«La Pochi» por Alejandra D’Amico

—Cuidado mamá.

Señalo un desnivel que veo en la vereda, como hago cada vez que salimos juntas. Ella agradece sin despegar la mirada del suelo y aprieta fuerte mi brazo, pero no digo nada. Deja caer todo su peso abruptamente sobre una  pierna. Luego desliza la otra hasta encontrar tierra firme. Seguimos caminando.

De chica, mi mamá tuvo una enfermedad que apoda amigablemente La Pochi. La Pochi es la culpable que yo nunca haya podido jugar con ella en  la plaza, ni en la playa, ni en la montaña. La Pochi decidió qué lugares mi familia podía conocer. Es la única responsable de que yo mirara de afuera muchas cosas, como la carrera de embolsados del colegio en donde participaban madres e hijas. Madres que no eran la mía, hijas que no era yo.

La poliomielitis la atacó a los cinco meses de vida. La historia la escuché de su boca innumerable cantidad de veces: Cuando mi papá me levantó de la cuna, mis pies chiquitos no tenían fuerza. Se caían como atraídos por la gravedad apuntando al suelo. Cada vez que lo dice, con sus manos imita el gesto de sus pies de bebé como si se acordara vívidamente.

Durante años de los años tuve que dormir sobre una tabla de madera. La mayoría de los enfermos terminó conectado a una especie de burbuja con oxígeno hasta morirse. El virus se iba comiendo distintas partes del cuerpo, algunos quedaron ciegos y otros totalmente inmovilizados. Los juntaban para que no se siguiera propagando. Imagínate. Mi familia tenía una buena posición económica que me dio la posibilidad de viajar todos los fines de semana a la Capital a que me hicieran masajes, yo tuve suerte, gracias a eso hasta puedo caminar.

La historia de La Pochi, siempre con los mismos detalles. La imagen del dormitorio repleto de tullidos desafortunados me atormentaba cada vez que la oía, aunque fuera de refilón.

Mi madre se caía siempre con una facilidad asombrosa y aunque indefectiblemente brotaban personas debajo de las baldosas en su ayuda, yo observaba con vergüenza su cartera abierta desparramada por el suelo. Miraba con odio porque no saltaba a la soga, ni jugaba carrera de embolsados. Porque tenía miedo a todo y me lo transmitía. Porque era diferente a las demás mamás.

Porque era renga y no me gustaba.

Cuando era chica, no notaba que el andar de mi mamá era diferente, para mí fue siempre normal. Yo había crecido viéndola caminar: caminar y punto. Su ritmo no tenía nada de especial, hasta ese día en 4to grado durante un acto en el colegio, en que vi a mis compañeritas  cuchichear y   reírse a carcajadas mirándome.  Una empezó a caminar como un orangután, se sumó otra, y otra y las carcajadas aumentaban. Entre risotadas gritaban y cantaban: ¡soy renga, soy renga, como tu mamá! La señalaban a ella, y me señalaban a mí. Caminaban los orangutanes por todo el patio del colegio, todas iguales. Yo las miraba muda, paralizada.

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Mi mamá  nos preparaba a mis hermanos y a mí una crema de chocolate que nos encantaba, nos daba la mano hasta que nos quedábamos dormidos con sus cuentos de ardillitas aventureras. Sus caricias eran tan suaves que todo en ella parecía ante mis ojos armónico.

A mi vieja nunca la vi en zapatillas, ni en ojotas, ni hubo un solo verano en que no se metiera al mar sin mi papá. Aunque estuvieran enojados él la tenía que acompañar. Nunca usó otra cosa que no fuera tacos. Taco chino con un enorme suplemento para maquillar la  diferencia de sus piernas, para que todo se notara menos.

De adolescente me escabullía con mi novio en mi cuarto y cerrábamos la puerta, tranquilos, porque la alarma siempre sonaba cuando la vieja se acercaba. Sus pasos nos anticipaban su presencia como una campana infalible.

Su andar siempre va a ser especial, su sonido sé que jamás lo voy a olvidar. Su lento caminar. Mi llanto ese recreo.

—Tené cuidado má, hay juguetes en el piso.

 Cuidado hija, no subas al árbol, no andes en patines, te podes caer y romper una pierna, no me hagas esto, no subas a ese trampolín, ¿Sola? No, no me parece, mira si te pasa algo.

 —¿Pero qué  creés nena? ¿Que soy tonta? No te preocupes, los veo. No me voy a caer.

Si mamá, mejor me quedo acá abajo juntando flores, me pongo casco, rodilleras, me dan miedo las alturas, nunca me voy a quedar sola, te lo prometo. Seguro yo no soy lo suficientemente ágil, seguro yo me voy a lastimar.

Dudo. Tiene a mi hija de meses  en brazos y no quiero herirla, pero tampoco quiero que sin querer le haga daño. Se la quito.

— Te digo que no me voy a caer.

—¿Cómo sabes mamá? Siempre te caés.

—Porque ando con cuidado hija, tengo a mi nietita en brazos.

No me convence, no se la devuelvo.

La vida me dio una mamá con una pierna corta, la nariz parada, las manos suaves y una imaginación infinita y yo le pongo la tilde a la perfección como adjetivo de belleza. Busco el equilibrio inmaculado en todo.

Hoy me toca a mí alimentar, educar y tener miedo. Hoy me toca a mí caerme, levantarme y entender que al fin y al cabo,  lo que falta o lo que sobra siempre  hace ruido. Como los tacos de mi mamá.