Nirvana, por Nair Juara

Se vio reflejada en las puertas de vidrio tintado, el único detalle lujoso en la fachada gris del edificio, y se gustó. Había tardado mucho en vestirse para esa noche. Las instrucciones de Nirvana no habían sido claras. Se acomodó el borde del vestido, tironeando para abajo algo que no iba a ceder más. La tela cortada al bies acompañaba la forma de su cuerpo, el color champagne contrastaba con su tez morena y destacaba el escote y la curva de la cintura. No era un vestido para una noche cualquiera. La poca gente que pasaba a esa hora por la calle pensaba lo mismo, ella lo veía en el reflejo de sus miradas.

Sintió un taconeo y la reconoció.
—¿Estabas pensando entrar sin mí?
Había un dejo de burla en la pregunta. Jamás se le hubiese ocurrido aventurarse sola en territorio de Nirvana.
Se sintió incómoda: parecía que iban a lugares distintos. Estaba elegante pero mucho más sobria. Nirvana le sonrió y los pensamientos de Eva hicieron cortocircuito, como cuando la había visto por primera vez.

—Te estaba esperando para entrar.
Nirvana se le acercó y le acomodó el pelo, rozándole la base del cuello con los dedos, como si el cuerpo de Eva fuese una extensión del suyo. La sonrisa se acentuó y a Eva le pareció que la comisura de los labios se le hundía dolorosamente en las mejillas. Desvió la vista hacia la puerta, buscando su reflejo. Su yo de cristal había desaparecido: adentro habían encendido las luces y ahora sólo se veía el vestíbulo.

Nirvana la miró de arriba a abajo.

—Qué arreglada que viniste.

Eva sintió que una fugaz ola de calor la pasaba por encima. No sonaba a un cumplido.

—No sabía muy bien a dónde veníamos… No entendí… —Nirvana se había quedado mirando su mano, que seguía agarrada al ruedo del vestido—¿Estás segura que es acá?

—Muy segura, vengo acá todo el tiempo. —Las palabras le suavizaron la sonrisa. Ambas miraron el edificio: la punta se confundía con el cielo sin estrellas.
—Entremos.
Nirvana se alejó en dirección a la puerta que las esperaba abierta. Eva sintió como si se hubiese llevado un poco de calor y se apuró a alcanzarla.

—¿Llegamos temprano? —Eva buscaba cualquier indicio de un evento normal: colas esperando para entrar, gente fumando, alguien charlando en la puerta. Le inquietaba la soledad del vestíbulo. —Llegamos tarde, ¿no?

Nirvana se rió.

—Ni una ni la otra —respiró hondo antes de continuar—. La mayoría ya está adentro pero faltamos varios. Quédate tranquila que sin nosotras no van a empezar.

—¿Qué cosa no va a empezar?

Dudó si no la había escuchado o si había decidido ignorarla, pero después de un par de pasos Nirvana se frenó y se dio vuelta para mirarla, quedando de espaldas a la puerta.

—Hoy es especial.

—¿Ojos vendados? —aventuró Eva.

Nirvana recibió la ocurrencia con un gesto impaciente. Luego señaló en el suelo las baldosas que las separaban.

—Esta noche es esa línea —Estiró la mano y de un tirón la atrajo hacia sí. Eva soltó una carcajada nerviosa—. Si no te tienta todavía te podés ir.

Después le ofreció el brazo para que entraran juntas.

El vestíbulo era mucho más grande de lo que dejaban entrever las puertas. Eva pensó en la sala de un museo y hasta murmurar le pareció fuera de lugar. La luz se reflejaba en el blanco iridiscente de las paredes y del piso de mármol inmaculado. Todo el espacio obligaba a descansar la vista en el ascensor del fondo. El ambiente les devolvió el repiqueteo de sus pasos al acercarse.

—¿Qué pasa esta vez? ¿Me van a pedir un riñón? Porque de esos justo tengo dos —susurró Eva.

—Espero que no haga falta.

Una figura se movió al costado de la puerta, como si se desprendiera del decorado. Les sonrió e hizo una leve inclinación del cuerpo, con la mecánica plástica y desarticulada de un muñeco. Eva notó que los ojos del guardia se movían inspeccionándolas mientras el resto de su cara se mantenía petrificada en el gesto de bienvenida.

Las puertas del ascensor se abrieron. A través del interior espejado vio que alguien más entraba al edificio. Se giró hacia atrás y se chocó con la mirada penetrante de Nirvana.

—Nos están esperando —anunció y la invitó a meterse en el ascensor. Apenas Eva entró, el autómata se interpuso entre las dos. La cara de Nirvana quedó semioculta por una nuca con mechones de pelos descuidados, como los de una peluca barata

—¿Está todo bien?

—Sí, yo subo después —La respuesta sonó tensa—. Te veo arriba.

Las puertas se cerraron sin que Eva tocara nada y el ascensor empezó a subir. En otras noches, por demorarse unos pasos en su constante persecución de Nirvana, le habían negado la entrada a ciertos rincones y había tenido que quedarse esperando al eventual rescate. Nunca le había pasado al revés. Sin Nirvana, se sentía desprotegida.

Cuando el ascensor se detuvo, otro guardia, con algún detalle distinto pero la misma rigidez de autómata, le bloqueaba la salida. Detrás de él se abría un salón amplio, esta vez cálidamente iluminado y lleno de personas que deambulaban de conversación en conversación. Algunos rostros se detuvieron a mirarla. Los semblantes divertidos la hicieron relajar.

Con un movimiento tosco pero rápido, el guardia repitió la inclinación de la bienvenida y acercó sus manos al pecho de Eva. Sintió una suave presión y, cuando el muñeco se echó atrás, descubrió una etiqueta con el nombre de Nirvana. Se sonrió: todo era un juego. Esperó unos minutos junto al ascensor con la esperanza de ver el momento en que el guardia volvía a cobrar vida y le ponía a Nirvana una etiqueta con su nombre. Ahora ella la tenía que buscar. Se adentró en el salón.

Todos parecían conocerse de antes. Sólo en algunos invitados encontró etiquetas como la suya, en los que se paraban más incómodos, acomodándose la corbata o dando pasitos nerviosos en tacos de estreno. Se reconoció en el esmero de esos atuendos: los que, como ella, todavía estaban detrás de la línea.

Pasó junto a un grupo de tres que charlaba animadamente sin notar su presencia. Hizo contacto visual con un pelirrojo de moño, ambos buscando las etiquetas en el pecho del otro. Se acercó a una pareja que admiraba un cuadro.

—…es increíble que hayan conservado esta pintura.

Era el retrato de una mujer rubia con el pelo recogido. Se veían finísimas grietas en el lienzo.

—Los ojos parecen seguirte, ¿no? Impresionante —comentó el hombre de nariz aguileña en una voz tan alta que Eva estuvo a punto de contestar, pero luego se dio vuelta sin siquiera mirarla y ambos se alejaron dándole la espalda.

Resignada, tomó una copa de uno de los mozos-autómatas que recorrían el lugar y se perdió en los detalles del salón: el piso de mármol idéntico al del vestíbulo, el techo abovedado de ladrillos que le recordó a una iglesia, las arañas de hierro, la luz ambarina, los retratos con aires de nobilidad. Una pared le llamó la atención. Descubrió que lo que parecía una continuación de los ladrillos abovedados era en realidad un gran mosaico de círculos concéntricos.

Un hormigueo en la base de la nuca la hizo mirar por sobre el hombro. Sin haber escuchado su voz, supo que Nirvana había llegado. La localizó casi al instante: caminaba sonriente en su dirección, abriéndose paso entre los grupos de invitados que la saludaban con familiaridad. Le devolvió la sonrisa, pero otro cuerpo, el verdadero destinatario, se interpuso entre las dos a medio camino. Se dieron un abrazo largo y se quedaron hablando cerca, sin soltarse las manos. Eva observó los labios finos y la tez blanca, el saco gris fino y los rulos negros que le caían sobre la frente. El hombre escuchaba atento y asentía a lo que Nirvana le decía al oído mientras sonreía. De pronto, miró en su dirección. Eva desvió la vista por reflejo, las mejillas coloradas por el calor de haber sido descubierta. Tocó la etiqueta en su pecho y levantó la vista para enfrentarlos, pero ya no estaban ahí.

Cuando se decidió a seguirlos, alguien le cortó el paso.

—Permiso.

El hombre no se movió. Sólo se tiró el pelo canoso hacia atrás.

—¿Estás con Nirvana, no? —preguntó, su mandíbula cuadrada tensa en una mueca divertida.

Eva tuvo el instinto de cubrir la etiqueta. Su interlocutor se rió. 

—Soy Dante. ¿Dónde se metió que te dejó tan sola?

Alargó una mano hacia su cuello, rozándole la garganta. Eva se mantuvo rígida: sintió que dudar con este Dante significaba perder.

Se volteó hacia el mosaico poniendo un poco de distancia entre ellos y pestañeó despacio. El dibujo en la pared parecía moverse.

Dante se puso a su lado. Ahora ambos estaban frente al mosaico. Eva sintió el roce de la manga de su camisa en la piel del brazo.

—¿Se conocen con Nirvana? —se animó a preguntar.

—Somos amigos. No importa lo que ella te diga —Dante sonrió, y Eva también. Tenía algo de contagioso. Se quedaron unos segundos en silencio.

—¿Te gusta?

—¿Quién?

—La pared. ¿Te gusta?

—Es… extraña. Como si estuviese viva.

De pronto la intensidad de la luz disminuyó, como si bajara la tensión. Dante la tomó de la mano y la hizo girar hasta quedar de frente. Sus dedos estaban calientes. Ninguno parpadeaba. Los ojos de Dante eran de un negro que parecía no tener fin. Lo tenía muy cerca y podía sentir cómo emanaba un calor que traspasaba la ropa y la sobrecogía. Sintió un pinchazo en el índice y su mano forcejeó para liberarse, pero Dante la retuvo un poco más. Cuando finalmente la soltó, el dedo de Eva tenía un poco de sangre. Su captor se alejó unos pasos, y el calor del ambiente fue reemplazado por un escalofrío. Él nunca había dejado de sonreír, pero ya no era contagioso. Le mostró el bloque de madera que sostenía entre el índice y el pulgar. El objeto se tiñó de rojo, oscureciéndose hasta camuflarse con el mosaico de la pared.

Los ojos de Eva se llenaron de lágrimas de rabia. Usó todas sus fuerzas para que no le temblara el labio.

Dante hizo desaparecer la pieza en la palma de su mano justo cuando escuchó la voz de Nirvana.

—¿Interrumpo? —El hombre del saco gris no estaba con ella—Si estás con hambre, Dante, te conviene buscar en otro lado.

Eva volvió a ver en Nirvana la sonrisa que se clavaba en las mejillas, como las fauces de un depredador. Dante se puso serio. Hizo un gesto de despedida con la cabeza y se mezcló entre la gente.

—¿Están peleados?

—No.

Eva no pudo contener una risita nerviosa. Ver a Nirvana seria y preocupada era algo nuevo.

—Vení —la cara de Nirvana se fue relajando—, te quiero presentar a unas personas.

Mientras la seguía, Eva se dio cuenta con una mezcla extraña de orgullo y rabia que nadie disimulaba mirarlas. Al lado de Nirvana, ella se volvía real y hasta interesante, cuando antes había sido menos que invisible.

—¡Amanda! ¡Víctor! Qué gusto verlos.

Saludaron a una pareja mayor que conversaba a un costado.

—¡Querida!—dijo el viejo con un gesto de cariñosa preocupación.— No estábamos seguros de que fueras a participar.

Amanda le dio un golpecito suave en el pecho a Víctor —Le dije que no tenía de qué preocuparse.

—Tendrías que hacerle más caso, Víctor.

—Además mirá lo que trajo.— Amanda acercó su mano a la mejilla de Eva, y esta corrió el rostro sin poder evitarlo. La cara de Nirvana se transformó y por un momento sintió una punzada de miedo en la boca del estómago, sin entender muy bien por qué. Ninguno sonreía. Para cuando se dieron vuelta visiblemente confundidos, Nirvana ya volvía a mostrar su sonrisa dulce.

—Eva es un poco tímida.—Volvió a acomodarle el pelo en un gesto cariñoso. La pareja pareció relajarse, volvieron a mirarla reflejando la ternura de Nirvana.

—¡Qué linda! —Esta vez Eva no se movió. Se limitó a sonreír mientras la acariciaban, bajo la aprobación de la mirada de Nirvana.

Desfilaron por diferentes grupos como ese. Saludó las primeras veces, luego se limitó a asentir y sonreír, lo que al resto le parecía suficiente mientras hablaban con Nirvana. Le rozaron el brazo con disimulo, volvieron a acomodarle el pelo, le pasaron el brazo por los hombros.

Un autómata se acercó y habló al oído de Nirvana, que se disculpó y lo siguió. Eva se desprendió de un abrazo y con una inclinación de cabeza se despidió del grupo y fue detrás. Avanzó unos metros en la dirección en la que creyó que se había ido, pero había sido muy lenta, o no había visto bien. Nirvana ya no estaba ahí.

Siguió caminando, un poco fastidiada, sin detenerse mucho a mirar a nadie. Se tropezó con el grupo: juntos como un rebaño, vestidos de fiesta y con nombres en el pecho, protegidos por el calor de sus pares, todos los que al parecer estaban detrás de la línea como ella.

—¡Otra más! —el grupo se rió mientras algunos señalaban su etiqueta. Eva se rió con ellos.

—Pará —una chica de pelo castaño hasta la cintura y un vestido de raso blanco con flores violetas volvió a llamar la atención del grupo—, terminá de contar lo de la subasta. Yo también estuve ahí, ¿cómo no nos vimos?

—Ya te dije que no sé, Paula.

—¿Había zapatos de hombre en esa subasta?

El que contaba la anécdota era el pelirrojo con el que había tratado de hablar cuando llegó. Se quedó mudo mirando a la chica fijamente antes de contestar.

—No. —Todos volvieron a estallar de risa, incluso el pelirrojo. La chica al lado de Eva parecía a punto de ahogarse entre risas.

—Yo también estuve. —se dieron vuelta para mirarla. Miró al pelirrojo de arriba a abajo —Pero no me acuerdo de vos, así que debés haber sido una linda pelirroja.

No se habían terminado de reír que del otro lado de la ronda alguien ya estaba recordando la siguiente salida.

—¿Con quién viniste? —le preguntó la de la risa ahogada, una rubia de pelo recogido y anteojos de marco grueso negro.

—Con Nirvana, ¿la conocés?

—Sólo de nombre. Soy Andrea, vine con Dante. —Eva ya había podido leer el nombre en la etiqueta de su pecho, y había escondido las manos.

—Eva. ¿Ya habías venido?—A Andrea la pregunta le hizo gracia. Negó señalando la etiqueta en su pecho como si fuese obvio.

—Hoy es la primera vez, ¡la primera de muchas, espero!—Y se volvió a reír.

—¡Otro más!—Las conversaciones se habían detenido para recibir a un nuevo miembro al grupo.

Lo reconoció al instante. Los rulos azabache, el saco gris, la barba recién afeitada. Se sorprendió al descubrir en su pecho una etiqueta como la suya, no había llegado a verla cuando lo había espiado con Nirvana.

Andrea los miraba boquiabierta.

—¿Los dos vienen con Nirvana?

—Vengo con una Nirvana.

—Sí, no hay dos Nirvanas. —dijo él, mirándola fijo.

—¿No se conocen? —Andrea era la única que no parecía notar su incomodidad.

—Sí, ya nos habíamos visto. Eva, ¿no? —Él se acercó y le dio un beso en la mejilla que no se esperaba. Las conversaciones del círculo habían cesado por completo. Todos los miraban—. Soy Julián. Nirvana me habló de vos.

Eva se encogió de hombros, con una sonrisa condescendiente.

—De vos no, pero nunca nos falta tema de conversación.

Julián estaba por contestar algo en el momento en que bajaron las luces y una nube de excitación cubrió el salón. Los autómatas pasaban con bandejas llenas de copas alargadas y las ofrecían a los presentes. Eva se sonrió y tomó la que le ofrecían. Un suave tintineo llegaba de todas partes.

Un golpe en la espalda la hizo trastabillar. La copa se le volcó en el vestido y fue a parar al suelo. Miró hacia atrás: Andrea gesticulaba una disculpa muda mientras terminaba de levantarse, ayudada por Julián.

El ruido de los cristales le retumbó en los oídos. Los invitados se fueron retirando hacia los bordes del salón, formando un círculo alrededor del rebaño. 

—¿Estás bien? —Julián le ofreció una de las copas que tenía en la mano.

—Gracias —respondió Eva, en una voz apenas audible.

Desde el círculo emergió un grupo de siete personas, con Nirvana, Dante y Amanda a la cabeza. Centro de todas las miradas, avanzaron hacia el rebaño, hasta quedar a unos pasos. Levantaron sus copas y el resto los imitó.

—¡Por ser parte de la medida de todo! —la voz de Amanda resonó en el salón. Eva escuchó la risita excitada de Andrea a sus espaldas. Hubo unos momentos de silencio mientras bebían. Eva bajó su copa vacía, esperando que alguien hablara, que empezara una música, un show, que el grupo se desarmara y Nirvana se acercara a donde estaba ella, pero todos permanecieron inmóviles.

Sintió un golpe sordo a su espalda. Eva se giró para ver, como todas las caras del círculo que rodeaban al rebaño. El pelirrojo Nicolás se sacudía en el suelo como una cucaracha. Andrea había caído arrodillada mientras se agarraba la garganta con los ojos desorbitados. El rebaño fue cayendo con rapidez, acompañados por el ruido de las copas rompiéndose al caer. Sus ruidos eran los únicos que rompía el silencio expectante de esa muralla humana.

Eva miró en todas direcciones, buscando a alguien dispuesto a ayudar. En cambio, encontró los ojos de Julián, que la clavaron en su lugar, conteniendo la respiración.

Los últimos cuerpos se derrumbaron. Sólo quedaban Julián, Paula y ella.

Reconoció su roce y exhaló aliviada. Nirvana estaba a su lado. Su sonrisa exultante mostraba dos colmillos destellantes. Una sensación cálida de orgullo inundó el pecho de Eva. Luego, sin dejar de sonreír, Nirvana se retiró, y el calor se fue con ella. Quiso seguirla pero, salidos de la multitud, un par de autómatas se interpusieron con esas asquerosas miradas muertas.

Ahora los líderes del brindis se movían entre los cuerpos caídos, que los miraban aterrorizados. Con manos expertas y gestos amorosos los despojaron de la ropa y los acomodaron entrelazados entre sí. Sólo Nirvana y Amanda parecían libres de la faena, y miraban alrededor como si en lugar del impaciente silencio se elevara una ovación hacia ellas.

Eva empezó a reírse, atrayendo las miradas nerviosas de Julián y Paula. Esto tenía que ser otro de los giros siniestros pero inofensivos de las salidas a las que la llevaba Nirvana. Algo más estaba a punto de pasar. Se dijo que todo era un truco de magia, una puesta de escena. Todos eran actores, claro, una experiencia inmersiva. El momento iba a pasar y todos iban a romper en risas como ella ahora, y Nirvana se iba a burlar por el miedo que había sentido. Tenía que ser así.

De pronto Paula se tiró sobre los cuerpos derrumbados e intentó rescatarlos. Una tropa de autómatas la retuvo pero ella logró soltarse y arrastrarse hasta la falda de Amanda, que le dedicó una mirada de decepción. Luego se desprendió de su agarre y se alejó en dirección hacia la muchedumbre, que le abrió el paso. Los autómatas volvieron a agarrar a Paula y se la llevaron a rastras, detrás de Amanda, sin dejar nunca de sonreír. Eva quedó escuchando los gritos de Paula, hasta que se extinguieron del todo.

Ahora sólo Julián y ella quedaban en pie, y en el centro de todo, presidiendo el momento, la triunfal Nirvana. El resto del salón permanecía en una quietud siniestra.

El recuerdo de su risa unos segundos atrás la hizo estremecer. A pocos pasos, Dante acomodaba el cuerpo desnudo de su invitada. Eva encontró la mirada de terror de la mujer. Corrió la vista con una mezcla de pena y asco, y se refugió en la sonrisa hipnótica, terrorífica pero familiar de Nirvana, que la sometía desde el otro lado. Nunca la había visto tan radiante.

Una vez acomodados, los cuerpos fueron untados con un algo que parecía miel pero despedía un olor acre, que quemaba las fosas nasales. La multitud se acercaba despacio, emitiendo un murmullo de excitación con cada centímetro de piel que era embadurnando.

Cuando la preparación terminó, Nirvana dio un paso adelante. Nunca nadie le había parecido tan repulsiva y atractiva a la vez. El círculo que los rodeaba se cerró un poco más. La vio moverse alrededor de la masa de carne pero sus ojos seguían clavados en ella. Sintió el roce de los invitados que se acercaban para ver mejor, la humedad de sus alientos ansiosos.

Dio un paso atrás, dejando que la multitud la trague. Escuchó sonidos húmedos de lenguas relamiéndose. Sin dejar de retroceder, vio cómo las espaldas se ensanchaban y deformaban. Luego la fogata se elevó en el centro y el olor a carne quemada le inundó los pulmones. Se sorprendió salivando, estremecida por un atisbo de placer que detuvo su huida. Vio a Julián acudir junto a Nirvana y vio a Dante riendo, relamiéndose con gusto. Eva siguió retrocediendo hasta golpearse contra las puertas metálicas del ascensor. Le dio la espalda al festín en ciernes y apoyó una mano temblorosa sobre el frío metal, mientras con la otra apretaba sin parar el botón para llamarlo.

Las puertas se abrieron. En el espejo vio las fauces abiertas en toda su amplitud, casi partiéndole la cabeza en dos, las fosas nasales dilatadas como un depredador en plena cacería, las uñas transformadas en garras, las pupilas verticales que todavía conservaban un brillo pícaro. Se dio vuelta y la enfrentó, parada en el umbral del ascensor, impidiendo que las puertas se cerraran.

Nirvana la miró ladeando la cabeza, en un gesto de preocupación animal. Volvía a tener la sonrisa dulce, los rasgos delicados, la manicura perfecta, pero sus manos estaban bañadas en un carmesí que la nariz de Eva confirmó como sangre.

—No te vayas.

Nirvana le ofreció la palma. 

Eva no se despegó de su mirada mientras se aferraba a su muñeca y lamía cada pliegue de la mano. Una calidez comenzó a llenarle el cuerpo y la bañó de una calma que desconocía pero necesitaba.

El ascensor vibró junto a sus pies. Dio un paso al frente para salir del umbral. Las puertas se cerraron y el ascensor se fue sin ella. Inspiró profundamente y dejó que el olor la embriagara mientras se tragaba las lágrimas que otra versión de sí misma le había dejado ahí.