Fantasmas, por Tomás Montemerlo

Ilustrado por Horacio Petre

Un gajo blanco de cuero descosido colgaba de la pelota. Mirna le dio el pase a Lisandro que cruzó el patio de la escuela directo hacia el arco contrario.

—Última jugada —gritó la Seño Claudia y todos corrieron como las hormigas cuando se rompe el hormiguero. Lisandro pisó el área rival con pelota dominada y, antes de que la arquera saliera, pateó. Su remate se fue afuera rozando la piedra que hacía de poste.

—Un ratito más, Seño—dijo Mirna mientras iba hasta la palangana celeste a lavarse las manos.

—Ay, Mirna —Claudia le limpió la tierra de las rodillas—. Cómo te va a retar tu abuela Carina cuando te vea con el pantalón todo sucio. Tenés que tener más cuidado.

—¿Le gusta? ¡Es nuevo! —Mirna sacudió las zapatillas contra el piso y se puso el guardapolvo blanco antes de entrar de vuelta al aula. 

Ese lunes Claudia había traído un televisor panzón y una videocasetera. El estreno estaba prometido para después del recreo.

—Hoy vamos a ver un documental sobre los OVNIS. ¿Saben lo que es un documental?

—No —respondieron todos a destiempo.

—Es como una película, pero basada en hechos reales y que investiga acerca de algunos temas. ¿Y saben qué son los OVNIS?

—Sí —dijo Lisandro—. Es como la Luz Mala. Mi papá una vez vio uno.

—Mi abuelo también me contó de la Luz Mala —agregó Mirna.

—Que va a ver ese viejo borracho —se escuchó desde atrás del aula junto a varias risas. 

—Bueno chicos, sin faltarnos el respeto —intervino la Seño—. Ordénense por grados, por favor. Los de sexto y séptimo al fondo.

Mirna acomodó su banco en primera fila bien cerca de Lisandro, como siempre. 

—Acomódense que arranca —Claudia apagó la luz y cerró las cortinas para oscurecer el aula—. Y a los que vieron un OVNI los vamos a invitar algún día a que nos cuenten.

La Seño puso play. La cámara corría lenta sobre un cielo iluminado por estrellas mientras una voz en off relataba.

—Las Tres Marías, Seño —dijo Jesusa, la tía de Mirna que estaba en séptimo grado.

De repente la pantalla se puso toda negra. La oscuridad en el aula fue total. Lisandro le agarró bien fuerte la mano a Mirna. Primero oyeron un piano en tono menor, luego vino la voz y, después de unos segundos, un señor canoso apareció en primer plano. 

—Yo venía en mi moto por esta misma ruta una noche sin luna —dijo el señor mientras con el pulgar derecho se rascaba la nariz de la que asomaban pelos blancos—. De pronto, el cielo se iluminó como si fuera de día y vi caer la nave. 

—¿Cayó al lado suyo? —preguntó el periodista.

—Justo donde estoy parado. Me acuerdo clarito de esa cara angular que bajó de la nave y la luz que le salía de la boca. Era como… como… —dijo antes de soltar una lágrima— un fantasma.

Ahora fue Mirna la que le apretó la mano a Lisando. No pudo controlar el temblor en su brazo derecho. Primero sintió un pinchazo en la panza, después el chorro de pis entre las piernas. Pidió ir al baño. Salió de la clase arrastrando los pies y a la luz del mediodía vio la aureola dibujada sobre el pantalón nuevo. Caminó de memoria, con la mirada en las baldosas oscuras, tratando de no pisar las líneas. La letrina estaba separada de la escuela unos veinte metros. Antes de entrar miró al cielo y al mástil con la bandera que flameaba azotada por el viento norte. Puso la traba y se bajó el pantalón y la bombacha juntos hasta las rodillas. Esperó por lo que le quedaba de pis. Antes le salió una lágrima. La primera que luego dio lugar al río.

Cuando volvió al aula, la pantalla titilaba entre rayas grises y blancas.

—Vamos a dejar acá por hoy. —anunció Claudia y encendió la luz.

—Queremos seguir viendo, Seño —se escuchó desde el fondo.

—¿Les gustó?

—Sí —respondieron todos.

—Vamos a hacer una pequeña actividad antes de ir a almorzar. Los de primero, segundo y tercero van a dibujar lo que más les haya llamado la atención del documental y los de cuarto a séptimo quiero que hagan una descripción de lo que vimos e identifiquen los personajes.

Mirna abrió su cuaderno forrado con papel araña azul. Pasó las hojas hasta la última que tenía escrita. En el margen superior se leía Lisandro y Mirna envueltos en un corazón. Mirna apretó fuerte el lápiz negro y dibujó un fantasma envuelto en una sábana. Concentrada y sin levantar la vista no se dio cuenta que la Seño Claudia la observaba parada detrás de ella.

Después de almorzar bajaron la bandera en silencio y se despidieron con la promesa de seguir viendo el documental la semana siguiente. Mirna partió rumbo a su casa junto a sus tías. Jesusa pateó la Zanella tres veces hasta que por fin arrancó. Con su muñeca giró el acelerador para que no se apagara y esperó a que subieran para recorrer los seis kilómetros de tierra hasta el alambrado de su casa. Del otro lado las esperaba Carina. 

—Hola—dijeron las tres.

—Buenas tardes —Carina barría el patio de tierra que las gallinas se empecinaban en cagar—. ¿Cómo les fue? ¿Almorzaron?

Mirna se acarició la panza que todavía le dolía.

—Sí, Ma —dijo Paola—. ¿Y papá?

—Se fue temprano a cosechar sandías a lo de Don Lucio.

Mirna se acercó con pasos silenciosos a la yegua zaina que pastaba junto al alambrado. La acarició y le puso el freno. Le enganchó el carro y cargó cinco bidones azules. Chicha y Tobi, dos cusquitos, la siguieron. 

Avanzó lento por la picada. Al pasar por la ermita de ladrillo construida a la memoria de su madre Mirna frenó, como de costumbre. Tocó la foto de aquella nena de quince años que no llegó a conocer y se hizo la señal de la cruz. 

Cruzó el monte y, al llegar al horno carbonero, puso la mano entre el horizonte y el sol, como le había enseñado Lisandro, para calcular cuántas horas de luz le quedaban. Bajó del carro y se sentó a esperar.

Los pasos de un caballo la sacaron del letargo. Vio aparecer por el monte a Lisandro. Su amigo se bajó del tordillo y lo ató a un algarrobo viejo que daba una linda sombra.

Cuando entraron por una de las aberturas, una gallina salió corriendo por el otro extremo. Lisandro esquivó unas botellas, se agachó y levantó con las dos manos un huevo del piso. Mirna se paró en el centro del horno. 

—Se parece a un plato volador como los que vimos en la tele —dijo y levantó la vista para ver cómo entraba la luz por el respiradero del techo.

—¡Na que ve! Para mí los platos voladores son de chapa —respondió Lisandro apoyado en la pared de barro.

—Sos contrera, eh. Don Contrerita te voy a decir.

—No te enojé.

—Juguemos a algo —el eco repitió la voz de Mirna.

—¿A la novela?

—Dale. Vos sos don Manuel y yo la doña Emilia.

—Bueno, ¡empezá vos! —dijo Lisandro y se untó los dedos con carbonilla vieja del piso.

—Querido Manuel —dijo Mirna abriendo los brazos—. Por fin volviste.

—Emilia —con los cachetes pintados de negro, Lisandro puso la voz grave—, crucé todo el monte para encontrarte. Por suerte con lo que me pagaron por el trabajo en los hornos de carbón vamos a tener para pasar el invierno meta mate cocido y tortas fritas.

—¡No sabés cuánto te extrañé, mi amorcito! —dijo Emilia y se puso colorada de vergüenza.

Lisandro también se puso colorado. Le transpiraban las manos. El Tobi se acercó a una montaña de basura, levantó la pata derecha y meo. Los dos se rieron y les bajó un poco el calor.

—Quiero conocer a mi hija —dijo don Manuel.

—Primero lavate la cara. Con esa mugre la vas a ensuciar y está recién bañadita.

Lisandro se agachó y con las manos hizo que se tiraba agua.

—Ya estoy listo para conocerla —dijo con las manos y los pómulos todavía negros.

—Te la presento. Se llama Lucía —Emilia cargó al Tobi en sus brazos y se lo acercó.

—Angá —Lisandro le acarició la trompa al cusquito—. Hay que bañarla de vuelta, tiene olor a culo sucio…

—¡No! —Mirna soltó al perro —Don Manuel no dice angá ni malas palabras. Tenés que actuar en serio. Si no no juego más.

—Ay, bueno. Sos brava —dijo Lisandro.

—Si vamos a jugar, jugamos en serio.

Lisandro volvió a agarrar a Tobi.

—Qué felicidad conocerte Lucía. Te voy a llevar conmigo a los hornos así aprendés —dijo Don Manuel.

—¡No! Las gurisas no pueden ir a los hornos, Manuel. Pero vamos a hacer un hermanito para que ayude al papá. —dijo Emilia.

De pronto la Chicha se puso a ladrar y el Tobi la siguió. Asustados de que los hayan visto en el horno, salieron y se despidieron rápido. Lisandro subió a su caballo y se perdió en el monte.

Cuando Mirna volvió con los bidones cargados, Don Dalmiro todavía no había regresado. Carina preparó mate cocido con una rodaja de pan casero para cenar. El aire de noviembre no bajaba de los treinta grados. Paola y Jesusa propusieron sacar los catres al patio para dormir más frescas. 

—Yo no tengo calor —dijo Mirna. 

—Mir-na tie-ne mie-do —dijo Paola alargando las sílabas.

—No peleen, changuitas —dijo Carina—. Saquen los catres mientras yo termino de lavar los servicios. Y vos Mirna no les hagas caso. Yo te cuido. 

Todavía no había amanecido cuando Mirna se despertó agitada por una pesadilla. Abrió grandes los ojos. La noche estrellada le recordó el documental que habían visto en la escuela y una frase de su sueño le trajo un recuerdo. 

Algunos veranos atrás, Carina y sus tías debían ir al pueblo por unos días para hacer las compras. Aquella tarde las tres juntas se subieron a la moto en la que cuatro no entraban y Mirna se quedó a solas con su abuelo. Cuando ya no hubo luz, cocinó un guiso de arroz bien sopeado y comieron bajo el algarrobo iluminados por un farol a gas.

—¿Qué tal la escuela? —le preguntó su abuelo.

—Bien —dijo ella—. Mañana tengo prueba de matemática así que me voy a quedar un ratito practicando.

Durante la cena Don Dalmiro se tomó un cartón de vino con hielo que había ido a buscar a lo de Don Lucio, el único vecino del paraje con freezer a gas. Cuando la olla estuvo vacía Mirna levantó los platos de la mesa y buscó su carpeta. Mientras ella repetía una y otra vez los mismos ejercicios bajo la luz del farol, Don Dalmiro se reclinó en la silla y abrió con los dientes otro tinto. Pasó media hora hasta que el cansancio fue más que ella y cerró su cuaderno para irse a acostar. Los catres llevaban una semana en el patio. El calor era tal que dormir bajo el algarrobo les daba algo de paz. Al no estar su abuela y sus tías tendría toda la cama para ella sola. 

Estaba apenas dormida cuando sintió a su abuelo pegar su cuerpo al suyo. Sintió ese olor ácido mezcla de vino y transpiración que le recordaba a las navidades en familia. Don Dalmiro le levantó la remera y le susurró algo. El ritmo de sus palabras era lento como el monte y sus silencios.

—A los fantasmas les gusta verte sin ropa —le dijo su abuelo a oscuras mientras le corría el pelo de la cara y le bajaba el elástico del pantalón que usaba de pijama. 

Eso era lo último que recordaba de aquella noche.

Por el canto de los pájaros supo que faltaba poco para que empezara a clarear. Dio vueltas en la cama y cuando estaba casi dormida oyó llegar la moto de Don Dalmiro. Pasaron apenas cinco minutos hasta que empezó la discusión con Carina. La secuencia no era nueva. Después de los gritos solían venir los cinturonazos que aquella noche no se escucharon. Don Dalmiro caminó hacia el monte y los cuscos lo siguieron. Acostada sobre el catre que compartía con Paola, Mirna temblaba mientras escuchaba a su abuelo vomitar. Todavía estaba despierta cuando al fin empezó a amanecer.

El jueves después de la hora de la siesta los perros ladraron. Carina vio que alguien se acercaba en bicicleta y salió a los gritos tratando de calmar a las fieras. Jesusa, Paola y Mirna se asomaron.

—Permiso —dijo la Seño Claudia mientras trataba de aquietar su respiración—. Buenas tardes.

—Pase, Seño —respondió Carina—. Que linda sorpresa tenerla por acá.

Claudia apoyó la bici contra un poste y saludó con dos besos a cada una. Carina acercó una silla de plástico blanca y le pasó un trapo amarillo. Jesusa, Paola y Mirna salieron corriendo para el monte detrás de los perros que perseguían algo.

—Le voy a convidar una torta parrilla, recién hecha —Carina corrió la pava tapada de hollín del fuego—. ¿Preparo unos mates, Seño?

—No se moleste —dijo Claudia mientras se servía un pedazo.

Carina cargó el termo bordó con agua caliente y se sentó sobre un bidón. Le puso una cucharadita bien cargada de azúcar al mate. Tomó dos seguidos. El viento norte le acariciaba la cara a Claudia y movía sus rulos.

—¿Qué tal, Seño? ¿Cómo andan mis guainitas?

—Este año anduvieron muy bien y casi no faltaron. ¿Usted cómo anda?

—Bien. Dalmiro se fue a lo de Don Lucio a jugar al truco, vio —dijo Carina—. Y como estos días estuvo cosechando sandías le di permiso. ¡Quévahacer!

—Ay, qué rica está la sandía este año.

—La humedad del suelo y las lluvias tempranas ayudaron —Carina le estiró un mate dulce.

—Salí a recorrer un poco la comunidad —dijo Claudia. 

Sus tres alumnas reaparecieron entre el monte verde.

—Mire Seño, el Tobi cazó un tatú —señaló Paola.

—¿Probó alguna vez estofado de tatú? —acotó Jesusa relamiéndose.

—Changuitas, vayan a juntar las sábanas, hagan el favor.

Las nenas se acercaron y a los tirones descolgaron dos sábanas del alambre que colgaba entre árboles. Después se perdieron dentro de la casa de adobe. Claudia vio más al fondo una pila de botellas de vino.

—Hace unos días que la noto a Mirna como medio tristona, vio. ¿Cómo anda todo por acá?

—Bien, nomá —respondió Carina—. Usted sabe que está difícil la situación, pero igual le damos pelea.

—¿Y a Mirna cómo la ve? 

—Como siempre. Vio que ella colabora mucho en la casa.

—¿No notó algo raro en ella estos días?

—Aprovecho que vino para preguntarle algo. Vio que para el actito de fin de curso estamo organizando con los padres para hacer una cena a la canasta y nosotros vamo a poner un chivo —dijo Carina—. Le queríamos pedir permiso para vender bebidas así recaudamos unos fondos para la escuela.

—Bueno. Pero vamos a tratar de que el baile después del acto no se extienda mucho —Claudia sonrió.

—¡Claro! Y con lo que juntemo de la venta de bebidas el año que viene pintamo la escuelita.

—¡Sí! Le hace falta una lavada de cara para que esté más presentable. 

—Gracias, Seño.

—De nada. Como les gusta a las chicas jugar en el monte.

—Sí, se pasan la tarde entera y a veces yo tengo que salir a hacer mandados y las llamo a los gritos para que vuelvan.

—Y cuando usted sale a hacer mandados, ¿ellas se quedan solas?

—Sí, ya están grandes las guainitas.

—¿Y no se quedan con don Dalmiro?

—También. Depende si anda por acá o no. Porque él tiene su junta.

—Una última pregunta le quería hacer. Vio que a veces los chicos no cuentan todo lo que les pasa. Yo a Mirna la noto rara, incómoda. Como si hubiera habido algún cambio. Por eso le preguntaba si venía mucha gente de visita por acá.

—Ahora que lo dice, Seño —dijo y apoyó el mate en el piso haciendo una pausa—, se quedó asustada con eso de los ORBIS que vieron en la tele. No corresponde andar metiéndole esas cosas en la cabeza a los chicos.

—No se enoje, Carina. Y lo de los OVNIS fue un documental que vimos dentro de la materia de Ciencias Naturales.

—Don Dalmiro ya debe estar por volver.

—Claro —dijo Claudia y estiró las piernas—. Me parece que voy a ir yendo.

Jesusa y Paola se acercaron y la maestra se levantó de su silla para despedirse. Mirna llegó corriendo y le dio un abrazo que la Seño se agachó para recibir. 

Cuando subió a la bicicleta y comenzó a pedalear los cuscos la siguieron.