“Donde te dejé” de Pedro de la Cruz

Ilustrado por Giya Zabalza

El bar prácticamente me había escupido a la calle y la madrugada estaba por vomitar un domingo de sol. Odiaba ese instante, esa distancia macabra entre la puerta del bar y la de mi departamento. Pero ahí estaba de nuevo, en Santa Fe y Rodríguez Peña, esperando el colectivo y llegó. Encontré un asiento cerca de la ventana, me puse los auriculares, la capucha del buzo y me preparé para una siesta. Hacía frio y me esperaba más de una hora de viaje.

Lo último que vi fue el Alto Palermo y me dormí acunado por una canción de Catupecu Machu. El sueño fue breve. En Plaza Italia subieron unos pibes que supuse saldrían de bailar y subiste. Habían pasado como dos años de la última vez que nos vimos. Me acobaché aún más en el asiento sin perderte de vista. Vos no me viste. De un momento a otro, el bondi se convirtió en un after. No pude volver a dormir. La madrugada también me estaba abandonando. Maldición, va ser un día hermoso.

Me pregunté de dónde venías o adónde ibas. Quizás ibas a lo de tu viejo o, mejor dicho –ahora lo puedo decir sin que te enojes–, a lo del sorete de tu viejo. Si lo pienso un poco, creo que comencé a odiar los domingos de mañana gracias a él. Domingo por medio, teníamos que cumplir con la ceremonia del asado en el campo. Qué plan de mierda. Generalmente nos recibía con su mejor cara de orto, porque nunca llegábamos temprano. Siempre perdíamos la primera combi. Lo único que nos gustaba hacer los domingos era coger. Pero los domingos, como también nos daba paja cocinar, salíamos corriendo a tomar la segunda combi. Para tu papá, vos eras la luz de sus ojos. Yo, su grano en el culo. Sin embargo, me gustaba ver su cara cuando veía llegar a su nena con un barbudo que traía puesta una remera con la cara del Che o la 10 de Maradona. Era la mejor venganza para un milico retirado.

Cuando me dejabas solo con él, el monólogo era siempre el mismo: con los militares estábamos mejor, de volver la colimba se acaban los vagos. También hablaba de tu ex, el rugbier que se había ido a Estados Unidos a hacer un máster de no sé qué mierda, el mismo que te había cagado, según vos, más veces de las que te había reconocido. Tenía un campo por ahí cerca. Supe todo de él: tenía una inmobiliaria, una camioneta, que unas cuantas veces vi pasar por delante de tu casa. Eso no te lo conté, pero gracias a tu papá conocí casi toda su vida. Estaba claro, no era yo lo que quería tu papá para vos. ¿Era yo lo que querías vos?

Cruzando Juan B. Justo, el colectivo frenó de nuevo. Más gente. Unos pibes que evidentemente se conocían con los de Plaza Italia y se gritaban de una punta a la otra. Cruzó el túnel de Carranza y después Lacroze. No podía evitar mirarte. Estabas de espalda.

Mi vida continúo así, sin atravesar por eso que llaman duelo. Me acordaba de nosotros. No borré fotos, ni tu número de mi celular. Incluso seguía pasando cerca de tu casa, cuando iba a lo de mi amigo El Colo. Tenía ganas de verte y a la vez pánico. Hay que tener cuidado con lo que uno quiere. Y entonces yo, por ejemplo, quería que cayera un meteorito y este colectivo volara por el aire. Aunque quizás, debería haberme hecho cargo de que lo nuestro terminó hacía ya dos años.

En José Hernández bajaron los pibes que habían subido en  Juan. B. Justo y los de Plaza Italia. El colectivo quedó como el bar que me había escupido hacía un rato. Vos no te moviste, te quedaste mirando por la ventana.

¿Qué recordabas de nosotros? ¿Habías vuelto con el rugbier? Sabía que te escribía, que hasta llegó a buscarte a la salida del laburo. Me lo contó tu hermano, una de las tantas veces que nos escapamos a fumar de su cosecha, lejos de la casa del campo mientras vos hablabas con tu mamá en la cocina. Con Pablito compartía más tiempo que con vos en esos viajes al campo de concentración. En una de esas escapadas, me contó que tu papá no era milico, que lo habían rebotado por tener asma, pero que había logrado ser chofer de un pez gordo de la Marina. Por eso, cuando volvió la democracia, se fue a vivir lejos de Capital y les dejó a ustedes la casa de Martínez.

Ya estábamos cerca de Echeverría. A una cuadra de ahí estaba la plaza donde me devolviste mis libros y yo unos discos que me había prestado tu hermano. Y te fuiste. Pero yo me quede ahí, un rato más, como esos jugadores de fútbol que se quedan en la cancha, después de haber perdido una final. Ese final pudo haberse evitado, pero siempre fui de guardarme todo. Lo bueno y lo malo. Creo que nunca te dije “te quiero”, ni siquiera después de coger. Como tampoco te dije lo que me rompía las bolas tener que dormirme viéndote revisar y revisar el celular. Creo que a vos también había cosas que te molestaban, pero aguantamos, cada uno desde su trinchera, hasta que a la menor chispa, se prendió fuego todo.

Miraste hacia el fondo, casi sin expresión. No sabía si me habías visto. Luego volviste a mirar para el lado de la plaza. El colectivo se detuvo antes de cruzar Juramento. Casi sin mirar hacia donde yo estaba, encaraste para el fondo y te sentaste al lado mío. A esa altura ya se me había pasado el pedo. No atinaste a saludar. Ya no había capucha que me resguardara, el ambiente se había puesto tenso y de un momento a otro dijiste:

–Que loco encontrarte en el mismo lugar en el que te dejé.

Me saqué la capucha, los auriculares, te miré. Tus ojos se abrieron más y en contra de cualquier pronóstico, y antes de que lograra decir algo, me abrazaste fuerte.

***

Cuando desperté, aún seguíamos abrazados, pero ahora en el piso. Un dolor cada vez más intenso subía por mi espalda. Vos todavía no habías despertado; tenías las manos rojas. Se escuchaban sirenas y había gente desparramada por todo el colectivo bajo lo que habrá sido un chaparrón de vidrios. Miré hacia la ventana y al lugar en donde hasta hace un rato estábamos sentados, también había sangre. Y más allá, la trompa de otro colectivo incrustada en la puerta del medio, esa misma puerta por la que pensé huir antes de que me abrazaras.