Juntos los cuatro, por Camilo

Ilustrado por Leonardo Lamberta

Mi vida romana, construida cuidadosamente durante meses de esfuerzo, había quedado congelada en el invierno italiano, junto con el trabajo que me permitía costear las clases de música del Maestro. Mi pareja, que me había acompañado desde Argentina en esta búsqueda artística, también estaba nerviosa esperando noticias de mi regreso. Pero no era sólo mi vida; la de toda la familia estaba ahora en pausa. Y, en el enero de Buenos Aires, yo sentía frío. Un frío chiquito, que se albergaba en mi pecho y me recorría el cuerpo hasta las extremidades en forma de temblor y fragilidad, un frío que me visitó cada mañana de esas dos largas semanas que compartimos junto a mi familia en la gran capital. 

Ese día me desperté tarde. El silencio reinaba en la habitación del hotel. De camino al baño, noté que mi madre y mi hermano ya habían bajado, pero mi padre reposaba sobre la cama. Sin decir nada, me acerqué y me acurruqué a su lado. La voz viva y profunda, que siempre me había ayudado a remontar vuelo, respiraba ahora lentamente y con algo de dificultad. Su cuerpo estaba frío, pero era un frío seco, más resuelto y eterno. Hice de su pecho y sus brazos un nido y, mientras escuchaba su débil corazón, lo abracé lento y con cuidado, para no romperlo. El tiempo de esa hora fue extenso pero ninguno dijo nada y, aunque era habitual que nos hiciéramos mimos, decidimos quedarnos quietos. A veces nos engañábamos con demostraciones de ternura para evitarnos el dolor. Durante ese lapso, el frío extraño que aquejaba la habitación se enterneció y se hizo temperatura en el gesto de amor. Envolviéndonos de a poco, el sueño nos reencontró allí.

Más tarde esa mañana, casi sobre el medio día y junto con un par de nubes, comenzó a asomarse la nostalgia. La reunión de la familia estaba terminando y sólo quedaban algunas horas para andar juntos los cuatro. Caminamos despacio las dos cuadras que nos separaban del Hospital Italiano. Esperábamos el resultado de los análisis postoperatorios, con la esperanza de que el panorama fuera más alentador y pudiéramos dejar un poco atrás el pasado de dificultades cardíacas y tumores, angustias y desesperaciones, decisiones apresuradas y sueños violentos con despertares helados. Ninguno habló; nos bastaba el silencio que se rompía con los torpes pasos de oso de mi padre, entremezclados con el ruido agitado del barrio de Almagro. Mi mamá entró con él. Yo me quedé esperando afuera, parado e inquieto, junto a mi hermano.

─Bro, quedate tranca. Vas a ver que de acá en adelante todo va a ir mejorando –me dijo, intentando darme confianza y tranquilidad mientras se sentaba sobre un muro bajito.

─ Sí, estoy tranquilo, es solo que…─respondí y él me miró fijo a los ojos.

─¿Tenés que volverte? Posta no te preocupes. Todos y más que nadie el viejo sabemos lo importante que es para vos estar allá. No tenés que dar ninguna explicación─. Su mirada dejaba entrever cierta angustia─. Dale, vení, sentate ─me ordenó con premura, mientras las manos le temblaban casi imperceptiblemente. 

Me acerqué al paredoncito donde estaba sentado. Lo limpié un poco con las manos y me acomodé a su lado. Sentí el muro hirviendo y miré por primera vez el sol ese verano. Mientras respiraba profundo, dejé de temblar y me alejé de los ruidos de la caótica ciudad, de las ambulancias que pasaban cerca, de los gritos frenéticos de los médicos. De a poco me fui refugiando en el silencio de la brisa, en la quietud de ese momento y en la profundidad de mis pensamientos.

La mano pesada y fría de mi padre, cuando se apoyó sobre mi rostro, me devolvió con un shock térmico a la realidad. 

─Por hoy terminamos ─pronunció con una voz dulce y cansina, intentando simular tranquilidad, al mismo tiempo que se esforzaba por esbozar una sonrisa. 

─Bueno, ¿y cómo sigue todo? ─pregunté, ocultando lo mejor que pude mi preocupación.

─Además de hacer la quimio y controlar que no haga metástasis, me dijeron que el corazón quedó algo debilitado después de la operación─. Su voz comenzaba a resquebrajarse, como el caramelo cuando se enfría. No lo dejé terminar, pero tampoco pude decir nada, solo atiné a pararme y abrazarlo. Quería compartir el calor que había estado acumulando. Quería sacarle ese frío interno que transmitía con su cercanía. Y tal vez fue el desahogo o el impacto de las temperaturas que se condensaron en mis ojos, pero no pude hacer otra cosa más que llorar. 

Mientras pasaban las últimas horas, las lenguas arrebatadas se desataban entre diálogos, las espaldas y los hombros respiraban y se erguían altos y enteros, y las mejillas dolían de tanto sonreír. Saber que dentro de poco estaría subiéndome a un taxi con rumbo a Ezeiza empañaba mi alegría.

Al regresar al hotel, mientras terminaba de preparar mis cosas, vi que mi familia se desparramaba sobre el colchón matrimonial. Me apuré a cerrar la valija y reservar el taxi que me vendría a buscar. Di un salto y aterricé entre mi hermano y mi mamá. Juntamos nuestras cabezas y nos quedamos en silencio. Descansamos un rato y, si bien el sol ya se escondía, la habitación permanecía tibia, tranquila. 

Cuando bajamos, el taxi estaba esperando acostado sobre el cordón de la vereda. El conductor, al darse cuenta de que uno solo era el que se iba, cargó el bulto y nos dejó el tiempo que necesitábamos para despedirnos. 

Mi hermano me apoyó las manos sobre los hombros y me envolvió en un abrazo de gran diámetro, firme y caluroso. Mi madre, que no era de hablar ni de hacer promesas en esos momentos, se acercó, me estrujó, se puso en puntitas de pie, me dio un beso largo y después varios cortitos. Hizo una pausa y el último beso fue apretado y con ruido; un código morse del amor. 

Con mi padre nos dimos un abrazo corto, una suerte de acuerdo mutuo y tácito, para protegernos el uno al otro. Era el modo que teníamos para estar tranquilos y poder seguir adelante. Después me dijo:

─Quedate tranquilo que pronto nos volvemos a abrazar. 

Me subí al auto en silencio y, mientras los veía hacerse chiquitos, volví a temblar. Al saludar a mi padre, había reconocido el frío perenne sobre su cuerpo. Tuve la sensación de que ya no nos encontraría más el calor del gesto entrelazado, que ese probablemente había sido nuestro último abrazo.