“Tomada la casa” de José Scasserra

Ilustrado por Ian Ekboir

I

Todo lo que tuvo que ver con la sucesión lo hice desde el departamento que alquilábamos en la calle Cangallo. Ni bien el papeleo estuvo listo, Soledad, Celeste y yo nos mudamos en una sola tarde y, antes de brindar entre cajas de cartón sin abrir, les mostré todos los espacios. La casa contaba con cuatro habitaciones de techos altos que se conectaban por pasillos con una sala principal a través de puertas de doble vidrio. Atrás, la cocina espaciosa; adelante, la escalera se convertía en zaguán hasta dar con la calle. 

Con Soledad dormimos en el cuarto que había sido de mis abuelos, y Celeste se tiró en la habitación donde yo me quedaba a dormir de chica. Aunque estaba cansada, me costó dormir. Soledad se quedó quieta al lado mío en seguida, y yo miré el techo. Los pasillos largos de la casa y las imágenes de la Virgen que mi abuela compraba con afán de coleccionista siempre me habían inquietado. Ahora, en la oscuridad, y después de años de no dormir ahí, me pasaba algo parecido. Soy una boluda grande, y bastante cagona para mi edad.

A la mañana siguiente preparé el mate con Celeste y las dos fuimos a la sala. A un lado, las cosas de Soledad se habían caído. Una de las cajas se había abierto, desparramando libros, camisas, corpiños y un poster viejo de Eva Perón. Le di el mate a Celeste y me puse a acomodar todo. 

– ¿Vos le abriste las cajas? – me preguntó.

– No… Se habrán caído… 

Seguí juntando las cosas. Soledad apareció un rato después. No dijo nada, pero me di cuenta en seguida que se había fastidiado por lo de las cajas: siempre que algo la ponía de mal humor apretaba los labios y se quedaba en silencio. 

Dedicamos todo el día a acomodar nuestras cosas en las habitaciones de cada una. Cambiamos sábanas, corrimos muebles de lugar, tiramos un espejo viejo (que nunca me había gustado) y sacamos un armario destartalado a la calle, para reemplazarlo por el nuestro. Cuando terminamos, ubicamos el televisor, tiramos unos almohadones en frente y pedimos algo en la rotisería para cenar mirando alguna boludez. Un rato después nos fuimos a acostar. De nuevo, Soledad se durmió en seguida, y yo clavé mi mirada en el techo, sin poder relajarme. Todavía no me sentía cómoda con la idea de ser la dueña de esas cuatro paredes.  

Nunca supe cuándo me dormí, pero sí cuándo me desperté. El timbre sonaba como si alguien tuviera el dedo pegado. El reloj marcaba las 02:43. Soledad gruñó al lado mío y la zamarreé para que se despertara. Las dos nos levantamos y nos asomamos al pasillo. 

El timbre seguía. Intenté moverme, pero algo me decía que me quedara quieta. De pronto, escuché un ruido al final del pasillo. Una silueta me miraba desde ahí. Se acercó, cubriéndose con su bata: era Celeste, que nos miraba intrigada. Bajó la escalera y el timbre se calló.  

– No hay nadie.  

– ¿Algún borracho…? – sugirió Soledad. 

– Eso no fue un borracho – Celeste estaba seria – ¿Alguna vez pasó algo así?

Negué con la cabeza. Sabía perfectamente lo que Celeste pensaba: era la típica torta mística, de esas saben de cosas ocultas y no pierden su oportunidad para especular sobre macumbas o gualichos. Yo dije también algo de un borracho y, sin ganas de seguir hablando del tema, volví a mi habitación. Soledad me abrazó, y las dos intentamos dormir. Desde la sala nos llegó olor a palosanto. 

La mañana nos encontró despiertas y con aire renovado. Seguimos acomodando mientras pasaban amigos a dar una mano. También vinieron unos compañeros de Soledad de la Unidad Básica a buscar ropa, sábanas y toallas. Después del mediodía llegó mi vieja para que le diera todas las imágenes de la Virgen que había por la casa, como me había insistido mientras intentaba evitar la sucesión. No quiso entrar y las recibió con el ceño fruncido. Le agradecí por haberse acercado.

– No vine por vos, vine por ellas – me contestó, abrazando las imágenes. 

Sin saludarme, se volvió a su auto. Yo cerré la puerta y subí la escalera, haciendo un esfuerzo para que su escenita no me jodiera. Llegué a la sala y vi que Soledad colgaba, en donde había estado la Virgen más grande, su póster de Evita. 

– ¡Ahora sí esto es un hogar peronista!

Le apretó sus extremos para fijarlo y lo soltó. Inmediatamente escuchamos un barullo tremendo que venía desde la cocina. Las tres corrimos hasta ahí. Desde las alacenas, las cacerolas parecían chocar entre ellas. Soledad se acercó, abrió una de las puertitas y los ruidos se apagaron.  

– ¿Ratas? – preguntó, con cara de asco. 

– Alguien no anda feliz con todo esto – dijo Celeste.

– Basta, boluda. No ayuda– le contesté–. Llegan a ser ratas y me muero.

– ¿Puede ser que tu abuela no quiera que estemos acá?

– Su abuela está muerta, nena– se apuró a contestar Soledad. Yo miré para abajo. Sentí que adentro mío se revolvía algo. Celeste se retiró de la cocina. Soledad me echó una mirada cómplice y le agradecí. Dedicamos casi media hora a abrir las alacenas, buscando lo que fuera que hubiera estado caminando por nuestras cacerolas. No encontramos nada. Por las dudas, Soledad se puso a lavarlas una por una, apretando bien los labios. 

Todavía inquietas dedicamos la tarde a pintar las paredes de la sala. Celeste se puso cómoda en la mesa y sacó un juego de cartas que llevaba siempre en algún girón de su chal. Las mezcló mientras susurraba cosas, y se puso a tirarlas en distintos órdenes. Yo pintaba intentando ignorarla y Soledad, para apañarme, se armó un porro. Al rato, las tres nos relajamos: nos pusimos a fumar, prendimos música y preparamos la cena. 

Comimos en silencio, agotadas. Cuando terminamos, me recosté contra Soledad, empezando a adormecerme. Ella me acarició la mano, y me dio un beso en la cabeza. En un instante, las luces de toda la casa se apagaron. Soledad alumbró en seguida con el teléfono y fue a chequear las térmicas. Yo me pegaba a ella, sintiendo un nudo en el estómago. Manipuló el panel y la luz volvió en seguida.

– No quiero ser chota chicas, pero acá hay algo raro– dijo Celeste. 

Nos quedamos en silencio. Soledad se cruzó de brazos, enojada. Yo no supe qué decir. De pronto, la cara de Celeste se iluminó con una sospecha.

– Dénse otro beso. A ver…

Soledad resopló impaciente; yo estaba por contestar, pero Celeste me interrumpió. 

– Hagan la prueba, por favor. Si no pasa nada, prometo que no jodo más con esto. 

Soledad y yo nos miramos con dudas. Finalmente, ella bajó primero los hombros, y susurrando algo así como “si con esto te dejás de romper los ovarios…” me encajó un beso largo y húmedo. Las luces se volvieron a apagar. Soledad levantó las térmicas, echando una puteada por segundo. 

– ¿Se dan cuenta? – preguntó Celeste abriendo bien los ojos–. Es con ustedes el tema. Fue justo con su beso. Duerman separadas hoy… sólo así podemos estar seguras…

Las dos rechazamos la idea. Yo dije que ningún fantasma me iba a estar diciendo con quién podía acostarme, sintiéndome más valiente al decir un disparate semejante. Le di la mano a Soledad y la empecé a llevar a nuestra habitación: con un estruendo, la casa quedó en tinieblas. Todos los foquitos se habían reventado al mismo tiempo. 

Las tres ahogamos un grito. Yo me pegué a Celeste, que sacó de la alacena unas velas que había guardado esa mañana. Las prendió y nos encerramos en mi cuarto, mirando el fuego. 

– Las cajas de Sole – dijo Celeste pensativa –. El timbre cuando durmieron juntas. Después, las imágenes de la Virgen, cuando se las diste a tu vieja. El póster de Evita. Ahora, el beso. Chicas, tenemos un fantasma en la casa. 

II

Si mudarse es algo agotador, hacerlo entre los recuerdos de mi abuela, las estratagemas de mi vieja, y las interrupciones de un fantasma machirulo y gorila que no me dejaba acariciar tranquila a mi novia fue casi una tortura. Por suerte, no estaba sola: con las chicas declaramos una emergencia doméstica, resolviendo que Rubén, como lo apodamos, se tenía que ir. Celeste, a quien tantas veces le habíamos tomado el pelo por su vocación de bruja, se volvió en seguida una voz de autoridad en la casa. 

– Rubén se va a manifestar ante todo lo que lo haga enojar – explicó mientras desayunábamos –. Lo mejor es andar con cuidado y no provocarlo. 

– ¿Y cómo lo rajamos? 

– Necesitamos averiguar quién fue. De dónde salió. Por qué insiste en reclamar la casa, y por qué lo hace ahora. Tu abuela no vivió todos esos años así… Pasó algo que lo hizo manifestarse. 

– Nosotras…– dije, amagando tocar el hombro de Soledad. Ella me miró y, con incomodidad, preguntó:

– ¿Tu vieja no tendrá algo que ver?

Nos quedamos en silencio. La idea se me había pasado por la cabeza, pero no había podido decirla. Por suerte, Celeste intervino:

– No lo creo. Esto tiene “Fantasma” escrito por todos lados. Y tu abuela no debe ser. Habría que aprender más de la historia de la casa… fíjense qué pueden averiguar. 

– ¿Y vos? – pregunté.

– Yo me voy a ir a consultar con el Aquelarre de Boedo, las mejores especialistas de la zona– agregó, con total naturalidad. Sin dar más explicaciones, terminó de desayunar y se fue a su cuarto. 

– Listo che– ironizó Soledad–. ¡Salvadas!

Yo me encogí de hombros. Levantamos la mesa en silencio. Soledad se quedó lavando los platos, y yo fui al estudio: la sugerencia de Celeste me había dado una idea. Entre el caos de libros y cuadernos, encontré el bibliorato donde tenía ordenados mis papeles, entre ellos, la escritura de la casa. Con esa caligrafía elegante de otros tiempos, decía que la señora Nélida Suárez recibía la propiedad del señor Julio Duarte Paz a cambio de una suma generosa de pesos argentinos. Me detuve unos segundos en ese nombre. Llevé la escritura a la sala y, entusiasmada, le conté a Soledad mis sospechas.

– Me parece que es éste…. Nuestro Rubén es el antiguo dueño. Julio Duarte Paz.

Al mencionarlo, la casa empezó a temblar. Con Soledad nos agarramos fuerte. Yo ya no sentía miedo, sino una rabia que nunca había conocido. “¡Esta casa es mía, viejo gorila!” le grité, podrida. En ese momento apareció Celeste, ya cambiada para salir, y empezó a hilar palabras, como una plegaria, mirando el techo de la casa. Acarició las paredes, mientras les chistaba suavemente, como a un chico que llora por haberse golpeado. El temblor fue cediendo hasta convertirse en un quejido que acabó por desaparecer. 

Le mostré la escritura de la casa, y Celeste sonrió. 

– Ya tenemos por dónde empezar. Necesito confirmar algunas cosas. Mientras tanto, averigüen todo lo que puedan sobre esta gente– dijo, levantando la escritura. 

Celeste salió y nosotras nos pusimos a trabajar. Buscando en internet, descubrimos que la familia Duarte Paz (nombre que nos cuidamos de no decir, y que reemplazamos por “Los Rubenes”) poseía estancias por fuera de la ciudad y que acostumbraba engendrar generaciones de más de diez hijos, todos desperdigados por zona norte. Soledad se rio, imaginando la indignación que semejante familia debía haber sentido al tener que renunciar alguna de sus propiedades a la recién aparecida clase media. Se imaginaba a Rubén celebrar el cáncer y el bombardeo a Plaza de Mayo. Nuestra casa estaba tomada, con todas las letras, por el fantasma de los gorilismos pasados. 

Celeste regresó unas horas después. Tenía un aire sabiondo y callado, que no ayudó a mis nervios. Sacó una bolsa con un olor espantoso y dijo que ya tenía casi todo lo que necesitaba. 

– Falta solamente que vos, Soledad, vayas a tu Unidad Básica. Trae todo lo que sientas que pueda molestar a Rubén. 

Sin decir más, se encerró en la cocina. Soledad, incómoda, me sonrió.  

– ¿Se te ocurre alguna idea mejor? – le contesté, antes de que pudiera protestar. Yo nunca había sido muy peronista, ni entendía mucho las cosas de las que Soledad me hablaba cuando volvía de sus reuniones de militancia, pero si eso era necesario para recuperar mi casa, me abanderaría debajo del escudo Justicialista sin pensarlo dos veces.

Unas horas después, las dos volvimos a la casa con nuestras mochilas llenas de cosas que nos prestaron los compañeros de Soledad. Ni bien entramos nos tuvimos que tapar la cara: el olor espantoso que largaban las hierbas de Celeste ahora estaba en toda la casa. Putié por lo bajo a Rubén. 

Ninguna de las dos se animó a entrar a la cocina. Desde la sala, escuchamos cómo Celeste manipulaba cacerolas, mientas cantaba y recitaba cosas que no entendíamos. Casi una hora después se asomó a la sala. 

– ¿Todo listo?

– Si. ¿Lo tuyo?

– Necesita reposar unas 24 horas… me dijeron… Es la primera vez que preparo algo así. Pero seguí la receta, así que debería salir bien…

– ¿Y si no sale bien? – preguntó Soledad.

Celeste se sentó, ignoró la pregunta, y empezó a explicarnos lo que faltaba: en 24 horas, con la poción lista y lo que habíamos traído de la Unidad Básica, las tres realizaríamos nuestro exorcismo peronista.

III

Celeste siempre había dicho que las brujas son mujeres de palabra. No se equivocaba: pasó todo el día siguiente en una reunión con el aquelarre (en la cual nosotras no pudimos participar) a la que fue “para aclarar algunas dudas”. Soledad y yo la esperamos en la casa, intranquilas. 

Cuando la tarde empezó a caer, escuchamos el ruido de la puerta. Celeste entró y subió la escalera. En ese momento los cimientos de la casa comenzaron a crujir. Evidentemente, el viejo gorila se sentía amenazado. Celeste llegó a la sala, chistó como había hecho el día anterior, y el murmullo se apagó. Con un movimiento seguro de la cabeza, le indicó a Soledad que trajera sus cosas. 

Yo corrí los muebles de la sala. Tomé algunos almohadones y los puse en el centro, mientras Celeste prendía algunas velas. Soledad volvió con las mochilas, pero no las abrió. Las tres nos pusimos unos escapularios que Celeste nos dio “para protección”. Estaban hechos con hilos de choripán y hojas de nomeolvides.

Nos sentamos en ronda. Celeste puso en el medio una petaca con lo que fuera que había preparado. Nos indicó que le diéramos el primer trago. Soledad lo hizo con seguridad, a mí me costó un poco más; era un jarabe agrio con un gusto horrible. Le di un sorbo y volví a poner la petaca en el medio. Celeste comenzó a recitar:

 – Juan Domingo, General Perón, autor de la doctrina de la tercera posición, fundador de la tendencia y capitán de los descamisados, pedimos tu auxilio en esta noche aciaga para cortar de raíz las amenazas terratenientes que pretenden quitarnos lo que es nuestro. 

Yo casi largo una carcajada, pero Soledad me miró con severidad. Celeste no se dio cuenta: tenía los ojos cerrados y las manos en alto. A nuestro alrededor, la casa temblaba. Rubén entendía lo que queríamos hacer. Celeste abrió los ojos, e indicó que tomáramos otro trago de la petaca. Así lo hicimos, y volvió a recitar: 

 – Evita, santa Evita, abanderada de los humildes, Hécate de nuestro aquelarre, invocamos tu presencia en esta sala para protegernos y librarnos de una vez por todas del yugo oligárquico que impide la realización del proyecto Nacional y Popular.  

Del techo, el cielorraso comenzó a desmoronarse. Sentí que mi estómago se contraía. Celeste parecía en trance, Soledad me agarraba la mano. Las tres le dimos un trago más a la petaca y, bajo las instrucciones silenciosas de Celeste, nos pusimos de pie. 

Soledad abrió las mochilas y sacó una copia del escudo Justicialista, un cuadro de Perón, otro de Evita, y una foto del Pingüino, que colgamos en la pared. Celeste puso en la biblioteca ejemplares de La razón de mi vida, La comunidad Organizada y la Doctrina Peronista, mientras yo tiraba por la ventana las obras completas de Borges, una edición en cuero de la historia de Mitre y dos libros de Martínez Estrada, que nunca leí. El suelo seguía temblando y desde la cocina llegaba nuevamente el barullo de las cacerolas. 

  Celeste cantaba la marcha, Soledad pintó la V y la P en una pared del costado, mientras yo alzaba mis dos dedos en alto por primera vez en la vida. No sabía muy bien qué quería decir, pero seguir haciendo enojar al viejo me encantaba. Todo a mi alrededor daba vueltas. Soledad se acercó y me tomó de la cintura. Nos manoseamos como no hacíamos hace tiempo, y nos dimos unos besos con lengua mientras escuchábamos que el timbre sonaba. Celeste se acercó, y la sumamos a nuestros juegos (no sería la primera ni la última vez). Las tres nos acariciamos, nos besamos y nos mordimos, sintiendo que el calor nos subía desde abajo. Los muebles caían contra el piso. El viejo estaba furioso. 

– Aflojá, chabón, ¡Es un poco de tijera nomás! – lo provocó Soledad. 

Empecé a sentir que mi vista se nublaba, y los sonidos se apagaban. Celeste nos lo había advertido: el brebaje estaba surtiendo efecto. Tambaleándome, saqué de la bolsa una bandera de la jotapé y otra de Montoneros. Las colgamos en uno de los pasillos mientras entonábamos la estrofa “del fusil en la mano”, entre el barullo del timbre y las cacerolas, que cada vez se hacía más distante. Con dificultad escribí con el aerosol “Tiemblen gorilas, ¡Tarzán es peronista!” en otra de las paredes, mientras Soledad empezaba a tocar el bombo y Celeste ataba un corpiño a un palo y lo usaba como bandera. 

La rabia de Rubén se hacía sentir, pero nosotras ya actuábamos por inercia: trajimos un fuentón del lavadero, lo llenamos de agua, y le metimos las patas adentro. Miré para abajo, y vi que el fuentón ya no era un fuentón, sino que el fondo era de piedra, y se extendía metros a la redonda. Acabábamos de meter los pies en la fuente de Plaza de Mayo. A nuestro alrededor, se sumaban compañeros de todos los suburbios porteños. 

La casa quedó atrás. Nos besábamos, nos tocábamos, y bailábamos cumbia en una marcha, o tomábamos mate en reposera: cualquier cosa con tal de hacer enojar a los gorilas. Fuimos bestias que soñamos con vacacionar en Mar del Plata, exigimos estar en blanco, abrimos el monotributo y protestamos por el monotributo. Mientras tanto leímos la doctrina del General, coqueteamos con el socialismo, con el fascismo, con la Iglesia Católica y con el liberalismo. Escribimos libros de texto para la escuela primaria, dibujamos a “ésta mujer” chapando con “esa mujer” y propusimos un sueño. Los domingos hicimos choripán, los lunes llegamos tarde al laburo, los viernes gritamos “Viva Perón”, pero siempre hicimos 5 minutos de silencio a la hora en que la Jefa Espiritual de la Nación nos dejó. Renunciamos a la vicepresidencia, apostamos a la industria nacional, gritamos “imberbes” traicionándolo todo, nos sustentamos en el consumo interno, cortamos rutas, puteamos a la CGT. Embalsamamos a Evita, invocamos su espectro, poseímos a Isabel. También tomamos la casa, festejamos con el monstruo, nos violamos al unitario, nos sumamos al malón, exterminamos al malón, hicimos buenas migas con Franco y con la Unión Soviética (porque la tercera posición es el bien argentino), levantamos banderas contradictorias, nos bancamos la contradicción, celebramos el jolgorio, nos abrazamos en ficticia hermandad, luego nos disputamos una buena interna y, por último, entonamos la “más maravillosa música” de todos los tiempos. 

Las tres abrimos los ojos al mismo tiempo. Estábamos nuevamente en nuestro living. Respiramos agitadas, sin entender lo que acababa de suceder. La casa había dejado de temblar, aunque todo se encontraba alborotado, dado vuelta. Ante nosotras, finalmente Rubén se había manifestado: sus contornos eran difusos, pero podíamos distinguir sus rasgos finos tomados por el odio. Celeste se incorporó trabajosamente y, sin perder el tiempo, le ordenó:

– ¡Volvé de donde viniste! ¡A la tumba! ¡A la tumba! ¡Esta casa ya no es tuya! ¡Está llena de grasas! ¡De ahora en más siempre habrá un “hecho maldito” que te condene al sepulcro y al olvido!

El viejo pataleó y golpeó el aire con sus manos. Celeste se tambaleó: ambos parecían estar combatiendo, haciendo esfuerzos por torcer la voluntad del otro. Finalmente, el viejo se dobló hacia abajo, y mi amiga logró erguirse. La silueta de Rubén comenzó a disolverse, emitiendo un quejido horrible. Las tres miramos el espectáculo, abrazadas. Lo habíamos logrado. Por una de las ventanas se fugaba un brillo que distinguimos como el último rastro de Duarte Paz, que renunciaba a su reclamo sobre mis cuatro paredes para regresar, maldiciendo, a su lujoso mausoleo en Recoleta, seguramente más grande que toda mi casa.