rodete dejando desnudo tu cuello. Justo debajo, en la espalda, tenías un tatuaje nuevo, el símbolo de la mujer con un puño en el centro con los colores del arco iris. El pantalón de exploradora te hacía un culo redondo y duro.

—¿Me vas a ayudar o te vas a quedar ahí mirando?

—Perdón, me colgué.

—Ya extraña a su maridito. —Te reíste y dejaste la valija en el suelo.

A mí me molestó tu comentario. Sólo quería que el mundo se redujera mágicamente a vos y yo.

—¿Te conté de cuando fuimos con Eric a ver la aurora boreal?

—No…

— Nunca vi tantos colores hermosos en la noche. Parecía una película de Disney.

—¿Eric es el chico de la planta?

— No, ese es Rob. Eric es un vecino de Otawa que me alquila el garage.

—Ah… ¿Y se fueron mucho tiempo?

—Una semana, con su jeep.

—¿Y qué onda?

—Nunca cogí tanto con un chabón. 

—¿Pero no estabas viviendo con Rob, el de la planta? 

—Ay, Emi, no seas tan old fashion

Me sonrojé. Yo no tenía muchas aventuras para contar. Trabajaba ocho horas por día en la redacción de una revista de seguros. Hacía siete años que estaba casada con Javier y mis suegros nos miraban raro porque no teníamos hijos.

—¿Nunca te fuiste con un compañero de la oficina?

—¿A dónde me iría? Estás loca.

—Toda experiencia suma, hasta les vendría bien para la vida conyugal.

—Donde se come no se caga. Además con Javier estamos buscando tener un hijo.

—¿En serio?

Tu cara cambió. No te lo esperabas. Me hiciste esa sonrisa ladeada que conocía tan bien, tu única sonrisa sincera.

—Qué lindo… Yo no sé si podría.

En el crucero habíamos sacado un camarote matrimonial porque era más económico y había confianza como para dormir juntas. Cuando entramos te abalanzaste sobre la cama desarmando el arreglo de toallas dobladas con forma de corazón.

—Ups, ¡ya rompí un corazón! —dijiste riéndote. Hurgando entre las toallas descubriste dos bombones y me convidaste uno.

—Te desarmé el corazón pero te endulzo el día —me sonreíste saboreando el bombón de chocolate. Yo me quedé mirándote sin saber qué decir. Tomaste mi mano y me tiraste encima tuyo. Quedamos con las caras casi tocándonos las narices. Por un segundo sentí tu respiración y cerré los ojos. En seguida te levantaste.

—¡Vamos a recorrer el barco!

Nunca habíamos estado en un crucero, así que paseábamos con una curiosidad de niñas, riéndonos, jugando. Parecía una mini ciudad flotante donde, beneficio del all inclusive, sólo usabas el dinero para las propinas, las máquinas tragamonedas y las tiendas de importados.

—¡Mirá qué hermoso esto, boluda!

—¿Qué es?

El vendedor interrumpió:

—Es un encendedor con piedra volcánica de la mejor playa de la isla: Edimburgo de los siete mares.

—Es maravilloso… Emi, lo necesitamos.

Me hiciste los mismos ojos que pone el gato con botas en Shrek.

—¿Vos fumás? —Te pregunté riendo mientras tratábamos de hacerlo andar. 

—No, pero podríamos conseguir unos cigarros para probarlo. ¡Allá, mirá!

Terminamos robándonos unos habanos de otra tienda. Antes de que nos agarren, nos escapamos a la proa. Se había hecho de noche. Nos tiramos en las reposeras y encendimos uno. Para el segundo el encendedor ya no funcionaba. Nos quedamos mirando las estrellas.

—Ese es el cinturón de Orión, ¿lo ves? ahí está el ojo, el arco y la flecha. Y esas son las Pléyades. Si te fijás bien hay siete estrellas todas juntas aunque se vea una sola.

Me encantaba escucharte revelar los misterios del cielo. De repente bajaste la voz hasta un susurro:

—Y allá está mi abuela Lelia…

Me di vuelta para verte. Una lágrima caía por tu cara. Te tomé la mano y apreté fuerte. Me miraste con tu sonrisa sincera.

—Gracias por estar acá, Emi.

Desde que se murió tu abuela Lelia siempre te sentiste sola. Nunca hablabas de ella. Yo estuve en el entierro. Fui testigo de cómo se llevó de golpe tu inocencia. Fue justo cuando estábamos por terminar el segundo año. Al año siguiente conocimos a Lucre Bartory, que repetía tercero. Fuiste llenando con ella el vacío que dejaba tu abuela. 

—Vamos a desayunar arriba que ya se ve la isla —me despertaste la última mañana. Ya faltaban muy pocas horas para arribar.

Tristán Acuña se veía solitaria en la inmensidad del mar. Todos los días nos había tocado un clima cálido y el horizonte siempre azul. La tripulación comentaba que era rarísimo que no hayamos cruzado ni una sola tormenta, que habíamos tenido mucha suerte.

El crucero se acercaba lento y vos, con la taza en la mano, no dejabas de mirar la costa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que yo sólo te seguía. Para mí eran un regalo tus palabras, tus anécdotas, tus ocurrencias, volver a reírnos como en la primaria. Vos eras mi isla.

En el puerto había gente expectante. Éramos el primer crucero del año. Para la gente del asentamiento era una fiesta ver caras nuevas que no fueran parientes. Los más alborotados eran los niños, que gritaban “bienvenidos” en varios idiomas exagerando pronunciaciones extrañas. Los recién llegados éramos la excusa para el juego.

Me acordé de cuando nos sentábamos en la vereda de tu casa de Córdoba y saludábamos a cada pajarito que se acercara a comer las migas que dejábamos en la calle. Tu obsesión era que un auto aplaste a uno, y ver las tripas desparramadas. Yo te admiraba porque, aunque teníamos la misma edad, vos ya eras señorita. Que salga sangre del cuerpo sin lastimarte se había vuelto nuestro principal tema de conversación. Vos me contabas todos los detalles, yo escuchaba con curiosidad y un poco de miedo.

Un día exprimimos una de tus toallitas ensangrentadas en un vaso. Sólo cayeron un par de gotas. Por el color parecía granadina. Le pusiste agua hasta llenarlo y quedó como un jugo muy diluido, apenas rojizo. Nos escondimos en el galpón de tu papá. 

—¿Queres que seamos amigas para siempre?

Me ofreciste el vaso. Asentí con la cabeza pero no quería agarrarlo.

—Tenés que tomar la mitad y nadie va a separarnos.

El vidrio se acercó más a mí cara y pude ver algunos hilos de sangre que no se habían disuelto. Agarré el vaso y me quedé quieta. Tus ojos tenían una mirada expectante. Me intimidaban. Empecé a respirar cada vez más agitada, el corazón me temblaba. Cerré los ojos con mucha fuerza y tomé medio vaso de un sorbo como mi mamá me había enseñado con los remedios. Sentí un dejo metálico. Vos estabas sorprendida. Me di cuenta de que no me creías capaz. Miraste el vaso medio lleno, me miraste a mí y lo tiraste en la tierra.

—¿Vos no vas a tomar?

—Es mi sangre. Salió de mi cuerpo y está ahora en el tuyo y en la tierra. Ahora somos amigas para siempre.

Bajamos del crucero y entre el barullo de la bienvenida se nos acercó una chica de veintitantos años que nos preguntó en inglés si nos dejábamos guiar por ella.

—Soy Kathy. Mi casa está cerca, como todo aquí —dijo sonriendo.

—Yo soy Idalia y ella es Emilia.

Me costaba seguir la charla. El inglés de Kathy era bastante cerrado. Vos me traducías las partes importantes.

—Los papás de Kathy son hermanos, dice que es re común en la isla. Dice que nos invita a comer langosta fresca a su casa porque creen que da buena suerte.

—Qué copado, thank you —le dije a Kathy

—¡Gracias a ustedes! Quiero que me cuenten del viaje, ¿cómo es? Yo quiero irme en un barco de esos. Nunca salí de la isla.

Kathy te habló en susurros y se rieron.

—Dice que nos invita a nosotras porque el papá no deja que lleve hombres —me tradujiste. —Yo le conté que se queda con lo mejor del barco, los demás son todas parejas en luna de miel o jubilados europeos.

—Aquí somos todos parientes porque estamos aislados y somos pocos.

—¿Y qué onda la noche? —le preguntaste.

—Tienen que tener cuidado porque los hombres de la isla creen que las turistas que vienen solas son todas putas que solo quieren coger.

—¿En serio? Tristán Acuña está un poco lejos para venir sólo a eso. —respondiste entre carcajadas.

Llegamos a una casita de piedra y madera con techo de chapa. Kathy abrió un portoncito bajo que tenía un buzón. Seguimos un camino con flores silvestres a los lados y un parquecito bien cuidado que terminaba en un corral con tres ovejas y una huerta.

Nos presentó a su madre y sus dos hermanos pequeños. Su padre era pescador en un barco de factoría, así que estaba tres meses en la casa y tres meses en el mar.

Nos recibieron sonrientes. Al entrar en la casa un olor a verdura cocida y sopa nos recordó el hambre que teníamos. Comimos la langosta del buen augurio. Estaba deliciosa.

—En Argentina tienes que tener mucho dinero para comer este plato —dije con mi inglés a medias.

La mamá nos sonrió complaciente. 

Después de comer ayudé a Kathy a lavar los platos mientras vos charlabas con los hermanitos, riéndote y asombrándote con cada historia que te inventaban. Cuando estuvimos a solas en la cocina, Kathy se animó a preguntarme si vos y yo éramos pareja. Yo me reí nerviosa y a duras penas le dije que no, que somos amigas desde la infancia, que ese viaje lo habíamos planeado como un reencuentro. Le conté que yo estaba casada y que vos vivías con tu novio en Canadá.

—Me pareció que la mirabas como aquí nos miran los primos —comentó ella divertida.

Rápido le dije en español “no, nada que ver”´, luego hice gestos riendo nerviosa y repetí “no, no, no”. La cara se me prendía fuego. Lo único que quería era irme de ahí. 

A la salida de la secundaria nos pasábamos toda la tarde juntas, haciendo los trabajos, estudiando, escuchando los hits de la radio. En cambio, en la escuela te transformabas en una extraña. Te sentabas lejos de mí. Nadie me creía que eras mi mejor amiga. Y ahí yo te odiaba.

Vos eras la chica que todos querían y que no le daba bola a nadie. Solo Lucre Bartory del otro quinto te encandilaba. Andaban en los recreos caminando como si fueran las dueñas de la escuela. Con ella te fuiste a un concierto de Flema, un grupo punk que yo sabía que nunca habías escuchado pero que le hiciste creer a Lucre que eras re fan. Tuviste que aprenderte tres temas de memoria para convencerla.

Pero sabías usar tu encanto. Venías a casa en la siesta y hacías el sonido de un pájaro, el benteveo. Yo me asomaba a la ventana y sucumbía a tu sonrisa. Entonces no nos separábamos hasta la noche. A veces te quedabas a dormir y al otro día caminábamos juntas a la escuela pero justo antes de entrar volvías a poner distancia.

El barcito era austero como todo en la isla. Un cartel descascarado decía “The last point of the world”. Adentro había una rocola con cds pasando la música de los ’90. 

A Kathy la saludaron todos los que estaban ahí. Llegamos a la barra y nos presentó al barman, que era su primo Ned. 

—¿Toman whisky tus amigas?

Kathy nos explicó que es la bebida más popular entre los “tristones”. Aceptamos una medida de whisky de Ned. Nuestra guía nos iba diciendo el nombre y una mini biografía de todos los que estaban en el bar.

—Somos pocos y nos conocemos mucho. Bah, es la misma gente que te cruzas en la escuela, en la calle, en la plaza.

—¿No te agobia eso? —le pregunté a Kathy.

—Claro, es como tener el mismo novio hace siete años —acotaste mirándome con malicia.

—Un poco agobia —dijo Kathy— pero también vuelve muy especial a cualquier cosa que salga de la monotonía.

—Vamos a brindar por las noches especiales que vamos a compartir con Kathy —levantaste el vaso y nos sonreíste a las dos.

—Esperen, quiero que escuchen una canción —Kathy se levantó de golpe y se fue hacia la rocola. Vos la seguiste con la mirada, tomando un sorbo de tu whisky.

—¿Estuviste con una chica alguna vez?

Bajé los ojos y me quedé mirando los hielos.

—¿Vos sí? —te devolví la pregunta.

—Sí.

—Nunca me contaste.

—Hay muchas cosas que no te conté.

—¿Cómo fue?

—Primero contestame vos.

Pensé en el beso tímido que me diste en el baño de mi casa cuando teníamos 15 años con la excusa de que me estabas enseñando a transar. El calor de ese recuerdo se subió a mis mejillas. Hice que no con la cabeza, sin dejar de mirar el vaso.

— Bo bo bo bo boooooorrachita de tequila tengo el alma míiiiiiiaaaa —Kathy reapareció cantando un tema en español de Lila Downs.

Nos tomó de las manos y nos sacó a bailar más cerca de la rocola donde había un espacio entre las mesas. Kathy anunció que ese tema pedía tequila. En la barra nos tomamos dos shots cada una. 

—¡Esperen, esperen! Tengo que enseñarles el body shot —les dije atajando el tercer vasito.

—¡Me gusta! Dale, yo primero. —se propuso Kathy.

Yo le avisé que se iba a tener que sacar el vestido.

—Oh, no, it’s gonna be a problem porque no tengo nada abajo —me susurró inundando mi oreja con su aliento caliente.

—Bueno, entonces vas vos —te dije. Me sonreíste y con decisión te sacaste la remera.

Me quedé mirando tu corpiño negro apenas abultado, contrastando con tu piel blanca, y el ombligo hermoso que se hundía en tu pancita rellena. Me dieron ganas de morderlo.

—¿Y? —me increpaste.

Hice una montañita de sal en tu hombro. Agarré la rodaja de limón y la puse en tu boca dejando la parte jugosa para afuera. Cuando te quise enganchar el vasito en el elástico en medio de tus tetas, el vidrio se me patinó, se estalló contra el piso y el corpiño te pegó un chicotazo que te hizo gritar. 

—Perdón, perdón, estoy muy borracha —me excusé.

Te volviste a poner la remera y me dirigiste una breve mirada de odio. Kathy se moría de risa. Un pueblerino se acercó y se le puso a hablar en secreto pero sin mirarnos. 

—Déjame a mí, Emily, me explicaron otra forma.

Kathy te hizo recostar en una mesa, te levantó apenas la remera y te puso sal al lado del ombligo. Volvió a poner el limón en tu boca. Después lamió la sal de la panza, tomó el shot de tequila y te arranco el limón con un beso.

No podía dejar de mirarlas aunque me doliera. Odié a Kathy, odié la isla y te odié a vos.

Sentí una mano en mi culo, me dí vuelta y empujé a Ned que estaba tan borracho que se cayó sobre una mesa riéndose.

—Creo que es hora de irse —Me agarraste del brazo, pero no dejabas de mirar a Kathy. 

Ella nos acompañó hasta el puerto para que no tengamos ningún inconveniente con otro vecino. Íbamos sosteniéndonos de sus hombros, cantando a los gritos un tema romántico de Cristian Castro.  Vos te matabas de risa, y eso me encantaba.

—¡Mañana vamos de excursión! —anunció Kathy al despedirse.

Antes de subir al barco vomitaste al lado del muelle.

—Ahora sí. Como cuando íbamos a Niceto, ¿te acordás?

Claro que me acordaba. Volver en el bondi con vos muy rota lanzando educadamente por la ventanilla y dormir abrazada a vos con el olor ácido del vómito seco en tu ropa.

Llegamos al cráter después de caminar dos horas entre piedras volcánicas. 

—This is the true heart of the island —Kathy señaló el lago con forma de corazón que estaba dentro del inmenso pozo. Vos te asomaste exultante.

—Es hermoso… un corazón azul para las tres.

— Será de un príncipe —agregó nuestra guía.

A la vuelta Kathy dudó y no encontraba la piedra que señalaba el camino. Fuimos un trecho largo por una especie de acantilado que no habíamos visto antes.

—Creo que… es por allá.

—¿Estás segura, Kathy? —dudé yo.

Se paró, miró hacia un lado y hacia el otro, y bajó decididamente por un camino que iba a la playa.

Antes de llegar se volvió a nosotras.

—Va a ser mejor que volvamos por la playa.

Vos festejaste el plan.

Yo tenía miedo de perdernos. A vos te parecía cada vez más emocionante. Te calentaba el peligro. Las dudas de Kathy solo te excitaban más. Tus ojos marrón claro brillaban y la seguías como un perrito, mientras la isleña contaba historias del extraño cráter en su inglés impenetrable. Yo iba un poco más atrás, escuchaba a medias y entendía menos. Sólo me llegaban las risas con una claridad filosa. Cuando Kathy me vio rezagada, me gritó:

—Come on, lazy girl!

Aceleré un poco los pasos. El odio me quemó la garganta, la odié. Así odiaba a Lucre Bartory en la secundaria. Odiaba cuando salíamos de la escuela y te quedabas fumando con ella en la puerta. Ni me miraban. Estaban en su mundo de adolescentes reas. Lucre era más grande porque había repetido. No era mala conmigo pero yo la odiaba porque parecía absorberte en su mundo y no dejaba nada de Idalia para mí. En realidad, siempre me relegabas a un rincón secreto de tu vida. Yo era algo que no podías mostrar.

Estaba perdida en esos recuerdos dolorosos cuando escuché el quejido de Kathy. Levanté la mirada y la vi tirada en el suelo, agarrándose el pie.

—Agua, agua —me dijiste.

Me apuré a sacar la botella pero Kathy negaba con la cabeza.

—Me tienen que succionar y escupir, es la única manera de sacar el veneno. Estoy segura de que fue una Balkan cross negra la que me mordió.

Vos asentiste y me miraste.

—Vamos a chupar las dos. Pero vos primero.

Me arrodillé en el suelo y estudié el tobillo de Kathy. De los pequeños orificios brotaban dos hilos rojos.

—Please, hurry up! —Kathy se echó hacia atrás y cerró los ojos respirando profundamente.

Me apuré a apoyar la boca sobre la herida y empecé a chupar. Primero me vino el sabor salado de la transpiración mezclado con la poquita sangre que lograba sacar. Escupí y me enjuagué con agua. Te miré para que sigas. Estabas pálida.

—¿Podés seguir vos que a mí me da mucha impresión?— me dijiste al oído.

—¿Me estás jodiendo?

—No, boluda, en serio. Estoy a punto de desmayarme.

Seguí succionando y escupiendo varias veces. Vos sostenías la cabeza de Kathy y le acariciabas el pelo.

—Ahora tienen que traer barro.

Hice un hueco en el suelo pisando fuerte con el talón hasta llegar a la tierra húmeda. Tiré un poco de agua y armé barro que puse en el tobillo chupado. Luego lo aseguré con su propia media.

Ella se levantó un poco agitada pero bien.

—You are my angels.

Me molestó que vos también te llevaras los laureles.

—We love you, Kathy— la consolaste abrazándola.

Empezamos a volver porque no sabíamos cuán efectiva era la curación del lodo. Kathy rengueaba. Después de varias vueltas llegamos al pueblo. Varias personas se acercaron al ver a Kathy cojeando y ella pacientemente les explicaba lo que había pasado y cómo la habíamos salvado.

Ya llegando al muelle, un chico un poco más grande que nosotras se acercó corriendo y gritando el nombre de la isleña. Idalia quiso saber quién era. Kathy se incomodó y con resignación nos contó:

—Es mi primo Ferdinand, hijo de la prima de mi papá. Quiere casarse conmigo.

—¿Y vos?

—Yo no. Quiero irme de aquí y él nunca se va a ir.

No bajamos a tierra en todo el día después del incidente de la víbora. Dimos vueltas por las tiendas de recuerdos del barco. Estabas ensimismada. Casi no me hablabas. Mirabas distraídamente las chucherías que ofrecían. Sin decirme nada agarraste una cadenita con un corazón. Te acercaste. Me mostraste que tenía marcado el medio, lo partiste y me diste una mitad.

—Con vos nunca me siento sola, Emi.

La última noche estabas tan agradable conmigo que debí adivinar lo que se venía. 

—Che, hoy nos toca a nosotras invitar a Kathy.

 Siempre me pasaba lo mismo con vos. Me envolvías en tu coqueteo inofensivo hasta que llegaba alguien nuevo y entonces derramabas tu magia sólo para esa persona. 

—¿Cómo invitarla? Le venimos pagando los tragos todas las noches.

—No digo el alcohol. Esta noche tiene que subir acá. Es la despedida. Y además nunca estuvo en un crucero. 

—Estás loca. No puede subir nadie que no sea pasajero.

—Dale. Ayudame, Emi. Solo tenemos que convencer al del muelle de entrada.

—Es un bardo. No hubo un día que nos mirara bien.

Largaste una carcajada:

—¡Es que no hubo ni una noche en que volviéramos sobrias, boluda!

—Bueno, ¿y entonces?

—Lo vamos a chamuyar ahora que estamos enteras.

El de seguridad solo se dejó convencer cuando le ofrecimos cien dólares para que la invitada pudiera tomar algo con nosotras en el bar del crucero. 

Kathy llegó hasta la pasarela de la orilla. Nos acercamos y la hicimos subir. Ella se reía nerviosa y asombrada. Te pusiste a hablar con toda tu elocuencia de cordobesa encantadora. Le compartiste a nuestra invitada todos los rincones del crucero que habíamos descubierto juntas. Tu atención era sólo para ella. Iban del brazo como en los recreos con Lucre Bartory. Kathy me buscó girándose hacia mí:

—¿A vos también te gustaron estos aros? 

—Son lindos, sí.

—No te gastes, Kathy, ella nunca se arregla.

Llegamos finalmente al bar y pedimos una botella de champagne para brindar las tres. Yo me entregué a la efusividad de ambas. Parecían amigas íntimas. Kathy no terminaba de decir una frase que vos abrías la boca y los ojos con una sonrisa para decir “te juro que pensé lo mismo”.

Dejé que el alcohol me vuelva fácil. Bailábamos las tres, nos chocábamos y nos caíamos al suelo muriendo de la risa. La tercera botella la llevamos al camarote.

En el pasillo nos tropezamos con nuestras propias piernas. Yo quedé con mi cara a pocos centímetros de la sonrisa de Kathy. Me encontré sus ojos entrecerrados y la respiración entrecortada por el peso de mi cuerpo tan cerca de mi cara. Podía oler el perfume dulce de su piel. Me reí nerviosa. Kathy también. Vos me arrancaste del piso abrazándome de atrás y ofreciendo la mano a la tercera para que se levante. Abrí la puerta del camarote. Kathy estaba fascinada con todo. Se tiró en la cama y elogió la suavidad del cobertor.

—Es la cama de los corazones de toalla —dijiste mirándome cómplice. Después te tiraste al lado y te le acurrucaste, diciéndole cuánto la íbamos a extrañar.

Me quedé encandilada con el recorrido de tus labios subiendo por su cuello. Le empezaste a comer la boca con ferocidad. Kathy se dejaba hacer. En un momento me ofreció su mano. Me atrajo a su cara. Su lengua se sentía áspera, explorando mi boca con torpeza, sin gracia. Empezó a suspirar y dejamos de besarnos. Vos te la volviste a transar mientras le metías mano por debajo del vestido. Me levanté de la cama y me fui al baño. Lloré sin ruido sentada en el inodoro. De fondo, los gemidos intercalados de ustedes dos, cada agudo apretujándome un poco más el corazón.

Después de un rato tocaste la puerta. Entraste solo con una remera puesta. Nunca te había visto la concha. Avergonzada, me concentré en tus pies, pero vos me levantaste la cara.

—Ey, ¿por qué te fuiste?

No pude responder. El pecho me latía fuerte, tenía un nudo en la garganta y la panza revuelta. Se me volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Me abrazaste y rompí en llanto. Cuando empecé a mojar tu hombro me apretaste más fuerte. 

—No llores así boluda —me pediste acariciándome el pelo.

Me agarraste de los cachetes y me besaste cada ojo. Tu lengua se tomaba delicadamente mis lágrimas. Tuve cosquillas y se me escapó un estertor con risa. Me diste un pico. Nos miramos. Me volviste a besar, pero esta vez con lengua. Tenías sabor a una mezcla horrenda de alcohol y Kathy. Me sacaste del baño a los besos. Tropecé con un zapato y casi me caigo. Ahí noté que la otra estaba dormida en nuestra cama. Vos me tiraste a su lado y de repente saliste corriendo al baño. Te escuché vomitar. Cuando volviste te acostaste a mi lado. Te abracé desde la espalda: mi cara apoyada en tu cuello, con los brazos entrelazados debajo de tus tetas, tu culo desnudo contra el jean que nunca me saqué. Nos dormimos así. 

Nos despertó el sonido del barco a punto de zarpar y Kathy en pánico

—Oh, my god, my mother is gonna kill me! —Se vistió apresuradamente y salió corriendo al grito de “I´ll miss you, sweeties!”. Fue todo tan abrupto que tardamos en reaccionar. Se me partía la cabeza y lo poco que recordaba me llenaba de vergüenza. Empecé a vestirme pero vos me retuviste. 

—No estés triste. Ya sé. Vamos a jugar un juego.

—¿Ahora?

—Sí. Vas a ser mi señora esposa los siete días que nos quedan juntas.

—¿Cómo se juega a eso? 

—Es nuestra luna de miel, no sé, nos paseamos abrazadas y nos besamos en cada rincón del barco.

—Pero yo te quiero en serio, Idalia.

—Yo también. Pero ahora vamos a jugar.

—¿Vos también me querés en serio?

Te escuché tomar aire. Tu silencio me pareció eterno y no lo soporté.

—No puedo jugar a esto, me hace mal.

—No lo hagas tan dramático —te quejaste.

—No puedo. Me gustás mucho.

—¿Y te vas a quedar llorando todo el resto del viaje?

Siempre le sacabas el peso a todo lo complicado y seguías tu vida sin preocupaciones. En cambio yo tenía el estómago estrujado y la cabeza a mil, imaginando los posibles desenlaces de tu invitación. Nada parecía tener sentido. 

—Si jugamos, no sé si voy a querer que termine.

—Va a terminar igual, cuando lleguemos.

—Creo que te amo, Idalia.

Suspirando volviste a abrazarme.

—¿Vamos a jugar o no? —insististe sin soltarme las manos.

No contesté en seguida. Supe que tu juego me iba a hacer mierda. Que tus besos iban a ser una mentira. Que esto iba a terminar mal.

—Acepto —respondí con una entereza que no sé de dónde saqué. Vos sonreíste aliviada—. Pero primero tenés que probar mi sangre.

Empalideciste.

—No me podés pedir eso.

—Entonces no juguemos nada.

—No puedo… te juro que me desmayo, Emi.

—Yo tampoco puedo ser tu esposa. Ya como amiga me va bastante mal. Tengo que conformarme con tus migajas. Cualquiera puede ser más interesante que yo. Buscate otra. Seguro hay alguna Lucre Bartory en el barco. Capaz hasta ya la encontraste y no me contaste nada.

Me quedé agitada y temblando. Vos mirabas al piso alfombrado de la habitación.

—Lucre estaba celosa de vos.

—¿Por qué estaría celosa de mí? —Me era imposible creerte.

—¿Te acordas cuando te dije que te iba a enseñar a besar y nos dimos un beso en el baño de tu casa?

— Sí…

—Ese fue mi primer beso.

—Pero si vos me dijiste…

—Te mentí.

—¿Y qué pasó con Lucre?

Ahora fuiste vos la que tardó en responder.

—Lucre fue la primera vez que cogí con una mujer.

La ira me trepó por la garganta como un vómito antiguo, que llevaba años borboteando. Me arranqué el collar con la mitad del corazón y te lo tiré en la cara. Salí a la proa a tomar aire. Tenía palpitaciones tan fuertes que pensé que el corazón me iba a estallar.

Estaba parada contra una baranda mirando el horizonte liso del mar. Había gente en las reposeras desayunando. Nadie me prestaba atención. Seguí mirando el mar y sentí tus brazos envolviendo mi cintura, tu cabeza apoyándose entre mis omóplatos.

Las lágrimas empezaron a nublarme la vista. Quería resistirme pero tu contacto me desarmaba. 

—Perdoname, Emi. Vos sos la única que siempre me quiere.

Me diste vuelta y me abrazaste tan fuerte que me sonaron los huesos de la espalda. Yo lloraba en silencio. Tomaste mi mano y pusiste el collar que había tirado. Sonreíste como si nada hubiese pasado y simplemente dijiste:

—Se te cayó.

Los días pasaron como una ráfaga. Yo estaba triste y silenciosa. Hiciste de todo para sacarme de ahí, pero algo se había roto irremediablemente.

Bajamos del Crucero en Retiro donde Javier nos esperaba alegre. Vos le sacaste charla, hiciste chistes, contaste anécdotas del viaje que tapaban todo lo que había sucedido. Toda tu atención fue para él. Te transformaste en la Idalia extraña y ajena de cuando sonaba el timbre para entrar a la escuela.

Nunca le conté a Javier lo que pasó en el viaje. No sé si me lo creería. Vos no volviste a escribirme por muchos años. Delante de mí tengo una postal de la isla sin remitente que me llegó esta mañana. Leo la única frase escrita:

“Tenemos que volver”.