Mala astilla, por Marcelo Saavedra

Ilustrado por Valeria Reinhold

El Petiso del monte rondaba una vez más como todas las mañanas y me aferré a mis raíces en lo más profundo. La lluvia del invierno lo mantuvo alejado hasta que se terminó. Sostuve mi vieja corteza podrida, demoré el crecimiento todo lo que pude. Pero, cuando llegó la primavera y el sol me empezó a dar de lleno, pegué el estirón. La corteza se abrió para dejar ver mí madera dorada, que brillaba en el bosque. Fue como un faro para el Petiso que volvió encandilado con el Rengo y me rodearon.

Comenzaron a pegarme en el tronco, uno de cada lado con el hacha. Dejé caer una rama que venía aguantando y el Rengo no jodió más, pero el Petiso siguió. Endurecí el tronco todo lo que pude, igual me hacía sentir el filo en lo más profundo. Cuando me amputaban las raíces y me volteaban, arqueé mi tronco en el viento y caí para el otro lado. Un poco le di, gratis no se la podía llevar el Petiso. El golpe seco de mi tronco en el suelo interrumpió el silencio de los campesinos que contemplaban respetuosos. 

Cargaron mi tronco y lo dejaron apilado en el aserradero, fuera de mi tierra. Tenía un par de visitas diarias, nadie se quería perder el resplandor de la caída del sol en mi madera. Ninguno se animó a volver a ponerme una mano encima, les daba mala astilla y no querían trabajar en el fondo porque yo crujía fuerte por las tardes. Me había ganado el respeto de todos.

Las pilas de troncos iban bajando, hasta que un día me cargaron en una caja con los que quedaban y pude sentir, a medida que nos alejábamos, como se iba desvaneciendo el olor a tierra colorada. Después de varios días en movimiento y sin ver el sol, la caja se detuvo. Me bajaron en brazos unos muchachos que hablaban el lenguaje de mi tierra, esa música inconfundible, pero la tierra no era más colorada y la humedad me inundaba los poros.

Me cortaron y me separaron en varias partes a lo largo, pero estas eran manos amables no como las del Petiso. Quedé apilado como si fuera el mismo, pero estaba más fino. Me dejaron con maderitas que mantenían la distancia entre mis partes hasta que saqué la última gota de humedad y mi color no podía ser más dorado.

Una mañana me llegó la hora, era la madera que quedaba, sola, en el fondo, y tenían que hacer su trabajo. Acariciaron mi cuerpo con papeles que me volvían más suave una y otra vez, me dejaron recto, sin una curva, me unieron de una forma que desconocía. Y a los costados sentía dos pedazos de madera con la forma de los pájaros cuando vuelan todos juntos.

Esos brazos me hicieron sentir algo parecido al aleteo de las mariposas en mi tronco cuando llegaba la primavera, y mi madera dejó de estar rígida.

Cuando salió el sol, me di cuenta que a pesar de mi nueva forma podía crujir. Luego llegó Andrés, el lustrador, así se presentó, un hombre de la tierra y vivido. Se cambió, se preparó unos mates, puso una música triste y nos encontramos cara a veta. Me pasó su mano suavemente, le hice sentir mi condición de guatambú y el viejo lo sintió, supo que era más fácil hacer relucir mi color que tratar de taparlo. Me charló, incendió un palo santo, dijo varias palabras en el idioma de la tierra, y con sus manos de brujo, muy respetuoso de mi veta, hizo resaltar mi personalidad y quedé color dorado como la miel. Se me habían cerrado los poros por completo pero me sentía más fuerte, había recuperado mi bravura.

Luego llegó ella y pude sentir la dulzura de sus manos acariciándome. Me envolvieron en papel crujiente y al rato me estaba llenando de libros, algunas figuras de colores, y de vez en cuando, me ponía un jarrito con jazmines que inundaban la casa de perfume.

Luego llegó papá, con sus caricias y su aliento a menta. Después llegaron los niños con sus llantos como gatos y los que ya no estaban se convirtieron en fotos en mis estantes. 

Amanecer tras amanecer veía crecer a los niños en la casa, y esos días que mamá hacía las sopas de verduras y el vapor de los vegetales flotaba como en el bosque, descubrí el sabor de la familia. Me gustaba crujir en el silencio de la noche y sentirme un poco salvaje.

Cuando todos se iban de la casa, mamá me sacaba la tierra con un trapo suave. Y el sol me entraba de frente con el fulgor de su pelo ondulado en mi madera. Era un momento nuestro. Ella miraba los libros que cargaba en mis estantes, leía algunas páginas en voz alta y yo sentía que su voz era mía. papá era más del silencio, se paraba frente a mí, tomaba esa foto vieja cuando no había nadie y al darle un beso se le caían las lágrimas. Eso también me gustaba. 

Los chicos crecían y ya no metían la mano en la caramelera, ahora escondían cigarrillos armados entre los libros. Los padres peleaban todos los días un poquito más fuerte hasta que por arte de magia desaparecieron papá y la mitad de los muebles. 

Me quedé un poco más liviano, sin fotos y con menos libros. mamá ya no me limpiaba tanto y tenía novio nuevo. A m​i me hacía acordar al Petiso del Monte, siempre esquivando la mirada. Cuando nadie lo veía amontonaba un polvo amargo en mi estante del medio, que le quedaba a la altura de la mandíbula,  lo trituraba y lo aspiraba con una birome como si escribiera con la nariz. Eso me irritaba y mi madera crujía. Cada vez que se acercaba y apoyaba el vaso de whisky, dejaba su marca. En una de esas borracheras me pegó un empujón. Mamá le gritó, él levantó su mano y la golpeó. Otro día reventó una botella contra la pared y mi madera quedó impregnada en alcohol. 

El Petiso gritaba en cada discusión un poco más fuerte, tenía las manos más sueltas y casi siempre terminaban en la cara de mamá.

Esa noche ella estaba enojada y con miedo en la mirada, su voz temblaba. Le pidió que se fuera, pero el cobarde tenía otros planes. La golpeó una y otra vez, y cuando ella lloraba en el piso fue a buscar el cinto que había dejado en el sillón. Lo envolvió en su mano, lo estiró y caminó hacia ella. Con cada paso sentí en la madera lo mismo que aquella mañana que me hacharon en lo más profundo. Cuando me terminé de aflojar de la pared, esperé hasta que estiró la mano para apoyar la botella. Con ese peso, más el de su brazo borracho, simplemente me dejé caer. Sentí sus huesos crujir y el último aliento a whisky huir de su cuerpo. Las manos de mamá  me acariciaron en el silencio del alivio.