«Donde se condensa el universo» por Maite Varela

—¿Me das un beso de hasta mañana?

Todos los días era la misma historia: Vicente pasaba a buscar a Gina por el colegio, estacionaba el auto enfrente de su casa, se desabrochaba el cinturón de seguridad, y volviéndose hacia el asiento de al lado, con una sonrisa le preguntaba: ¿Me das un beso de hasta mañana?

Cada vez que Gina apoyaba sus labios sobre el cachete con barba de Vicente, ella quería más. Sabía que no estaba del todo bien lo que sentía por su primo. Pero lo que le pasaba con él nunca le había pasado con nadie, y la novedad del asunto volvía insignificante el detalle del vínculo. Lo que sentía era físico. No podía ignorarlo.

Así habían sido las cosas para ella desde su último cumpleaños. Ese día cayó sábado, y aunque no había habido escuela, Vicente pasó igual por su casa para saludarla. A Gina los diez le pegaron entusiastas. Apenas su primo entró al departamento, se le abalanzó encima como un cachorro de león. Él la atajó en el aire y le hizo upa. Le dio un beso, le dijo feliz cumple, Gini, y amagó para volver a dejarla en el suelo, pero Gina no se soltó. Las piernas se le habían agarrotado alrededor de la cintura de su primo, y desde abajo del vestido, un botón caliente la forzó a acoplarse a su torso como un imán. Para desprenderse, poco pudo hacer, o poco quiso. Vicente la miró serio y solo bajate, le dijo. Bajate, Gina.

Ella fantaseaba con que su primo sintiera lo mismo y que un día los dos tuvieran el coraje. Se imaginaba a los dos escabulléndose en la sobremesa de fin de año, justo antes del brindis, entrando a su cuarto, caminando apretados hasta su cama, sobre el acolchado de vaquitas de San Antonio y entre sus peluches. Ninguna de sus compañeras de escuela fantaseaba con ese tipo de contacto. Ni con un primo, ni con nadie. Y si alguna lo hacía, lo escondía tan bien como ella.

Finalmente Gina le dio a su primo el beso de hasta mañana. Él agarró uno de los bucles pelirrojos que le colgaban sobre la frente y al soltarlo dijo ¡boing!

—Mirá qué aburrida es la gravedad, siempre yendo al mismo lado, ¿y vos? Vos sos de otra galaxia.

Ella volvió a sentir en el estómago la insoportable sensación de no tener ni una chance de que su primo la mirara de otra forma, como la miraba a la hermana mayor de su amiga Mica a la salida de la escuela, o como a esa novia con la que fue una vez a su casa, a la que Gina sin querer queriendo le tiró la chocolatada encima. Vicente nunca la había mirado así, y eso a Gina la desesperaba.

Forzó una sonrisa, se bajó del auto y caminó hasta la puerta del edificio pensando en qué pasaría si al día siguiente le corriera la cara y le diera a su primo un beso bien puesto. Tal vez a partir de entonces ya no habría más clásicos y estúpidos besos de hasta mañana, y, en cambio, los habría de todos los tipos y colores. Todos los que Vicente querría que le diera una mujer, no tan prima, ni tan nena como ella. No había día en el que no lo pensara dos veces. Entró al edificio y lo saludó con la mano. Él le dio dos toques a la bocina y arrancó.

Esa noche su mamá, todavía con el uniforme del hospital puesto, le sirvió la cena y le preguntó cómo le había ido en la escuela. Sin sacar los ojos de la tele, Gina le respondió que bien. Comió siete moñitos con manteca y queso, y se quedó mirando Los Simpsons hasta que se hizo la hora de acostarse. Antes de dormir pensó en lo poco que faltaba para las fiestas. Apuntó directo hacia el infinito y como un cometa se dejó llevar por su imaginación. Con los ojos bien cerrados pudo sentir a su primo frotando su cuerpo contra el de ella. Vicente le rugía palabras calientes contra la oreja, para que solo ella pudiera escucharlas. Su respiración agitada y con barba le empañaba las pecas del cuello, y sus manos la tomaban con una suavidad tan firme que a ella le daba ganas de gritar. Cuando ya se habían transformado en dos leones en medio de la oscuridad, Gina explotó en silencio y se quedó dormida.

* * *

Felipe Sabatucci era el capitán del barco de quinto grado turno mañana del Colegio San Patricio. Era un enano maldito que con sus ojos azules llenos de pestañas negras azabache conquistaba al que tuviera enfrente. Se hacía mandar a dirección día por medio, sino todos los días, para reafirmar ante todos su reputación de quilombero. Cada llamado de atención, mala nota y amonestación, a Felipe le significaba una nueva aparición en ese pequeño círculo de chicos que se amasaba entre las paredes de la escuela. Docentes, no docentes, padres y alumnos estaban al tanto de la popularidad del niño demonio. Medía un metro veinte de altura y nadie sabía qué hacer con él, o tal vez no se animaban a hacer nada. Su madre formaba parte de la comisión directiva, y esa era la única razón por la cual no lo expulsaban.

Para la génesis de un líder hace falta que nadie recuerde cómo fue que empezó todo. Felipe tenía clara la táctica para reproducir casi sin ruido su mensaje amnésico. Su papel de conductor había empezado a perfilarse en sus primeros años de jardín. A los cinco aprendió a reconocer las características físicas que lo hacían distinto a sus compañeros. A los seis manejaba sin inconvenientes un altísimo nivel de elocuencia para exteriorizarlas en forma de burla.

Para ese entonces, ya había logrado imponer entre sus compañeros de quinto su propio sistema de condena para mantenerlos bajo su mando. Su método era tan cotidiano que pasaba desapercibido. Todos estaban tan absorbidos por él, que llanamente aceptaban que alguna vez, tarde o temprano, podía tocarles.

Cada lunes tomaba a uno de punto y no lo dejaba tranquilo hasta la última hora del viernes, cuando la condena caía sobre otro. Si un lunes se le daba por agarrársela con el Negro Hijo de Puta, era el Bolita de Mierda quien se reía con ganas y arengaba. Y si a la semana siguiente le tocaba a Mulo de Lisiada, era Gordo Llorón el que ayudaba dándole piñas en la panza hasta tirarlo al suelo y dejarlo sin aire. Mulo de Lisiada trataba de defenderse como podía, pero Gordo Llorón no paraba hasta tumbarlo. El que se comía la amonestación era el que pegaba, aunque a veces también la ligaba el procesado de la semana. Felipe siempre salía limpio.

Los que más lo apoyaban eran los varones. Incluso esos a los que Felipe tomaba de punto seguido. Que hasta ellos, y en especial ellos, lo avalaran, le concedía un poder natural para seguir siendo El Infranqueable. Las nenas, en cambio, a Felipe no podían ni verlo. Excepto Mochi y Lara, sus dos festejantes, o futuras groupies, como las había llamado Vicente al oído de Gina, esa vez que, al final del acto del Día de la Bandera, las vio peleando por cuál de las dos sería la primera en sacarse una selfie con su ídolo de un metro veinte.

La semana anterior le había tocado a Marquitos, aunque a él le tocaba casi todas las semanas. Tenía una hermana en silla de ruedas y ninguna capacidad para defenderse del acoso: Felipe se subía varias veces por día a un banco y desde arriba relataba las andanzas del Mulo de Lisiada y su hermana por las barrancas de la ciudad, incluyendo contratiempos de llantas flojas y gomas pinchadas.

Felipe era exigente con el cumplimiento de su propósito. A lo largo de la semana desempeñaba una doble tarea: A la par que denigraba al bufón de turno, día tras día iba perfilando a los nominados para la siguiente selección. El sistema de puntaje era arbitrario y no se discutía. Al final de cada día pasaba el parte:

—Gisela: Sos una Cara de Nada, no te reíste en todo el día. Mauri: Sos un Bolita de Mierda y lo sabés. Leo: le dijiste mami a la maestra. El tuyo voy a pensarlo para mañana.

Durante el show, los chicos de quinto se reían con ganas. Los burlados miraban para adelante, inhabilitados de hacer cualquier otra cosa.

A Gina le ardía cerca del estómago, justo abajo del esternón, cada vez que Felipe activaba el chiste que hacía que todos se rieran. Aún así, la mayoría de las veces participaba de la carcajada colectiva. El chiquitín tenía el ojo entrenado para cachar a los que no le festejaran las ocurrencias. Nunca se la agarraba de lleno con ninguna de las chicas, pero a las que no se reían, las cargoseaba en el parte diario.

Los viernes a la última hora, justo antes de que tocara el timbre de salida, los varones imitaban el sonido de redoblantes contra la tapa de sus bancos, mientras Felipe escribía en el pizarrón los nombres de los tres finalistas de la semana con sus respectivos apodos. Uno de ellos sería condenado a primera hora del lunes siguiente. Una vez que los tres nombres estaban a la vista de todos, Felipe entonaba la canción de cierre de la función: ¡Tiemblen, chicos, tiemblen! Solía nominar a dos de los más curtidos y a uno de los que no les tocaba nunca. Ese temblaba en serio. El resto festejaba y se sumaba al canto: ¡Tiemblen, chicos, tiemblen!

La maestra de turno era una mujer solitaria y de piel reseca que rondaba los cuarenta. A los dieciocho había decidido dedicarse a la docencia, y aunque a los diecinueve se arrepintió, terminó la carrera y aceptó la primera oferta que le hicieron para ser titular en el Colegio San Patricio. Ahí trabajaba hacía casi veinte años. Por las noches se cepillaba el pelo, se ponía su camisón color hueso con puntilla y antes de dormir soñaba despierta con su príncipe azul. De día iba al colegio y, entre risueña y resignada, desde su escritorio presenciaba el espectáculo que Felipe armaba ante su público. Ella también lo consideraba el cabecilla indiscutible de quinto. Lo tenía tan internalizado como el resto de sus alumnos. Su actitud pasiva dejaba un vacío de autoridad propicio para ser tomado por quien estuviera a la altura. Pese a su metro veinte, Felipe mantenía el trono con naturalidad.

Ante el revuelo que generaba el chico, a la maestra se le llenaban los cachetes de sangre y con paciencia le decía: Ay, Feli… sos un caso perdido… Por su gesto, parecía tenerle profundo cariño a esa carita de nene travieso, puro ojo azul marino. Parecía no querer desalentar su capacidad, ni entrometerse en el refinamiento de su talento. Si atrás de su sonrisa cómplice existía una estrategia pedagógica, la tenía tan guardada en su interior, como tal vez un deseo carnal hacia un Felipe imaginario de su edad.

Los lunes, con un chiste apertura de Felipe Sabatucci quedaba asentado quién sería el hostigado de la semana. A veces se hacía desear y hasta que no terminaba el primer recreo no decía nada. Los varones lo indagaban para sacarle el dato, y si ante algún nombre él se sonreía, entonces todos ovacionaban: ¡Es Pacheco, es Pacheco! Y apenas Pacheco pedía que dejaran de molestarlo, Felipe se le acercaba y en la cara le gritaba: ¿Qué querés, Gordo Llorón? ¿Que te dejen de molestar, Gordo Llorón? ¿Por qué no te vas a llorar un rato a la ventana, Gordo Llorón?

* * *

Un domingo a la madrugada se murió la mamá de Lucas. Su padre era un tipo ermitaño y cascarrabias. Apenas enviudó, decidió no contarle a nadie lo que había pasado y resolvió encargarse del asunto solo. Aunque los de la morgue le aconsejaron que dejara a su hijo con alguien mientras hacía los trámites del sepelio, el hombre no les hizo caso y al día siguiente cometió el desacierto de mandar a Lucas a la escuela como cualquier otro día.

En la formación de la mañana la directora anunció la tragedia en frente de todo el colegio. Gina buscó a Lucas en la fila de varones, pero no lo encontró. En cambio, cruzó miradas de sorpresa con varios de sus compañeros. De camino al aula la palabra huérfano fue la que más resonó en los pasillos, acompañada de unas cuantas risotadas nerviosas. Así de crudos podían ser los chicos de quinto. Más todavía con Felipe Sabatucci a la cabeza, que los mantenía entrenados para reírse con ganas de la desgracia ajena. La tele ya se había encargado de introducirles el tema de la muerte y la orfandad, pero que estuviera pasando en la vida real, era un acontecimiento. Cuando entraron al aula, Gina lo vio a Lucas sentado donde siempre, en el banco junto al suyo. Tenía las ojeras marcadas, parecía enfermo. Por lo general era chistoso y alegre, pero ese día apenas levantó la vista de su carpeta.

La maestra de Matemáticas consideró que la mejor forma de sobrepasar la situación era siguiendo adelante con el programa. Era una mujer rígida y seria. Mientras explicaba que las distancias del espacio se medían en tiempo, no hubo un solo chico que pudiera despegar los ojos de la nuca de Lucas. Salvo por la voz dura de la maestra, esa primera hora del lunes en el aula de quinto reinó un silencio de tumba. La necesidad de cortar con la densidad que había el aire era unánime. Cuando sonó el timbre del recreo, todos los varones salieron corriendo a los gritos. Lucas se quedó quieto en su silla.

Gina fue al kiosco y volvió al aula. Se sentó al lado de Lucas y le estiró un paquete de Pipas abierto. Lucas lo miró de reojo, dijo que no con la cabeza y abrió la boca por primera vez en el día:

—Me va a elegir a mí.

—¿Quién te va a elegir?— preguntó Gina.

—Felipe.

—No puede elegirte. Los candidatos son Cara de Moco, Gordo Llorón y Mulo de Lisiada.

—No importa. Me va a elegir a mí.

—¿Cómo sabés?

En ese momento Lucas giró la cabeza, miró a Gina a los ojos y le dijo:

—El viernes a la salida le dije Enano.

Gina se quedó dura, con una pipa a medio abrir entre los dedos y los dientes. Felipe Sabatucci tenía en sus genes el antecedente de un padre y una madre de un metro y medio de altura cada uno. La situación no le generaba expectativas muy elevadas. Quique Martins, el niño demonio de séptimo y su modelo a seguir, le dejaba en claro seguido que ese sería su talón de Aquiles de por vida. Él era muy consciente de lo que le esperaba y no podía soportarlo. No importaba cuán descansable fuera otro nominado, el que pronunciara enfrente suyo la palabra prohibida se garantizaba la condena. Todos sabían eso. Gina se quedó pensativa un momento, hasta que dijo:

—Bueno, pero se lo dijiste después de la final. A lo sumo te toca el lunes que viene…

—No, Gina. No entendés. Le dije Enano de Jardín. Y se lo dije enfrente de Poly.

Gina se atragantó con la pipa que estaba pelando y empezó a toser.

—¿Ahora entendés?— dijo Lucas, y volvió a bajar la vista hasta su carpeta.

Poly iba a séptimo. Para los varones era la chica más linda del colegio y la más linda del mundo. Era rubia, de pelo muy largo y se pintaba los labios como las grandes. Cuando se reía se le veían todos los dientes, y a su alrededor volaban mariposas. Donde rozaba el borde de su pollera, estaba la línea que dividía lo mundano de lo divino. O al menos así eran las cosas para Rogelio, el profesor de computación.

Gina se recompuso del ahogo, pero no supo qué responder. El viernes a la salida Lucas había sacado un boleto de ida al infierno eterno del bullying colectivo. Sin ninguna duda Felipe sería capaz de romper con su propio esquema de nominados, y aprovecharía cualquier recurso que tuviera a la mano para empezar a denigrarlo. Su falta era irreparable. La pagaría a la vuelta del recreo y tal vez para siempre. La vida entera podría transformarse en una gran semana de Lucas. Bien merecido lo tendría.

Se quedaron los dos callados hasta que sonó el timbre. En instantes volverían todos y se anunciaría quién la ligaría esa semana. Solo restaba esperar para ver si el enano podía llegar a tener un poco de compasión.

Felipe esperó a que todos estuvieran adentro. Entró airoso atrás de sus compañeros, con Mochi y Lara pegadas a sus talones. Les dijo algo por lo bajo y las futuras groupies soltaron una risita. Entonces empezó el show:

—Uy, miren quién está acá— dijo Felipe al pasar por adelante del banco de Lucas —¡Es el Huerfanucho! ¿Qué pasó, Huerfanucho? ¿Se te murió la mamá?

Cara de Moco soltó la primera risotada y Felipe lo miró con gesto de aprobación. Lucas lo miró desafiante, con la mandíbula apretada, pero no dijo nada. Tenía treinta pares de los ojos amenazándolo con aplastarlo contra el pupitre.

—¿Y? ¿Alguna novedad de tu mamá muerta?— siguió Felipe— ¿Ya se empezó a pudrir?

—¡Ay, Feli! ¡Qué asco!— gritó Mochi frunciendo la nariz. Otros dos se rieron.

—¡¿Qué tiene, Mochi?! ¡Se le murió la mamá al Huerfanucho! Seguro se quiere morir él también, ¿no Huerfanucho?

La carcajada fue eterna. Lucas se preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar a Saturno, y en ningún momento sacó la vista de la punta de su lapicera, que se deslizaba por su hoja de carpeta. Gina leyó lo que escribía: Lucas Barrios Escobedo, su nombre completo.

—Ey, Huerfanucho. Qué pasa. ¿Te comieron la lengua los ratones? No creo, se la deben estar comiendo todos a tu mamá muerta, ¿no, Huerfanucho?

La risa parecía ir in crescendo. Ni uno solo amagó con parar. A Gina no le causó gracia y Felipe lo notó. No solo porque no se había reído, sino porque además lo fulminó con la mirada. Sabía bien que se arriesgaba a que Felipe la burlase, o a que incluso la eligiera para ser la primera chica en el podio de los nominados. Pero esa no era razón suficiente para que dejara de odiarlo.

Justo en ese momento, entró al aula la directora del colegio. Era una mujer de pelo blanco, cálida, pero con carácter rotundo. Solía pasar de vez en cuando por las aulas para hablarles un rato, y cada vez que entraba, se hacía el silencio. Hablaba despacio y con pausas, y a pesar de que usaba palabras que no estaban en el uso cotidiano de los chicos, ellos solían entenderla. Su presencia los volvía a todos chicos dóciles, incluso a Felipe Sabatucci.

Mientras todos terminaban de acomodarse, la directora caminó por entre los bancos. Cuando vio en el pizarrón la explicación de la maestra de Matemáticas sobre el tiempo y el espacio, se detuvo.

—Qué interesante lo que estuvieron viendo con Rita. El espacio se mide en tiempo. Qué curioso, ¿no creen? ¿Sabían que el tiempo no es lineal, como todos pensamos?

La directora se paró ante todos y se tomó el tiempo de mirarlos uno por uno a los treinta.

—El camino siempre está cambiando, chicos. Algunas veces para bien y, lamentablemente, otras no tanto -en ese momento lo miró fijo a Lucas, que estaba prestando atención a cada una de sus palabras-. Pero incluso en los momentos más difíciles, aunque les sea casi imposible pensar en positivo, tengan presente una cosa: Un día van a poder mirar para atrás con los ojos de la experiencia. Y si son fuertes, les aseguro que el resabio amargo va a transformarse en otra cosa.

En ese momento Marquitos levantó la mano.

—Sí, Marcos…

—Seño, ¿qué es resabio? ¿Puede repetir?

La directora suspiró.

—No importa. A lo que voy es a que el camino está para andarlo, chicos. Nada… se da… de manera… lineal… —dijo separando con aire las palabras. —Cualquier tipo de impostura con la que se manejen por la vida, los encierra. Tal vez todavía no se den cuenta, porque son muy jóvenes. Pero cuando sean más grandes, si tienen suerte, van a poder verlo con claridad. Lamentablemente hay algunos con menos fortuna.

En ese momento pasó la vista por el banco de Felipe. Él no la miró. La directora era la única persona del colegio ante la cual el niño demonio bajaba la mirada.

—Felipe, por favor, agarrá tus cosas y acompañame a dirección.

* * *

Ese día, a la salida de la escuela, Micaela le contó a Gina que extrañaba a su papá, que también se había muerto, y se puso a llorar.

—Se llamaba Dino. Era el papá más bueno del mundo -le dijo Mica con un hilo de voz.

Gina la abrazó tan fuerte como pudo, como si en ese abrazo su amiga pudiera olvidarse de todo por un instante, como le pasaba a ella cuando Vicente la abrazaba.

A la mamá de Camila le llamó la atención el ímpetu con el que Gina contenía a su amiga. La mujer se acaloró. Tuvo que abanicarse con la mano y no reparó un instante en comentarles lo que había visto a las otras madres.

—Esa nena Gina es un poco rarita, ¿no creen, chicas? ¿Vieron cómo está a los besos y a los abrazos con las nenas? Qué miedo, ¿no? No sé ustedes pero yo a mi nena le voy a decir que ni se le acerque. ¡Camila! ¡Vení para acá que tengo que hablar con vos!

—¡Pero mami, después de Sol me toca a mí!— le gritó Camila desde el otro lado del patio, donde sus amigas saltaban a la soga.

—¡Que vengas, Camila! ¡No lo voy a repetir!

—Ufa, ma, ¿qué pasa?

—Escuchame una cosa: No quiero que te juntes más con esa coloradita Gina.

—¡¿Por qué?! ¡Es mi amiga!

—Porque sí. Porque yo lo digo. Esa nena es medio rarita y no quiero que te le acerques. ¿Te quedó claro?

—Pero…

—¡Pero nada! Soy tu mamá y me hacés caso. Andá a jugar, que ya nos vamos a casa.

Para cuando Gina percibió que algo pasaba, ya se había corrido la bola. Por encima del hombro de Mica, vio a lo lejos a Camila rodeada de unas cuantas. No tardó en darse cuenta de que había un comentario dando vueltas, y que, cualquiera fuera, tenía que ver con ella. Todas hablaban a boca tapada. Si intentaron disimularlo, ninguna lo logró. Una la vio y la señaló. Gina leyó sus labios: dijo ahí está.

Con Camila a la cabeza, sus compañeras de grado cruzaron el patio en manada hasta donde estaba Gina, que sin saber qué le esperaba, se soltó del abrazo de Mica y esperó. Hizo fuerza para camuflar sus bucles color cobre contra la pared de ladrillos que tenía atrás, pero ni así logró difuminarse. Atrás de la línea en la que Camila puso el último paso, las demás también se frenaron.

—Mi mamá dice que no me puedo juntar más con vos -le dijo Camila, con su carpeta de Barbie de tapas mullidas entre los brazos.

—¿Y eso por qué?

—Porque sos rarita.

—¿Rarita? ¿Y eso qué es?

—Qué sé yo, preguntale a tu mamá.

Camila se dio media vuelta y su colita de pelo dio un latigazo en el aire. Las demás chicas se quedaron paradas en su lugar. Al igual que Gina, todas ellas acababan de presenciar su primer acercamiento a la palabra rarita. Como ninguna sabía qué significaba exactamente, ni si era contagioso, una a una fueron bajando la vista hasta perderse. Incluso Mica, que acababa de enterarse del veredicto.

—Gini.

Justo en ese momento su primo Vicente apareció del otro lado de la reja. Tenía puesta la campera de jean que a ella le gustaba tanto. Se levantó los anteojos de sol hasta la frente y le sonrió.

—¿Qué hacés ahí parada? ¿Vamos?

Gina atravesó el patio a zancadas, en dirección a la salida. Por el refilón del ojo derecho notó las miradas de sus amigas clavadas en ella. A un paso de estar afuera, alguien la agarró del brazo. Era Mica, que había hecho un pique hasta la puerta.

—Gini, no sé si es verdad lo que dicen. Pero si es cierto, ¡a mí no me importa!

Ella tampoco sabía si era verdad. ¿Qué quería decir que fuera rarita? ¿Significaba algo el diagnóstico, más allá de la novedad? Hasta ese momento no había tenido ningún síntoma extraordinario, excepto el del botón que se le incendiaba entre las piernas cuando fantaseaba con los besos de su primo, pero eso nadie más que ella lo sabía. Rarita. ¿Qué tan malo podría ser? Nada podría ser peor que su condición de prima de Vicente.

Su primo la estaba esperando en la vereda, y cuando se agachó para saludarla, vio que Gina estaba a punto de llorar.

—Ey, ¿qué pasó?

—Nada. Vamos.

—Pará Gini… ¿Tuviste un problema con alguien? ¿Querés que vaya a hablar…?

—¡Vamos, Vicente!

Gina caminó decidida hasta el auto de su primo y al tratar de abrir la puerta, casi arranca la manija.

—¡Esta cosa no abre!

—Está cerrado Gini… Bancá que te abro desde adentro.

Gina se subió al auto, se puso el cinturón y se quedó inmutable mirando por el parabrisas, esperando a que Vicente arranque el motor. Pero él no arrancó nada, y en cambio se sacó los anteojos, se volvió hacia ella y le preguntó:

—¿Qué pasó?

Por segunda vez en el día quiso desaparecer. Trató de apartar su atención a otro lado, bien lejos de ese mundo de a dos adentro del auto de su primo. Estaba confundida. Sabía que había algo malo en ella pero no sabía qué. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar a la luna. La pera le empezó a temblequear. Hizo un esfuerzo por mantener bien abiertos los ojos para que las lágrimas no se le escaparan, pero con un solo parpadeo involuntario, dos gotas gruesas se fugaron y se resbalaron por sus pecas, hasta dar con su pollera gris del uniforme.

—¿Es por la mamá de Lucas? Me enteré, Gini. Es un garrón…

—Sí, es por eso -mintió rápido Gina.

—Tranquila, no llores… ¿Tenés pañuelitos en la mochi?

Vicente la tomó por los hombros y la envolvió entre sus brazos. A Gina la sangre le empezó a latir en la frente, en la boca, entre las piernas. Mientras más se entregaba al abrazo, más se le acercaba su primo, más bajito le hablaba y más suave se ponía.

—Sabés que sos una genia y la mejor prima de todas, ¿no?

Gina no respondió. El río de agua salada que corría por su cara pecosa se secaba en la campera de su primo, y ella se dedicó a nadar en su pecho en lo que restaba de ese abrazo. Qué importaba si Vicente sabía o no de qué manera funcionaba su consuelo. Lo importante era que su aliento contra su oído a Gina la animaba más que un helado de frutilla, más que jugar en la orilla del mar, más que ninguna otra cosa. Él siempre le decía que para ella quería lo mejor, y eso era lo que él le estaba dando.

—Mirá, tu amigo Lucas.

Vicente señaló por la ventanilla del lado de Gina.

—¿Querés que los lleve a dar una vuelta?

Gina se secó la cara con la manga del pulóver azul.

—¿A dónde?

—Si querés vamos a la calesita. Hace mucho que no te llevo Te encantaba cuando eras más chiquita, ¿te acordás?

—¿A la calesita, Vicente…? Eso es para nenes…

—Pero si sos una niña. La más maravillosa de todas, por cierto. Dale, los llevo.

Gina se quedó callada, mirando por el parabrisas. La mejor prima de todas. ¿Qué le faltaba, además de años? ¿Pintarse los labios como las grandes? Lo miró a su primo y lo vio esperando una respuesta. Le gustó tanto como la primera vez que le gustó. Quería llevarla a la calesita. No tenía chance.

Gina no dijo más. Bajó la ventanilla y le gritó a Lucas, que caminaba pateando una latita de Coca aplastada.

—¡Lucas! Vamos a dar una vuelta, ¿querés venir?

Su compañero de banco se acercó mirando el pavimento.

—¿Una vuelta a dónde?— preguntó sin mucho ánimo.

—A la calesita. ¿Venís?

—No fui nunca— dijo Lucas.

—¡¿Cómo que no?!— se metió Vicente.

—No, nunca.

—Pero si queda a cinco cuadras de acá… Vamos, subite que los llevo.

 * * *

Gina caminó por entre los leopardos, las tortugas y los barquitos. A su alrededor, excepto Lucas, ninguno de los nenes superaba los seis años. Se montó encima de un caballo rojo, se agarró fuerte de su lomo y esperó a que la aventura empezara.

Lucas se subió a un autito doble que estaba cerca del caballo de Gina. Era la primera vez que se subía a una calesita. Su mamá lo había llevado a muchas partes, pero a la calesita nunca. Ese mediodía Gina lo había invitado a ir. Con las manos en el volante giró la cabeza y le dirigió a su compañera de banco una sonrisa. Ella se la devolvió.

En el camino, Vicente y Gina le habían contado que la calesita no era solo un juego de dar vueltas arriba de animales. El objetivo era la sortija. Había que atraparla en el aire y había que ser rápido. Por un instante Lucas vio la chance de condensar en ese palito todo el universo. Nada de lo que había pasado en las últimas veinticuatro horas era tan inmenso como lo que podía contener ese pedacito de metal.

En la primera vuelta solo una vez estiró la mano para probar. Cuando estaba por arrancar la segunda, vio a Vicente acercándose al calesitero, vio que le decía algo por lo bajo y después los dos miraron hacia el autito que Lucas manejaba. El calesitero asintió y no dijo más. Había puesto la misma cara que todos ese día al enterarse de que adelante suyo había un nuevo huérfano. Lucas no quiso ver qué pasaba después, aunque ya lo había visto todo.

Esa vuelta no buscó la sortija. El calesitero se la refregó especialmente en el hombro cada vez que le pasó por al lado. Lucas se preguntó cuánto tiempo duraría ser huérfano. Miró al centro de la calesita y la vio a Gina agarrada a la crin de su caballo, rojo como su pelo, como toda ella. Atrás de Gina, en el centro de la calesita, había un dibujo del pato Donald. La pintura de las plumas estaba descascarada, y a través de las grietas llegó a ver la madera del fondo. Por los parlantes salía una música de feria que se encapsulaba en su propio eco. Sonaba en sintonía con el pesar que esa mañana había emanado de los ojos de todos al verlo. Hubiese preferido no ver. Se encontró ahí sentado, todavía con las manos en el volante. Sus manos no eran muy grandes. Se parecían un poco a las de su mamá. Se preguntó cuánto tiempo duraría el vacío. La pintura naranja y blanca que cubría al autito también estaba cuarteada. Sintió ganas de llorar, pero no quiso que su amiga lo viera. No más de lo que ya lo había visto.

Gina contó con los dedos cuántos años le faltaban para tener la edad de su primo. No le alcanzaban las manos. Pensó en todo lo que tendría que esperar y no quiso. Antes de que arrancara la tercera vuelta, hizo fuerza para transformar a su caballo rojo en un cometa. Apuntaría directo al infinito y dispararía, se entregaría a lo que viniera. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando abrió los ojos, su caballo todavía era de madera y ella seguía dando vueltas en la calesita. No importaba cuánta fuerza hiciera, su deseo la llevaba siempre al mismo lugar: al presente. Todavía no había terminado la vuelta, cuando se bajó de su caballo, pasó por al lado de una tortuga y de un avioncito, y se frenó al lado del autito de su amigo.

—Lucas —dijo Gina sobre la música— ¿Puedo ir con vos?

Lucas le sonrió con todos los dientes y le hizo un lugar. Ella se sentó al lado suyo como todos las mañanas en la escuela, agarró el otro volante y también se miró las manos. Eran las manos de una nena pecosa, eran sus manos de nena.

—Vayamos al infinito— le dijo ella.

—Justo a donde yo quería ir. –le respondió él.

Gina giró la cabeza y encontró a Lucas. Un nene de diez años al volante de un autito de fibra, dispuesto a comerse el mundo porque la sortija de la calesita le queda chica.