“Los abrigos” de Marco Tonizzo

Ilustrado por Horacio Petre

Sentado en el banco de la plaza cerró los ojos y disfrutó del sol tibio de ese mediodía de invierno. De a poco abrió los cierres y botones de los muchos abrigos que hacía meses lo envolvían. La última capa de ropa dejó escapar un intenso olor a encierro, transpiración y desidia.

Respiró el cálido vaho de su propio cuerpo. Rascó su cuello cubierto de barba del que cayeron restos de piel muerta y mugre. Miró sus manos donde abundaban las costras de sangre de los cortes por hurgar en la basura. Las uñas largas, tan útiles para abrir las bolsas de nylon, pasaban del marrón al amarillo nicotina. Recordó los inviernos anteriores, cuando dormía en una cama grande, abrazado a ella.

Una vez más sintió el nudo en el pecho que le producía pensar en su carne blanca y perfumada. En el tibio contacto de ese cuerpo contra el suyo. El olor a aceite de almendras. Sus rulos rubios mezclados con su propia barba, cuando era corta y prolija. Sintió el pulso creciente de una erección cuando recordó despertar las mañanas de sábado. Meterse debajo de las sábanas. Desnudarla del todo. Sentir su sabor. Tomarla de los muslos con las manos bien abiertas. Metió los dedos en los bolsillos. Encontró el arrugado paquete de Phillip Morris. Quedaban tres. Dio lumbre al tabaco y aspiró profundo el humo, empujando el nudo de la angustia con el alivio de la nicotina. Cerró los ojos.

Ella. El departamento. La habitación.

Ella se viste, se pone primero una tanga, el pantalón, después una camisa o un guardapolvos.

Está como vestida pero sigue desnuda.

Lo mira seria. Tan seria que su cara se alarga, se cae, se estira como una lenta gota de cera, como una lágrima. Lenta y blanca. Cae.

Ella sale o desaparece.

El retrocede o también cae. Hacia adentro o hacia atrás o hacia antes.

Pavor. Vértigo.

Abrió los ojos. Crujió su estómago. Se sentó. Sintió calor. El sol le daba pleno en la ropa y la cara. Se quitó uno a uno los abrigos hasta quedar en camiseta. Movió los hombros. Estiró los brazos. Crujieron también sus huesos. Pensó en pedir plata o comida. Prendió otro cigarrillo. Acomodó los abrigos en el banco y se recostó sobre ellos. Cerró los ojos.

Escaleras.

Sube.

Se asoma a una terraza o un abismo. Abajo la ciudad, muy lejos, como desde un avión o un rascacielos. Mira hacia adelante. En el horizonte ve el mar.

El mar se levanta, crece, se pone en pie con una ola enorme. La ola se acerca.

Miedo.

El mar estalla contra el edificio. Toda la ciudad queda bajo el agua. El cae o salta al vacío.

Vértigo.

De pronto el agua. Nada. No hay nadie en ninguna parte.

Nada.

Se despertó con el pecho frío y atravesado por la ausencia. El dolor sordo de la angustia le subió por la garganta. Le costaba respirar. Se sentó. Despertar siempre era lo más difícil. Ni la sensación ácida del hambre lo movilizaba lo suficiente como para procurarse alimento. La había perdido sin saber cómo. Hubo un tiempo en que deseó no haberla conocido nunca, la odiaba profundamente. Unos meses después de la ruptura destrozó todo. Ese amontonamiento de libros y muebles no era una casa, no era un lugar a dónde volver. Dejó el departamento sin cerrar siquiera la puerta. Se llevó toda la ropa puesta. Bebió lo que encontró. Con el alcohol algunas veces reía. Siempre lloraba. Después de la borrachera dormía.

De un tiempo a esta parte estaba cansado. Ya no había odio. La extrañaba. Extrañaba a los dos.

Cayó la noche. El viento cambió al sur. El cielo anunciaba tormenta. Volvió a ponerse de a uno los abrigos. El estómago crujió con el movimiento. No quedaba nadie en el parque. Permaneció sentado mirando la plaza desierta. Las manos frías buscaron calor dentro del pantalón. Las apretó entre las piernas. Frotó los dedos contra el pelo púbico. Del hueco del pantalón estirado salió un olor animal y áspero. Pensó en el olor de ella. En su sabor. Las manos se calentaban de a poco. Cerró los ojos. Recordó sus muslos abriéndose. Pensó su cara empapada de ella. La barba mojada de su olor.

Ya no sentía frío. Agitó las manos bajo la ropa. Un olor a pis viejo salió a ráfagas. Explotó en un gemido. Retiró las manos brillantes de dentro del pantalón y se las llevó a la boca. El sabor a manteca y sal le invadió la boca. Tragó por primera vez en el día algo que no era saliva o humo. Manoteó el paquete de cigarrillos. El último. Fumó y cerró los ojos.

El tiene una niña en brazos.

Está parado en una avenida. Los autos pasan cerca. Siente que las ruedas van a pisarle los pies descalzos.

Aprieta a la niña con fuerza para protegerla. Ella lucha por bajarse, lo empuja, quiere que la deje ir. El tiene miedo. Está empapada, se resbala entre sus manos. Ella desaparece. El intenta correr pero los autos pasan demasiado cerca.

No puede moverse. Está desnudo y empapado.

Frío.

Despertó sobresaltado por un trueno. La lluvia helada cubría todo. Sus varias capas de ropa se inundaban y pesaban cada vez más. Tiritando empezó a desabotonarse los abrigos y se los quitó uno a uno. Luego la camiseta, los zapatos y el pantalón. Se puso de pie. Las gotas golpeaban heladas contra la piel. Un escalofrío le estremeció la espalda. Se refregó los brazos, el pecho, la ingle. Metió los dedos entre la barba y sintió como la humedad penetraba en la mugre. Abrió los brazos y gritó. Lloró. Rió. Corrió. Los pies descalzos chapotearon en el barro. Las gotas se sentían como agujas. Atravesó el parque y llegó a la calle. Cruzó a toda velocidad la avenida vacía. El asfalto le lastimó los pies. Los pulmones le ardieron por el aire frío y mojado que respiraba a bocanadas. Corrió hasta perderse tras la lluvia. El cúmulo de abrigos sigue ahí en el banco de la plaza.