“Colmar el territorio” de Paula Yeyati Preiss

Ilustrado por Charly D’Have

Ese diciembre habíamos decidido pasar las fiestas todos juntos en la cabaña. Quedaba apretada para cinco hermanos y su prole, pero era la casa familiar y parecía haber un mandamiento implícito que nos comandaba a todos: colmar aquel territorio que nos pertenecía y llevaba nuestro nombre en la entrada. Había que reclamarlo y formar su comunidad. Le aseguré a Moni que no hacía falta ir, que podíamos quedarnos en Buenos Aires como habíamos hecho tantas veces, recibiendo Año Nuevo desde la terraza. Teníamos nuestro espacio, nuestros amigos, y eso era más que suficiente. Pero ella insistió, dijo que necesitaba el movimiento y el ruido constante para distraerse y mantenerse a flote.

Llegamos con el pelotón, escondidos entre la multitud. Mis hermanos eran muchos, todos de voces gruesas y risas ruidosas. Se expandían y ramificaban en nenas y nenes pecosos, mujeres de sonrisas brillantes y perros entrenados. Moni y yo nos sentíamos insuficientes en comparación, ocupábamos apenas dos humildes lugares en la parte de atrás de una de las camionetas de la comitiva. Como siempre, pasábamos desapercibidos entre tanta vida desmesurada. En especial Moni, tan retraída esos días que tenía miedo de perderla entre los asientos del auto, detrás de las ramas de los pinos o en el pasto crecido, cada vez que se acostaba sobre la tierra acolchonada y miraba hacia arriba para el cielo. 

Los segundos en aquel lugar avanzaban con su propio ritmo, perezosos. Entre mañanas dispersas y anocheceres cargados de olores y llamados a cenar, deambulábamos por el bosque, protegiendo nuestro silencio como un pacto ritual, una pausa necesaria. Las palabras solo molestaban esos días, no parecían significar nada en sí mismas. Nos gustaba salirnos de los caminos y andar juntos por encima de las raíces, solo nosotros en ese mundo verde. Era liberador explorar rutas nuevas y tierra virgen. Nuestras manos cada tanto tanteaban la distancia que nos separaba. Se encontraban brevemente, justo debajo del ombligo de Moni. Perdidos entre las ramas, sosteníamos una complicidad que era nuestra, que no le pertenecía a nadie más. Pero después siempre tocaba volver, buscar el sendero común que llevaba a la casa. 

Entre el bosque y la puerta de entrada, el jardín rebalsaba de chicos e insectos que lo cruzaban en direcciones erráticas; los esquivábamos con cuidado cada vez que queríamos volver bajo techo. Adentro también había que estar atentos; mi familia tenía la costumbre de interceptarnos con preguntas repentinas sobre nosotros y nuestros planes, para las que no teníamos respuestas rápidas ni convincentes. Había que disimular nuestra ausencia, porque no estábamos realmente ahí, sino en otra parte: hundidos en el fondo del vientre de Moni, contando para adentro cada día nuevo, cada hora con mayor ansiedad. 

La noche del 24, entre voces infantiles y promesas de fuegos artificiales, nos permitimos susurrar. Era una noche perfecta para pedir deseos y creer que sí, que tal vez se pudiera, que por qué no. Me acuerdo que bailamos con los demás; brindamos y alzamos las copas. Aun así, la cajita blanca permaneció guardada en mi mochila. En año nuevo, dijimos en la madrugada de Navidad, decididos a esperar un poco más. El 31 tenía connotaciones tentadoras: era una fecha de transformación, en la cual mágicamente podía invertirse la marea. “Esta vez siento que algo va a cambiar”, me dijo Moni. “Siento que yo cambié”. 

Pasamos las horas de aquel interregno de tardes cálidas e inmóviles alrededor de la hamaca paraguaya, mientras las demás familias paseaban por el lago o jugaban a la pelota bajo el sol. Moni espiaba las pisadas infantiles que revoloteaban por el pasto, chicos que volvían con el pelo mojado y ojos cansados a dormir la siesta, llevados de la mano por sus mamás. Yo, sentado a un costado con mi libro, simulaba leer mientras la observaba mirarlos.

El último día del año, la casa vibraba con actividad. Mis hermanos se amontonaban en torno al fuego; el asado del cordero fue planeado y dispuesto como un símbolo viril que debía ejecutarse con precisión. En la cocina, sus esposas marcaban un contrapunto, terminando los demás preparativos. Los chicos tenían un libre pasaje entre ambos ambientes y dibujaban con sus recorridos un péndulo entre el fuego y las sombras del interior de la casa. Moni y yo mirábamos todo desde la hamaca, en nuestro limbo. Habíamos intentado ayudar en los dos espacios, pero fuimos rechazados con amable firmeza. Las tareas ya estaban repartidas y solo estorbábamos. No nos quedaba otra cosa que aguantar con paciencia la llegada de la noche. Se hacía difícil, parecía que hubiéramos estado esperando desde hace de siglos. Más precisamente, desde hacía dos años y medio. Había hecho la cuenta esa mañana, sin querer. 

Se hicieron las 23:30 hs, y nuestra comunidad se amontonó alrededor de los fuegos artificiales: todo un armamento de pólvora transportado en los baúles de las camionetas, listo para explotar entre las montañas. La infinita mesa plegable que habían armado en el jardín quedó abandonada, cubierta de restos fríos de carne, ensalada rusa y botellas vacías. Nosotros nos quedamos atrás y esperamos a que todos nos dieran la espalda. Mientras ubicaban los fuegos, servían el champagne en las copas y despertaban a los chicos que dormitaban en sus sillas, nos escabullimos. 

La casa estaba a oscuras a excepción de la cocina. Subimos los escalones al segundo piso de forma acelerada, a ciegas. Nos tropezamos el uno con el otro un par de veces, con pasos torpes y nerviosos. Sentíamos el hormigueo del secreto compartido, del momento inminente. Moni me esperó en el baño mientras yo iba al cuarto a buscar mi mochila. Frené un segundo en la ventana del dormitorio para mirar hacia afuera. Por primera vez me dejé sentir envidia de aquel grupo reunido alrededor del festejo: vi, a lo lejos, como uno de mis hermanos encendía una estrellita y se la ofrecía a uno de los chicos, su hijo. Me invadió un rencor fugaz, y cerré la ventana. 

Moni me esperaba sentada en el inodoro, con la vista fija en la pared contraria. Extendí la cajita blanca y ella la agarró: fue como un extraño pase de postas. Mis manos ya no servirían más de ahí en adelante, cayeron inútiles sobre mis piernas y se dedicaron a jugar con el borde de mis bolsillos, intentando mantenerse ocupadas. “Date vuelta”, me dijo Moni, mientras se levantaba el vestido floreado por encima de los muslos. Antes de girar llegué a ver la bombacha deslizándose por su cadera. 

Al poco rato, su cabeza se apoyó sobre mi hombro. El palito blanco descansaba sobre la pileta, al lado del frasco con los cepillos de dientes. “Cinco minutos son una eternidad”, me dijo, mientras me abrazaba fuerte. Sentí sus latidos acelerados contra mi espalda y temí que se evaporara en el aire antes de que se cumpliera el tiempo. 

De a poco, nos hundimos juntos hasta alcanzar los azulejos del piso helado. Nos hicimos lo más chiquitos posible, una bolita, y escuchamos en trance las voces que venían de afuera, los ladridos, las risas. El palito blanco seguía en su lugar, una bomba de tiempo a un metro nuestro. Cuando oímos la cuenta regresiva, supimos que se había hecho la hora. Antes de que pudiera decirle nada, ella ya se había parado y se había acercado a la pileta. Sentí escalofríos recorriéndome el cuerpo cuando me levanté con las piernas dormidas y caminé hasta donde estaba. En silencio, ella observaba el objeto entre sus dedos. 

No necesité verlo para saber. La falta de palabras fue, a su manera, una respuesta. Envolví a Moni con mis brazos y la sentí temblar, mientras dejaba caer el test. Volvimos al piso, a los azulejos fríos, a formar una bolita. Cuando llegaron los últimos números, nos apretamos con fuerza y nos sentimos minúsculos, más ínfimos que nunca. El grito de feliz año nuevo hizo eco en las paredes del baño.