Cura de callos, por Facundo Lombardi

—Lo que yo quiero es un día ir al espacio.

La frase de Ernestito queda suspendida en el aire; tan suspendida que yo, que vengo unos metros atrás, siento que la desarmo al chocármela. Son palabras con la densidad alta de Buenos Aires en primavera, esa densidad húmeda que uno puede palpar con los labios, con los huesos y con algo de las tripas. Seguimos pateando con las manos en los bolsillos y con pocas palabras compartidas. Siempre hace calor. Es una época en la que el pensamiento es simple y podemos estar rumiando una sola cosa durante largo tiempo. 

—Quiero ir yo al espacio y escupirlos a todos desde arriba. 

A estas horas, la ciudad se puebla de ese gris pesado, fabril y triste. A esta hora, ese olor parecido al regaliz baja desde las torres y se mezcla con el vaho de la grasa y del aceite de estas máquinas.

—Abrir la ventana de la nave y mearlos a todos…

Patear algunas piedras, cortarle los cables a las patas de alguna máquina, pensar. A estas horas esos cuerpos no tienen un alma que los mueva. Somos el alma de sus máquinas desde que llegaron. El enojo también ayuda a pensar en una sola cosa.

—Y que piensen que por fin volvió a llover y salgan todos a mojarse mirando para arriba con la boca abierta.

Ernestito va dos metros más adelante. Un poco más allá, lo veo al Pájaro trepar y saltar sobre los muertos de metal con la destreza de un mono. Ya tengo más agujero que suela en las zapatillas y me duele un poco tanto caminar. Me gustaría volver para el lado de casa y ver a los viejos pero ya va a amanecer y otra vez nos alejamos demasiado. “De gastar suelas charlando nacen las revoluciones”, me dijo la vieja la noche en la que aún no sabíamos que el tío no iba a volver. Llevamos más callos que revoluciones. En unas horas va a empezar el ruido metálico de este mundo. Nosotros, los de nuestra edad, somos los zánganos, los tábanos de estos mierdas. No valemos nada porque somos guachos y no llegamos ni a los pedales de esas máquinas nuevas que trajeron, pero tenemos prohibido salir de las casas.

—Y ustedes… ¿Vendrían? ¿Vos, Rulo, vendrías?

Y otra vez ese ruido. Nos frenamos en seco. Nos frenamos porque el Pájaro se quedó quietito y estiró la palma de espaldas hacia atrás para que anclemos las suelas. A la razia sí le tenemos que tener cagazo. Esos son forros por diversión, por eso son más jodidos. Las luces rastreadoras nos buscan. Buscan a cualquiera y somos cualquieras. A Ernestito se lo llevaron una vez y nunca contó lo que le hicieron. Le agarra una calentura cuando los ve, se le envenenan todos los ojos. 

Y ahí nomás el guacho de Ernestito se paró, cuando aún las luces rastreaban cerca.

—¡Hijos de putas! 

La humedad apresa al grito que se diluye calle abajo. Lo miro. Como no hay eco, me encargo de gritar yo también las mismas palabras. El Pájaro hace lo mismo. Desde el fondo de la línea de edificios se escucha una voz ajena que se suma al grito, antes de que el silencio vuelva a ganar la noche.

Lo miro y entiendo lo que somos. En una única lágrima mal llorada se le condensa todo el dolor de este mundo. Tanta mierda cayendo por una mejilla. Ahí, sacando pecho en mitad de una calle gris, con su camisa abierta, su pantalón cortado. Parado arriba de una pila de esqueletos de autos y pedazos de concreto, con una luz de frente recortándolo en una silueta mínima que proyecta una sombra enorme sobre el fondo de edificios, lo veo. Veo a Ernesto.

—¡Voy a sacar el culo por la ventana y les voy a largar unos buenos teresos de punta, hijos de las re mil putas!

El viejo me cuenta siempre que acá había una cancha y que venía con su papá a ver al Globo los domingos y que la vida era dura pero había corsos y carnavales y colores cada tanto. Ahora es otro de los aeropuertos de estos mierdas. Hay varias naves emplazadas en la calle. El Pájaro se trepa a una y manotea las manijas de las puertas. Una se abre.

—Che —nos chista—. Tiene las llaves puestas.