Churros bañados en chocolate por Carla Pinelli

Ilustrado por Veronica Becette

La tarde en la que iba a conocer a Noriel le avisé a Mirta que iba a dar un par de vueltas a la plaza, en un tono que intenté que sonara lo más espontáneo posible. Le prometí que iba a volver antes de que llegara él. Hacía más de un mes que no corría ni media cuadra. Tenía dos horas de tiempo e iba a huir de mi casa hasta que se hicieran las cinco menos cuarto y no me quedase otra opción que ponerle cara a la mejor y peor fantasía de mi vida.

Volví a la hora prometida, inhalando y exhalando despacio para intentar apaciguar la ansiedad que se me salía del cuerpo junto con la transpiración. Mamá se había tirado todos los trapos encima. Cada vez que se delineaba los ojos, el celeste le resaltaba el resto de su cara que era hermosa. Un parecido que la naturaleza me concedió como única herencia familiar, al igual que a Caro, mi hermana menor con la que nunca había guardado ningún secreto hasta el día que me mostró las fotos del pibe más hermoso de Barrio Norte. 

Fui directo a bañarme. Me limpié las uñas, agarré una esponja de mi mamá que parecía de peluchito y me pasé la espuma del jabón por la cara como si fuese la princesa Diana. Si cerraba los ojos automáticamente se me venía a la cabeza la imagen de él. De ahí a tocarme la pija estaba a un paso así que los mantuve abiertos, aunque el shampoo me penetrara la córnea. 

En frente al espejo del cuarto, me apoyé por encima del pecho las camisas más lindas que tenía para ver con cuál me quedaba y le saqué la etiqueta al pantalón que me había comprado el día anterior. Me excitaba la idea de que Noriel me pudiera ver como yo me sentía en ese momento, hasta que el llamado de Mirta me sacó del cuarto en menos de un minuto y me sentí un ridículo en el medio de la cocina, vestido como si fuese a un casamiento. 

En casa parecía que estábamos en la víspera de Navidad esperando a la familia completa, con esos platitos y pocillos de café que no usamos nunca en la vida salvo cuando vienen las visitas. No era solamente el novio de su hija. Para Mirta era el sueño hecho realidad. Mi hermana cortaba con el semillero del centro de estudiantes para presentarle, finalmente, a un chico que no vendía hamburguesas veganas en Agronomía los fines de semana.

Caro y Noriel se conocieron en una fiesta en el departamento de Agus, una de las mejores amigas de mi hermana desde que arrancaron el CBC y la única del grupo nacida en Avenida Las Heras. Agustina y él habían sido compañeros durante todo el colegio y si bien ella ya se lo había presentado en algún que otro cumpleaños, aquella fiesta fue la primera a la que Caro había ido soltera. Con los pantalones tiro alto y su metro casi setenta con las piernas largas, las remeras o los bodys que se ponía abiertos en la espalda y el rodete impecable en el pelo, Caro era la piba más linda sin importar dónde estuviera.

—¿Me vas a decir que no te parece lindo? ¡Dale! —me dijo riéndose el día que me agarró del brazo, me dio una lata de birra y me hizo un recorrido por su Instagram.

—Es lindo, sí, pero tengo el ojo acostumbrado a los zurdos.

En ese instante la odié. Caro sabía que me gustaban los nenes bien. Desde ahí los sentimientos se me mezclaron cada vez que me toqué pensando en aquella sonrisa y ojos achinados detrás de un par de anteojos. Un mes y pico haciéndome las pajas más tiernas de mi vida, sintiendo la leche tibia que se me escurría por las manos y tragando lo último que me quedaba en la punta de los dedos mientras me lo imaginaba acariciándome de atrás como se lo hacía a mi hermana. Pensé en eso mientras preparaba el café antes de que lleguen y me toqué el pantalón como si fuese un creyente frotando la estampita del Gauchito Gil, rezando para que no se me parara en cuanto lo viera.

Caro mandó un mensaje avisándome que estaban a dos cuadras y me temblaron las rodillas. Apoyé las dos manos sobre la mesada y me concentré en las gotas que caían por el agujerito de la cafetera hasta que los escuché abrir la puerta de calle. Mamá se paró al otro lado de la puerta, contra el respaldo de una de las sillas. De no saber quién era, Noriel hubiese pasado por un pibe del barrio sólo que con un pantalón Prada azul y una chomba Lacoste gris clarito que ayudaba a completar mi imagen mental de una espalda perfecta. 

Estaba cuatro veces más fuerte que en las fotos. Tenía una caja de confitería que indudablemente había comprado cerca de su casa. La tenía apoyada sobre la palma de la mano izquierda. Me dio ternura verlo todo contento y avergonzado a la vez. Yo me había dado vuelta y en la mesada tenía apoyada la cola. El café, mi dignidad y el respeto por mi hermana habían quedado atrás. 

Mientras él se dejó absorber gentilmente por mi vieja, Caro vino directo para la cocina y me preguntó disimuladamente qué me parecía. Me pasé la mano por la nuca, con la mirada en un punto fijo de la pared de enfrente y le sonreí. Me dio un beso, me corrió unos centímetros y me dijo que ella se ocupaba de servir el café. Me dijo «gracias» bajito, con una sonrisa de oreja a oreja y me sentí un traidor. Pero en cuanto giré la cabeza y me rescaté que estaba viniendo hacia mí, desapareció la culpa y la traición, Carolina y Mirta. Me quedé inmóvil, con la leche recorriéndome por el adentro de una pija perdidamente enamorada. 

—Al fin conozco al famoso Pipe —me sonrió y se acercó despacio hasta la mejilla derecha. Me dio un beso.

Hubiese gastado los sueldos de cuatro meses con tal de comprarme el perfume que tenía puesto para pasármelo por la nariz cada vez que me pajeara por el resto de mi vida. No tuve dudas de que ni mi hermana ni ninguna otra que se pudiera haber cogido Noriel lo amó de la manera en la que yo lo hice después de estar un segundo con los labios apoyados en su cachete para devolverle el beso.

Mientras ellas terminaron de poner las cosas, nosotros nos quedamos en la mesada. Tiró del piolín para desarmar el moño sin romperlo y abrió la caja de facturas, mientras me decía que tenía muchas ganas de conocerme y que, si bien era un poco colgado, esperaba no haber metido la pata. Dijo eso, «espero no haber metido la pata». 

—Estos te los traje para vos, Pipe —, y separó tres churros bañados en chocolate.

Noriel levantó la mirada y me dijo que entró a la confitería y compró mis facturas favoritas como si me estuviese confesando que tenía merca encima. Me apretó un poquito el hombro y agarró el plato donde había acomodado las facturas. «Bien ahí, Nori» le contesté en el mismo volumen, le di una palmadita en la espalda y lo miré mientras caminaba hacia la mesa.

Me hubiese gustado susurrarle que las tres o cuatro veces que hizo una sonrisita con la mano en los churros tuve que contar hasta cien para no tirar todo a la mierda y agarrarlo contra la barra de la cocina. Cada vez que le quedó dulce de leche en la punta del dedo y se lo chupó disimuladamente, el cerebro se me desparramó por todo el cuerpo hasta llegar a las manos con las que me toqué amorosamente casi todas las noches.

Con el tiempo me di cuenta que Noriel se chupaba los dedos siempre que comía algo que le gustaba mucho. Lo hacía con el dulce de leche y con los bastoncitos de muzzarella y las gotas del vino que a veces chorrean en la botella; por lo que cada vez que viniera, me aseguraría que hubiera alguna de las tres cosas en la casa.

Bastaron un par de juntadas en casa o las veces que fuimos al cine los tres o incluso cuando sumábamos a Esteban, mi mejor amigo, para darme cuenta que Nori tenía mucho más en común conmigo que con Carolina. Los dos éramos fanáticos de River y el arte en general. Podíamos hablar del penal que erró Gigliotti en el Monumental o la filmografía completa de Luc Besson con igual intensidad. Yo sabía mucho más de historia pero él cada tanto agarraba su celular contento, se me arrimaba y me mostraba una foto de los cuadros o ciudades que yo sólo conocía por internet. Cada vez que nos colgábamos hablando, todo lo que nos rodeaba se reducía a mis ojos clavados en su carita de alegría. 

El día que mi farsa casi vuela por el aire estábamos los tres en la terraza de casa. A Caro le había pegado el vino porque hacía mucho calor. Yo me hice el boludo en cuanto ella empezó a decir que bajáramos, que no se sentía muy bien. Nori estaba tirando unos pasos de cumbia y cada vez que entraba en ese estado, yo lo veía diez veces más hermoso. Deseaba con todo mi corazón que Carolina se descompusiera para que se fuera de una vez.

—¿Qué carajo te pasa? —dijo un poco fuerte, pero no lo suficiente como para que él la escuchara, mientras me giró del brazo para mirarme de frente. 

Atiné a contestarle pero no me escuchó porque me temblaba la voz. Le dije que no me pasaba nada. La agarré del codo, me la acerqué y la abracé. Quería pedirle perdón pero ya no podía separar mi chota de la sonrisa de Noriel. 

Él se acercó ni bien nos vio. Le apoyó una mano en la espalda y me preguntó qué había pasado. Lo miré por encima del pelo de Caro. Noriel la agarró de la mano, le acarició la nuca y le dijo que mejor se iban a acostar. Esperé que cerraran la puerta de adentro, apagué la música, la luz y me senté en el piso a tomar el vino que quedaba. Tomé hasta que se me fueron las ganas de largarme a llorar.

Desde ese momento, Carolina no volvió a traer a Noriel a casa. Con la luz tenue del velador del cuarto sentí una leche nostálgica recorriéndome la mano y comprobé que nunca había querido a alguien de esa manera. No volvimos al cine ni a vaciar botellas de vino los tres juntos riéndonos por cualquier boludez y sentí el miedo de tener que olvidarme de Nori y que nunca más una paja me regale cinco minutos de un amor como ese.

Él cada tanto me mandaba un mensaje recomendándome una serie, yo le pasaba el dato de un libro y nada más. Hasta el día en que me preguntó cuándo íbamos a hacer algo. Le contesté que seguramente nos estaríamos viendo pronto. No me lo creí ni yo pero el mensaje me sirvió para tomar distancia y soltar de a poco. Cada una de las veces que acabé en aquellas semanas, la sentí como una despedida. 

A Caro intentaba cruzármela lo menos posible, por lo que me iba a dormir al departamento de Esteban la mayoría de las veces que ella se quedaba en casa. Somos amigos desde los diez, estuvimos juntos un par de veces cuando recién empezábamos a salir a cualquier lado con tal de ponerla, pero los últimos años decidimos ser únicamente amigos. Esteban sabía que me había encajetado con Noriel antes de darme cuenta yo.

—¿En qué momento te volviste el puto más cursi del mundo? —me dijo la noche en la que me senté en el balcón y me puse a llorar ni bien llegué a su casa. No era necesario que dijera nada y mi amigo me lo hizo saber. A medida que me calmé, le conté de las veces que llevé el parlante a la terraza y puse cumbia para hacerlo bailar.

Esteban se agarró la panza cada vez que se tentó y yo seguí hablando a medida que él abrió la tercera y cuarta birra de litro. Yo también pude empezar a llorar de risa y se lo agradecí con un beso antes de irnos a acostar. Nunca dormimos juntos, ni las veces que garchamos. Después del beso, me dio un abrazo y me dijo que estaba todo bien siempre y cuando me mantuviera del lado izquierdo de la cama. Me dormí con los ojos llenos de lágrimas.

Me sentí mejor después de aquella noche. Me masturbé menos sintiendo que la tristeza ridícula por algo que nunca se había concretado daba paso al recuerdo.

Entonces, Mirta me avisó que había invitado a Noriel cuando la llamó por su cumpleaños. Llegó con Caro justo para cenar. 

Fingí que estaba todo bien y me repetí que las mejores pajas de mi vida habían quedado atrás. Me lo repetí una y otra vez hasta que se hicieron las once y media de la noche y nos quedamos solos. Durante la comida, con Carolina hablamos de pavadas mientras que con él empezamos a cruzar un par de chistes. Sentía los ojos de ella clavados en el cerebro cada vez que Nori me sacaba charla. Tenía puesta una camisa con flores chiquitas que se la ojeé cuando se levantó para ir al baño.

Mirta fue la primera en despedirse. A eso de las once pusimos una peli que Noriel venía rompiendo los huevos que quería ver. Era malísima desde el minuto quince pero cuando me preguntó qué me parecía, le contesté que estaba buena. Carolina nunca aguantaba una película entera cuando la empezábamos tan tarde, un dato que yo conocía a la perfección. Después de comprobar que con él nos seguíamos riendo de las mismas cosas, sentí que entre mi hermana y yo empezaba a resquebrajarse el suelo y emerger una corriente de agua que nos dejaría para siempre en continentes separados.

Me pregunté si ella también lo intuyó en el momento en el que le dijo a Noriel para irse a acostar y él le contestó que se quedaba mirando la película. «Nos quedamos con Pipe», dijo y yo sentí que me habían hecho una declaración de amor. Lo que siguió fue un Nori acercándose para darle un beso y la boca de Carolina corriéndose para un costado. A mí me dijo «chau» desde donde estaba y se fue al cuarto.

Terminó la película y casi por inercia junté las cosas de la mesa y las llevé a la cocina. Cuando volví al sillón, me encontré en el medio de la mesa con un vino que casi no habíamos tocado mientras comimos. Se había puesto mi buzo. Con los puños tapándole los nudillos, estaba parado al lado del sillón con cara de perro abandonado.

—¿Qué onda? —lo miré a los ojos y le sonreí. Me cayó la ficha de que era tarde para todo en cuanto vi que Noriel me sostuvo la mirada. Ninguno de los dos se movió hasta que él levantó la botella y tomó un sorbo del pico. Sentí mis labios secos y me di cuenta que tenía la boca entreabierta. El marrón clarito de sus ojos se me metió adentro del pantalón sin escalas. Con su sonrisa de doscientos dientes me acercó la mano a la cabeza. Sentí la punta de los dedos en mi cuero cabelludo y me despeinó. Se me vino la imagen de los churros con chocolate.

Le ofrecí fumar porro. No lo dejé pensar demasiado y en cuanto susurró un tímido fui directo al cuarto a buscar las últimas flores que me quedaban, en puntas de pie para que ni Caro ni Mirta se despierten. Volví y me senté en el sillón de un cuerpo, en diagonal a él. Acerqué la mesa y empecé a armarlo. Armé ese porro lo más lento que pude. Cuando pasé la punta de la lengua por la seda subí la mirada y vi que me estaba mirando la boca. Apoyé el porro en la mesa, serví el vino en dos vasos y le di un trago generoso al mío. 

Apoyó la palma de la mano izquierda sobre el almohadón de al lado e hizo una palmadita. Me senté lo más cerca que pude. Se descalzó y se cruzó de piernas arriba del sillón. Quedó de frente a mi cara. Le dio una pitada, tosió un poco, se rió, le dio otra y me lo pasó. Dejó caer la cabeza hasta que la nuca tocó el apoyabrazos y estiró una de las piernas encima de las mías. Suspiró, cerró los ojos unos segundos y los volvió a abrir.

Fumé un poco, tomé lo que me quedaba en el vaso y cuando me quise dar cuenta, tenía la mano en la pierna que había dejado cruzada. Lo acaricié sin mirarlo a la cara. Mis ojos estaban clavados en el pantalón. Se inclinó, dobló la otra rodilla y me tocó la parte de arriba de los dedos. Supuse que era para sacarme la mano que levemente había empezado a subir hasta llegar a la entrepierna. Me mordí el labio inferior para intentar que deje de temblarme la pera. Cuando levanté la mirada, Noriel no se había corrido ni medio centímetro. Estiré el brazo, le acaricié el cachete derecho con el dedo pulgar y me incliné. 

El primer beso fue chiquito, un pico sin lengua y con un ruido casi inaudible pero que a mí me entró en el cuerpo como si al oído me sonara el celular de Mirta con el volumen de la llamada en 80. Me quedé quieto. No me sacó ni se movió de donde estaba y lo volví a besar. Esta vez abrimos la boca. 

Sus labios eran más suaves de lo que me había imaginado. Sentí su lengua tocando la punta de la mía. Dejé que él llegara hasta donde quisiera. Le pasé la mano por encima del pantalón. Tenía la pija grande y dura. Le toqué el paladar con la lengua y me paseé por toda su boca. El mismo dedo con el que lo había acariciado, se lo pasé por los labios. Él hizo lo mismo y yo se lo chupé. Lo tenía tibio. Habremos durado un par de segundos, los segundos en los que tardó en separarse y preguntarme qué carajo estaba haciendo.

Parpadeé y sentí que se me empezaban a caer las lágrimas cuando Noriel me corrió de los hombros y se echó para atrás. Estaba pálido. Miró para arriba y respiró un poco agitado mientras se mordía los labios y se los metía para adentro de la boca. Yo estaba quieto en la posición que me había dejado. Cuando me di vuelta la vi parada al costado de la biblioteca. Nunca supe desde qué momento Carolina nos había estado mirando.