“Magalí” de Julieta Bossi

Ilustrado por Löes

Entré al aula con mi cuaderno en blanco, una birome y tres fibrones para pintar los apuntes. Me senté adelante y me perdí entre los carteles pegados en las paredes. Tenía sueño, sólo pensaba en volver a mi casa y dormir.

A las nueve y diez entró el profesor. Me acomodé en la silla y lo miré de arriba a abajo. Saco de terciopelo bordó, camisa blanca con el primer botón desabrochado, jean oscuro y zapatos marrones. Pelo enrulado negro, pero con unas canas que se asomaban, ojos miel, barba de una semana y una mirada de esas que si te las cruzas son imposibles de mantener. En ese momento pensé este tipo no puede estar más bueno. ¿Cuántos años tendrá? ¿Estará casado? ¿Tendrá hijos?. No usaba anillo, pero nadie se casa ni usa anillo así que eso no me daba mucha información.

Se presentó. Docente, investigador del CONICET, fanático de las novelas históricas, integrante del Observatorio de Medios, activo en la lucha por la reforma universitaria y encolumnado en el partido socialista. Hablaba con una voz fuerte y clara, sus palabras demostraban seguridad, y capturaba la atención de su público dando ejemplos, haciendo chistes y generando cercanía.

Cuando terminó la clase, me estiré bostezando para llamar la atención.

¿Tan aburrida estuvo la clase? —comentó.

No para nada, sólo que estoy muy cansada, ayer me colgué leyendo hasta re tarde.

Hace cuánto no me daban esa respuesta se fue y suspiré como en las novelas de la tarde.

Sus clases fueron cada vez mejores y yo no me perdía ninguna. Explicaba temas muy complejos de una manera simple, lo que hacía que no solo entendiéramos los textos, sino que quisiéramos ser como él. Era la encarnación de Marx, Bordieu y Weber juntos. Cada vez que entraba me ponía colorada y me latía fuerte el corazón. Cuando había cruce de miradas sonreía y me mordía el labio, él apretaba la boca escondiendo su sonrisa. En todas las clases me hacía participar y se acercaba a mi escritorio cuando hablaba. Yo, embobada, pensaba en lo increíble que sería nuestra vida juntos. Una casa llena de libros con un gran living en donde se dieran discusiones políticas, irnos de vacaciones al sur, tener hijos y que se llamen León, Carl y Saskia.

Como parcial nos pidió un trabajo práctico. Fue difícil, muy difícil, pero yo quería ser la mejor. Necesitaba impresionarlo, asi que leí, releí, y me quedé toda una semana sin dormir pero valió la pena. Me puso un diez.

Me encantó tu trabajo, Magalí, el mejor de la clase. Tenes una forma de escribir muy clara y atractiva. Se nota que lees mucho. En las clases me daba cuenta que eras una alumna diferente y en el trabajo lo demostraste, un gran análisis.

Fue imposible no enamorarme, pero sólo atiné a darle las gracias. Después de eso, se instaló cierta confianza entre nosotros. En las clases nos mirábamos como si sólo fuéramos dos en el aula, y siempre nos quedábamos charlando al terminar.

Desde chica me gustó leer y escribir. Soy de Necochea, una ciudad en la que leyendo me alejaba de lo aburrido que me resultaba vivir ahí. Además, corría con ventaja, mis papas tenian una librería, la más grande del centro. En el colegio era un bicho raro. Aunque por suerte éramos dos, también estaba Sofi. Nos la pasábamos juntas escuchando música, tocando la guitarra, fumando entre los árboles y mirando las estrellas. Cuando a los 17 les dije a mis viejos que me iba a Buenos Aires a estudiar Comunicación Social, no se sorprendieron, no esperaban otra cosa de mí. Con Sofi nos mudamos a la capital, a un departamento en Agronomía.

Vivir con Sofía era divertido, habíamos pasado juntas toda la adolescencia. Yo sabía muy bien cómo era, y ella sabía cómo era yo. Ella una chispa, por toda saltaba, argumentaba, discutía, defendía. Era combativa. Estudiaba Sociología y le encantaba hacerse escuchar. Yo, por el contrario, llevaba los pensamientos por dentro. Si tenía que decir algo lo decía, pero sabía convivir con la gente que no pensaba como yo.

Para bancarme trabajé de cualquier cosa, hasta que enganché un puesto de preceptora en un colegio. Ella probó en distintos rubros, pero de todos la echaron, se peleaba con los clientes de los restaurantes, respondía mal en los negocios. Mucho menos servía para un callcenter. Se metió en la militancia, en el centro de estudiantes y consiguió trabajo en la fotocopiadora de la facultad. Ahí también trataba mal a los clientes, pero estaba aprobado. Su hobby favorito era ningunear a los burgueses de la mañana.

Cuando llegamos a Buenos Aires, estábamos extasiadas de tantas cosas nuevas, ofertas culturales, bares, teatros, librerías y gente nueva. Sofía era bastante liberal. De su grupo de amigos estuvo con casi todos incluso con las chicas. Yo siempre fui más tranquila. Salí con un par pero ninguna de las historias prosperó, me enganchaba rápido y me desilusionaba a la misma velocidad. Pero con el profesor era diferente. Él me atraía desde otro lado: su intelectualidad, su experiencia. No era un pendejito que no sabía lo que quería. Él era un hombre, con camino recorrido, con las ideas claras y con convicciones.

Cuando terminó el cuatrimestre organizamos una fiesta en el PH de unos compañeros. La última clase lo invitamos. Se hizo el que dudaba.

Dale no seas mala onda, vamos a estar todos no te vas a aburrir. Te paso la dirección.

—Bueno, Maga, voy a ver —me respondió guardando sus cosas en el maletín.

Ese Maga me volvió loca. Faltaban diez días para la fiesta y yo quería que pasaran rápido. Aunque había una gran probabilidad de que no fuera, le quemé la cabeza a mis amigas, planifiqué lo que me iba a poner con anticipación, y por dentro pensé todas las charlas que podríamos tener bailando cumbia con un vaso de cerveza en la mano.

Llegó el día y empezó la fiesta, pasaban las horas y él no llegaba. Cuando ya me empezaba a desilusionar apareció. Me saludó con una sonrisa pícara y me dijo que estaba linda. Primero se quedó hablando con los chicos y después se acercó a la pista. Yo, ya medio entonada, me le acerqué y me puse muy nerviosa. Todo lo que había practicado para hablar se me había borrado de la mente y no sabía qué decirle que no estuviera relacionado con la facultad. La noche avanzó y con mis compañeros bailamos, tomamos y fumamos un montón. Yo le clavaba la mirada y él obviamente se daba cuenta. Por nada del mundo me quería ir, pero llegó un momento en el que me empecé a sentir mal. Era una de esas noches de diciembre pegajosas, hacía demasiado calor, estaba mareada, y tenía los labios adormecidos del alcohol. Mis amigas estaban felices en la suya, así que arranqué. Saludé a todos, y le pedí a los chicos que me abrieran.

Esperá, salgo con vos dijo parándose de un salto y dejando el vaso lleno a un costado.  

En el pasillo hacia la puerta ya me tambaleaba.

—¿Me parece que nos tenemos ganas no? me dijo una vez en la vereda.

Me reí, nos abrazamos y nos besamos. La cosa se puso caliente, pero yo estaba muy mareada.

—No me siento bien, me quiero ir a casa, disculpame —le dije saliéndome del abrazo.

—Bueno tranqui, ¿te llevo? Tengo el auto acá a una cuadra.

Me pareció buena idea y accedí. En el camino charlamos, pero no recuerdo de qué. Me quería matar, estaba en el auto del profesor, nos acabábamos de besar, y yo completamente en pedo.

—¿Subo? —me preguntó cuando llegamos a casa.

Tenia cara de no hay problema si me decis que no pero más vale que me digas que sí.

Esa era la oportunidad, me sentía pésimo, pero no podía perderla. El ascensor me destruyó, entré y vomité. La escena no fue nada agradable, pero por suerte llegué hasta el baño. Me tiré en la cama y el mareo empeoró, todo se movía y se mezclaban los colores con las formas. Él empezó a besarme por todo el cuerpo. Yo no sentía los besos, pero sí sabía que su barba me recorría.

—Me siento muy mal —dije poniendo mis manos sobre sus hombros para que no se ponga arriba mío.

—Relajate.

—No puedo.

No me digas eso, ya estamos acá.

—Perdón, no puedo.

—¿Para qué me calentaste toda la noche? —me dijo ya con un tono diferente.

—Por favor. Salí. Me estás haciendo mal.

Cuando me desperté ya no estaba y sólo recordaba fragmentos. Me paré y sentí las piernas, sobre todo los aductores, muy cansados. Con los ojos medio cerrados fui al baño, hice pis y me dolió. Me lavé los dientes y tenía dedos marcados en los brazos. Me dio una sensación fea de la noche anterior, una especie de tristeza, mezclada con resaca y dolor de cuerpo. Me metí en la ducha y me largué a llorar sin parar, parecía una canilla abierta. Sofía vino a golpearme la puerta, entró, y yo estaba en otro mundo. Tenía bronca, mucha bronca, pero no tenía claro por qué.

Me hizo unos mates y se sentó conmigo.

—¿Maga qué te pasó?

—No sé.

—Contame amiga.

—Es que no sé,  no lo tengo muy en claro.

—Pero más o menos…

Di un par de vueltas y finalmente le conté. No todo. Tampoco yo sabía todo.

—Ayer vine a casa con el profesor.

—¿Con el profesor? ¿Y? ¿Qué pasó?

—No lo sé. Sólo me acuerdo de que tomé mucho en la fiesta y estaba súper en pedo. Nos besamos, me trajo en el auto, llegamos a casa y vomité. Yo no quería que viniera, pero cuando me pregunto si subía no pude decirle que no. Nos tiramos en la cama, y no lo podía creer, si hay algo que quería era coger con el profesor, pero me sentía tan mal que le dije que no. Lo que pasó después no me lo acuerdo muy bien.

—Pero, ¿más o menos que te acordas después de decirle que no?

—Sólo que él quería coger y yo le decía que no. Hasta ahí me acuerdo —cada palabra que decía y cada vez que me acercaba a la verdad, la angustia se hacía más grande.

—¿Te dijo algo, se enojó, se fue?

—No. No sé, Sofi. Pero estoy muy triste, quiero llorar.

—Capaz es sólo angustia de que no pudiste estar con él y resaca —me dijo con un tono contenedor como cuando tu mamá te dice que todo va a estar bien. Me abrazó y yo me aflojé. Contárselo a ella era decírmelo a mí. Me soné la nariz, respiré profundo y comencé con el relato.

—Yo le dije que no, un par de veces. Se me subió encima y no pude sacármelo, lo que pasa es que él tenía muchas ganas, y bueno lo hicimos igual —dije bajando la mirada.  

—Él sólo lo hizo, entonces.

—Creo que sí, o sea sí.

—¿Vos me estas jodiendo? —Sofía se paró de golpe y empezó a moverse en la cocina.

—No sé. Yo lo traje a casa también. No es que me agarró por la calle y me la metió.

—Pero es lo mismo, Maga.

—Puede ser.

—¿Puede ser? —dijo enojada conmigo.

—Sí, Sofía, qué sé yo.

—Hay que ir a denunciarlo.

—¿Qué? No. Ya está. No hagamos quilombo.

—¿El tipo te metió la pija cuando vos no querías, te apretó contra la cama, y vos no querés hacer quilombo? —dijo sacada.

—No, no quiero. Ya está, ya pasó, olvidate —le dije haciéndome chiquita en la silla, juntando las piernas con las manos y escondiendo la cabeza.  

Seguimos discutiendo hasta que ella se dio cuenta que no quería hablar más. Me abrazó, pero se notaba que la bronca le subía por las venas.

Esa semana las clases en la escuela donde trabajaba habían terminado así que me la pasé en el sillón mirando a la nada y dibujando. Cuando llegaba Sofía intentaba caretearla, comíamos y me iba a dormir. Me imaginaba que la angustia se me iba a pasar, pero cada vez que pensaba en esa noche, en la fiesta, o simplemente veía un apunte de la facultad, una sensación horrible se me aparecía en el pecho. Después de un par de días Sofía volvió a la carga con el tema de la denuncia: que era importante, que me iba a hacer bien, que era algo necesario para que él no siga haciéndolo, que había muchas chicas a las que les pasa lo mismo, que lo mejor era hablarlo. Yo a todo eso le hacía oídos sordos, no me importaba en lo más mínimo ni la justicia, ni las demás chicas, ni que la sociedad tenga a un tipo así dando vueltas. Quería que me dejara en paz, poder olvidarme y ya.

A la otra semana Sofía cayó a casa con una compañera de militancia. Le había contado lo que me pasó, y supuestamente venían a “ayudarme”. Se sentaron en la mesa y entre las dos pretendían convencerme. Evidentemente Sofía no estaba entendiendo mi mensaje y lo peor de todo es que lo había sacado afuera de nuestra casa. Nublada por el odio a la situación escuché las primeras frases en silencio, eran las mismas que me repetía Sofía. Una vez que terminaron, tomé aire.

—No me están entendiendo. A vos ni te conozco, así que no sé qué haces en mi casa hablándome de lo que tengo o no tengo que hacer con lo que me pasó. Porque a la que le pasó fue a mí así que no me jodan.

—Queremos ayudarte. Es lógico que te sientas mal después de un episodio traumático —dijo la chica haciéndose la psicóloga.

Ni le respondí, pero si me despaché con Sofía, saqué fuerzas no sé de dónde y discutí como no lo había hecho nunca con ella.

—¿Qué te pasa, nena? ¿Qué tenés que andar hablando sobre mi vida? ¿Qué te metes? El tema no podía salir de acá. No lo puedo creer. Ahora él puede tener un quilombo en la facultad.  

—¿Qué te importa el chabón? No puede ser que encima te preocupes por él. Tenemos que hacer la denuncia, ese tipo no puede andar suelto por ahí violando alumnas. Además, a vos te va a hacer bien poder hacer justicia por lo que te hizo —saltó Sofía sacada como siempre.

—¿Tenemos? Vos no tenes ni idea de lo que me va a hacer bien. Yo solamente necesito estar tranquila, que no me rompas más las pelotas con esto y que no andes contándole a la gente. —No lo voy a denunciar y punto. Fin de la discusión —me fuí a mi cuarto y no salí hasta que se fueron.

Después de ese día no nos hablamos, si nos cruzábamos en alguna parte de la casa yo me iba a otra. Cuando la situación ya no daba para más me fui a Necochea. Me quedé en el departamento de una amiga de mis viejos, no iba a soportar volver a vivir con mis papás y que me vieran así. A ellos les puse la excusa de que la facultad y la ciudad no habían sido lo que esperaba, que iba a probar en Necochea. Les pareció rarísimo.

Después de unos días Sofía me llamó.

—¿Maga cómo estás? ¿Dónde estás? —con ganas de arreglar las cosas entre nosotras.  

—Necochea.

—¿Te vas a quedar allá?

—Sí.

—¿Querés que te vaya a visitar? ¿Estuviste pensando en lo que hablamos?

—Chau —le dije sorprendida por su falta de sensibilidad. La bloqueé en el teléfono y esperé que no se apareciera ni hablara con mis papás.

Volver a mi ciudad hizo que las cosas se pusieran aún peor. Todo era una depresión y cuando llegó el invierno más todavía. Mis días eran trabajar de mesera en un café de viejos verdes, volver a mi casa, mirar la televisión y dormir. No pude leer más. Intentarlo me representaba un triple esfuerzo. Una parte de mi cabeza buscaba concentrarse en las palabras y en la trama de la historia, otra parte pensaba en la suerte que tenían las personajes mujeres de no haber sido violadas, y una tercera parte sufría por el hecho de no estar pudiendo leer. Algunos compañeros de la facultad se contactaron conmigo, me insistían para que vuelva y yo les inventaba algo. Pensar en volver, en ir a la facultad, incluso estar en la misma ciudad que él y que toda esa noche me hacía mal.

Y mi vida se frenó ahí, en mis 25 años. Pasaron quince ya, y todavía pienso que se me va a pasar y que voy reanudarla. Hice terapia todos estos años y lo único que logré es un estado de anestesia que me permite levantarme y seguir.Los días pasan, pero yo siempre estoy en esa noche. Puedo sentir la transpiración y el mareo en la fiesta, el vestido que me apretaba en la cintura, las sandalias demasiado planas para bailar tanto. Puedo oler su perfume y el olor a cerveza de su boca. Veo sus ojos miel preguntándome ¿subís?. Recuerdo la bombacha rayada que llevaba puesta, su barba en mi cuerpo, y la fuerza que no tuve para sacármelo de encima. Cada vez que me miro al espejo veo a una mujer que no pudo, a un fracaso. Paso de la culpa al odio en cuestión de segundos, después a las ganas de saber algo de él y vengarme, pero inmediatamente me inunda el asco y me quedo quieta. Me quedo ahí, a los 25 años, en esa noche, en esa cama y apretada abajo de él.