Pescar surubíes, por Candelaria Aguado

Ilustrado por Marianela Torrez

¿Se acuerdan cuando vivíamos frente a la plaza? Íbamos caminando a la iglesia San Roque y la gente les preguntaba a papá y mamá: “¿Todos estos niños son de ustedes?”, aunque ya sabían porque nos veían cada domingo, pero a mamá eso le gustaba. Ella sonreía y repetía cada uno de nuestros nombres acariciándonos el pelo: Rut, Jonás, Sara, Elías, Ana. Papá fumaba y sólo movía un poco la cabeza para saludar. Iban de la mano toda la caminata, y él la soltaba al llegar para comprar cinco de esos chupetines con forma de conito que vendía el carro en la puerta de la iglesia. Mamá no nos dejaba que fuéramos con él, entonces lo esperábamos bajo los arcos para entrar todos juntos. El vendedor –que ya le tenía preparados los cinco chupetines– intercambiaba algunas palabras con papá y aceptaba el cigarrillo que él le ofrecía. Papá le pagaba, guardaba  los chupetines en el bolsillo de la camisa, y entrábamos a la iglesia. Yo me pasaba la misa entera pensando en el sabor del caramelo.

El domingo después de que Ana murió la gente se acercó a saludarnos. Mamá les repetía que ahora su pequeña estaba mejor que nunca, pero papá no levantaba la mirada. Compró los chupetines como de costumbre, le dio un cigarrillo al hombre, los guardó en el bolsillo y entró solo. Ese día la música de la iglesia me hizo llorar. Mamá se acercó y me dijo al oído: “Ella está feliz con Dios, no le gustaría verte triste”. Yo me sequé las lágrimas con el puño del vestido e intenté pensar en los conitos.

A la salida el cura nos vino a hablar. Mamá asentía a todo lo que nos iba diciendo. Papá se puso a repartirnos los chupetines en orden: a mí, a Jonás, a Sara, a Elías. Cuando llegó al quinto, dejó la mano adentro del bolsillo y se quedó mirando hacia abajo. Mamá no le sacaba los ojos de encima. Yo empecé a sentir mucho calor, era casi verano y el vestido azul de lana me estaba asfixiando. “Yo me canto el chupetín de Ana”, gritó Sara. El cura, que estaba un poco sordo, seguía hablándole a mamá, pero a ella se le empezó a achicar la sonrisa y la cara se le puso más transparente, como si tuviera tanto calor como yo. Elías se largó a llorar. “petín Ana”, gritó furioso y le tiró del pelo. Sara le dio un empujón. Elías rodó por el piso de piedritas y Papá se agachó rápido para levantarlo y ahí se le escapó del bolsillo. ¿Se acuerdan de que Elías estaba casi morado conteniendo el aire? Le salía sangre de una rodilla y cuando largó el llanto todos se dieron vuelta a mirar, incluso el cura que por fin se calló. Sara agarró rápido el chupetín de Ana. Cuando Elías se dio cuenta, empezó a gritar desde los brazos de papá. Entonces mamá le arrebató el chupetín a Sara y lo estalló contra el piso y ella también se puso a sollozar. 

El siguiente domingo fue cuando papá dejó de ir a la iglesia. Ya estábamos listos así que fui a buscarlo y ahí me dio la plata y un cigarrillo. Mamá me llamó para irnos, bajé las escaleras y salimos. Antes de entrar a misa quise acercarme al carro pero mamá me tironeó de la mano. El hombre se quedó mirando, supongo que esperaba a papá. La cuestión es que me siguió dando la plata y el cigarrillo cada domingo. Nunca se los dije y tampoco le conté a papá que ya no comprábamos chupetines. Guardé cada billete y cada pucho en la cajita de cartón rosa del diario íntimo perfumado que me había regalado para mi cumpleaños tía Nené. Jonás se quejaba para no ir a la iglesia, y antes de salir Sara hacía siempre berrinches por la ropa. Para mí el problema era que ya no había conitos, pero mamá entre dientes dijo una vez que era todo culpa del “Malejemplo”. Yo me asusté con eso, tenía miedo que a Sara y a Jonás les pasara lo mismo que a Ana y se los llevaran al cielo. 

Al mes nos mudamos a Benitez porque mamá quería que estuviéramos cerca de su familia. Las cañas que esperaban la temporada de surubíes quedaron en el garage con el resto de las cosas de papá. A mí me quedó la cajita, con los billetes y los cigarrillos, y la foto, ¿se acuerdan, la que estaba en el pasillo de la casa? Papá en el centro alzando el surubí gigante y la sonrisa ancha, Jonás y Elías sosteniendo la cola, Sara haciéndole cuernitos a Elías. Mamá agarrándonos de los hombros y mirando a papá con Ana a upa, que se estiraba para tocarle el bigote al surubí. Atrás, el camping.

Me enteré por tía Nené. Dicen que fue de repente, sin sufrimiento. Me dieron ganas de venir, no dije nada porque fue rápido, o quizás la costumbre de no hablar de ciertas cosas. Me saqué esta foto como despedida, o recuerdo, o prueba, también. Así me quedó la cara después de agarrarme a piñas con la de la florería, pero me llevé la corona. No tenían para cobrar con tarjeta y yo nunca ando con efectivo. Solo tenía la cajita rosa, los billetes viejos, mínimos. En ninguna parte decía que no recibían tarjeta, incluso estaba la calcomanía de Visa pegada en la puerta de vidrio. Cuando la chica me dijo que no, le contesté que se fijara cómo hacer porque a la corona me la iba a llevar igual. Podría haber desistido, pero pensé que a él le iba a gustar, y ese círculo verde lleno de claveles tenía algo de evidente que yo también necesitaba. Fue una sola piña, el raspón derecho me lo hice tironeando del tallo de algún clavel. Logré abrir la puerta y salí corriendo. Crucé la calle, entré a la sala y dejé la corona arriba del cajón, que estaba cerrado. No saben el peso que me saqué de encima; no son nada livianas, quizás para que uno no se las lleve así como así.

Había una mujer parada junto al ataúd. Cuando me vio entrar así dio un grito tapándose la boca. Todos se quedaron en silencio. Uno de los empleados que estaba en la sala sirviendo café fue a buscar al guardia y volvieron los dos. La misma mujer los interceptó y les dijo algo que los tranquilizó . Yo todavía seguía agitada, así que me senté en un sillón frente a una mesita con café y sándwiches de miga. Agarré la azucarera y empecé a comerme el azúcar de a cucharaditas. Se me pegaba en los labios por el rouge. Eso me gustó. Y seguí, me sentía bien. La mujer parada junto al cajón me miraba. A su lado había una chica más joven. Hacía mucho calor y me empezó a transpirar la espalda, quería arrancarme el vestido negro. En ese momento me acordé de lo que le escuché a tía Nené alguna vez, de la otra familia. Fue el verano que nos llevó a visitar a sus amigos, pero creo que en realidad quería encontrarlo. 

Me empezó a faltar el aire y dejé la azucarera. A quién se le ocurre ponerse un vestido con cuello y mangas largas en pleno diciembre. Me paré para salir justo cuando cuatro hombres de traje entraron a la sala. La gente hizo silencio, levantaron el cajón. Un quinto agarró la corona. Yo apretaba la cajita adentro del bolso. La gente siguió a los hombres, caminando detrás del cajón. Nuestra corona iba al final. Por si quieren saber, la cinta decía “Por siempre en nuestra memoria, tus hijos”. Me salió así y creo que es bastante honesto: nadie puede borrarse nada.

En el auto me saqué el vestido. Salí a la ruta, no sabía a dónde ir. Por un momento se me ocurrió entrar al pueblo, ir hasta la iglesia y ver si encontraba al viejo de los chupetines; pero no pensaba volver a vestirme y seguramente a esta altura también estaría muerto. Seguí hasta el camping. Ya no había nada, como si la corriente lo hubiera arrastrado. Frené el auto algunos kilómetros después, bajé la ventanilla y tiré la caja rosa al río.