«Los chanchos» por Cecilia Calvet

Era el primer matrimonio igualitario del pueblo. Para ellas, marimachas, negras, lesbianas, era el acontecimiento del año.

Belén y Paola se conocían desde chicas. Se habían criado en el mismo barrio. Paola estaba en la plaza del centro el día en que a Belén la volvieron a echar de la sala de videojuegos. Ahí, en ese entonces, sólo entraban los pibes. Belén entraba porque parecía uno más. Pero  cuando se daban cuenta que era ella, la sacaban a la calle. Al salir levantó una piedra del piso y Paola la sostuvo para que no rompiera la vidriera.

Una noche  de verano fueron a Febo, el boliche de cumbia al que asistían casi religiosamente cada sábado. Bailaban bachata. Mientras sonaba “Eres mía” de Romeo Santos, Belén la miró fijo.  Sin  perder el ritmo fue acercándose como midiendo la reacción de Paola. Se mantuvieron la vista por unos segundos que parecieron eternos. Se apretaron una contra otra. Se sintieron los cuerpos llenos de sudor, se acariciaron a más no poder y terminaron en un beso explosivo. Poco les importó la mirada atónita de la gente del boliche.

Belén era albañil, robusta, rubiona y de ojos azules. Tenía las manos ajadas y ásperas. A pesar de su cuerpo torpe, se las ingeniaba para ser una amante intensa. Hubo una época en que cualquier piba que tuviera dudas sobre su orientación sexual trataba de saldarla pasando por su cuarto, en una especie de secreto compartido guardado bajo siete llaves. Belén no era Belén era “La Belén”. Y sabía mantener el silencio de sus amantes. Cuando se encontraba con ellas en la calle o en algún negocio las miraba con complicidad. Sus amigas sabían decodificar esas miradas con total claridad.

Pantalones anchos, camisas leñadoras, cresta con los costados bien rapados eran la marca registrada de La Belén. Una cuidada desprolijidad en la que basaba su atractivo.

Paola era de pelo oscuro y tez blanca. Delgada, la miopía le deparó anteojos desde pequeña. Venía de una familia numerosa. Tres de sus cuatro  hermanas eran tortilleras. La cuarta se había hecho evangelista para tratar de redimir todas las culpas. Completaban el cuadro familiar dos hermanos. Uno se había perdido en el alcohol, como el padre. El otro se había dedicado a tener unos cuantos críos que se la pasaban en casa de su abuela para no ver a sus padres golpeándose e insultándose todo el día. A pesar de haber pasado hambre durante su niñez, Paola se las ingenió para salir adelante. Hacía unos cuantos años que trabajaba en un taller de costura. Logró hacer entrar a casi toda la familia en épocas en que el laburo escaseaba. “Lo primero es el trabajo” repetía hasta el cansancio. Su orgullo era haber llegado a ser la encargada de personal del taller.

***

Una noche en Febo, La Belén bailaba en la pista. Junto a ella estaba su amiga Chori. Aún eran solteras y salían a robarles el corazón a cuanta indecisa hubiera por ahí. Las dos tenían mucho levante y a veces competían por eso, pero sin dejar de tener códigos. Esa noche La Belén fue la ganadora. Sofía, la hermana de los Juárez, había caído bajo sus encantos. La Belén la observaba, acodada en la barra,  mientras ella bailaba en el círculo que formaban las parejas. Giraban alrededor de la pista al ritmo de la cumbia santafesina. En un momento, Sofía Juárez se acercó a comprar una cerveza. La Belén le dijo al oído que la esperaba a la vuelta, en la esquina de la plaza. Sofía sonrió y le contestó que sí tímidamente. La vida de la torta de pueblo nunca fue fácil.

Los Juárez eran un grupo de hermanos que siempre buscaban pendencia. Se generaba una especie de escozor cuando se los veía llegar. No hubo noche en la historia de Febo en que no terminaran haciendo de las suyas y esa fue una.

La Belén salió a encontrarse con Sofía. Detrás fue uno de los Juárez. Chori lo vio y decidió seguirlo. Se prendió un pucho y salió en busca de su amiga. La Belén estaba esperando en la esquina pero en vez de Sofía se aparecieron sus hermanos. Odiaban a las lesbianas. Odiaban que tuvieran más levante que ellos. Encima se habían metido con la princesa del clan. Chori corrió la media cuadra que la separaba y sorprendió con un cross letal de derecha al más petiso del grupo. Cuando vio que lo había volteado y que el resto se distrajo gritó:

– ¡Corré Belén!

De alguna manera la vida les había enseñado a defenderse. Esa noche terminaron en una esquina del barrio charlando hasta que amaneció. La Belén se puso a llorar. Estaba cansada de la vida de mierda del pueblo de mierda. Chori la consolaba. Siempre fue el sostén. Era fuerte, era invencible. Las pocas veces que La Belén caía, Chori la animaba hablándole mientras le golpeaba fuerte la espalda.

***

-Chori, me caso- dijo La Belén.

Chori era chongo. Le gustaba que le dijeran Chori y en la intimidad quería que se refirieran a ella en masculino. Era el amigo inseparable de La Belén. Cuando se puso de novia con Rocío formaron el grupo de las cuatro: La Belén y Paola, Chori y Rocío.

-Me caso en dos meses.

Chori tardó unos segundos en reaccionar. Levantó la vista, como no entendiendo mucho y después le pegó un abrazo fuerte. La miró fijo y sentenció:

-Esto hay que festejarlo a lo grande.

El sábado, durante la previa de Febo, Chori sacó el tema. Mientras sostenía el vaso de Fernet y pinchaba un trozo de queso de la picada dijo:

-¿Ya calcularon cuánta gente van a invitar?

-Y ponele que seremos unas ochenta personas– contestó La Belén.

-Mínimo tienen que ser dos lechones de 15 kilos- Chori se había puesto seria y decidida.

-Estás loca-dijo Paola- No vamos a hacer ningún lechón. No nos da el presupuesto. Se harán unas pizzas, sanguchitos, saladitos, y birra a morir. Podemos amasar nosotras y así nos va rendir mucho más la plata.

-No, amor. Chori tiene razón. Algo de carne tiene que haber- dijo La Belén y se tomó un par de tragos de Fernet.

-Una fiesta sin un animal muerto sobre la parrilla, no es una fiesta– dijo Chori.

-¿Pero de dónde los vamos a sacar? Sale como tres lucas comprar dos lechones– dijo Paola un tanto ofuscada.

-Quedensé tranquilas. El lechón va a estar- aseguró Chori.

-Dejate de joder, si no tenés un mango– dijo Paola arreglándose los anteojos sobre la nariz- Y vos Belén, agradecé que nos vamos una semanita a Córdoba de luna de miel. Acá se terminó el tema chicas, no se habla más.

Pero Chori no se conformaba fácilmente. Era brava y peleadora, cualquiera lo pensaba dos veces antes de discutirle algo.

Rocío era femenina. Delgada, de tetas chiquitas. Parecía una adolescente que aún no se había desarrollado.  Le gustaba usar vestidos ligeros en verano, el color rosa y los brillos. Odiaba que le dijeran que no parecía lesbiana.

Hacía unos días que Chori estaba rara. Rocío lo notó pero no sabía qué le estaba pasando. Dos noches antes de la boda, Chori estaba tirada en el sillón mirando tele. Fumaba un pucho atrás del otro mientras Rocío lavaba los platos. Agarró el vaso y tomó los dos últimos tragos de la segunda cerveza. Siempre tomaba sola, a Rocío no le gustaba el escabio. Se paró de golpe

– Acompañame, Ro.

– ¿A dónde querés ir, Chori? – contestó sin entender demasiado -Mañana tenemos un día largo. Las pibas necesitan  ayuda para terminar de preparar todo.

Chori sacó del bolsillo de la camisa el atado de Particulares 30 y encendió uno pitando profundamente.

-Vos seguime– dijo mientras sacaba del cajón del bajo mesada unas bolsas de arpillera.

-Dale Chori, no seas porfiado. No queremos terminar presos hoy. Podemos solucionarlo de otra forma.

-¿Venís o te quedás?

Rocío la siguió sin agregar palabra. La obstinación para reparar injusticias era lo que más le gustaba de su novio.

Salieron. Montaron la scooter 110.

Lo tenía todo pensado. Iban a ir al campo de la vieja Oyhanarte. Esa señorita de familia bien que tenía casi todas las tierras que rodeaban al pueblo. Desde joven había sido vieja. Y ya de vieja seguía siendo la señorita Oyhanarte. De su casa salía poco. Nunca se casó y, según se comentaba, toda su fortuna la heredaría un sobrino lejano que cada tanto venía desde la Capital a visitarla.

La señorita era dueña de tienda Blanco y Negro, ese almacén de ramos generales quedado en el tiempo en el que en algún momento se vendió desde querosene hasta ropa interior. Una esquina enorme de pisos de madera que retumbaban al caminar. Ahí trabajaba la tía abuela de Chori. Llevaba más de cuarenta años de servicio.

La puerta del garaje de la señorita era de rejas. Desde la calle podía verse su Ford Fairline inmaculado, sin uso. Estaba como recién salido de la agencia. Chori se volvía loca con el  brillo de esa máquina. Soñaba con manejarla. Pasar a buscar a sus amigas para llevarlas a bailar. Pisarla fuerte y hacer rugir el V8 de esa nave infernal.

La vieja era una pintura fresca de los años veinte. Trajecito sastre de dos piezas: saco y falda siempre de color oscuro. Cartera con manijas cortas sostenida casi contra el pecho y unos guantecitos blancos de jersey que llamaban la atención por su intensa blancura.

Tomaron la ruta. Hicieron exactamente 20 km hasta llegar a un camino de tierra. La luz de la scooter titilaba y alcanzaba a iluminar apenas mientras avanzaban en la noche cerrada.

Llegaron a una tranquera. Chori llevaba la carabina, sogas y un cuchillo. Puso el celular en linterna y le indicó a Rocío que ayudara a iluminar el camino.

Rocío estaba nerviosa.

-Volvamos amor, volvamos, está la gente que cuida acá, van a llamar a la policía.

-Callate, Ro dijo Chori y tomó el fierro por el mango.

Abrieron la tranquera. Conocían el campo, conocían la casa, conocían el chiquero. La tía de Chori era amiga de los caseros y habían estado ahí miles de veces. Se bañaban en el tanque australiano que se llenaba con el molino. Rocío nunca se metía porque le daba asco el verdín.

Tomaron el camino. A lo lejos empezaron a ladrar unos perros. Chori apretó la carabina contra su pecho y apuró el paso. Rocío temblaba y hacía fuerza para no llorar.

Transpiraban a pesar del frío. Nunca habían robado pero el pueblo siempre se encargó de hablar de ellas. Esta vez lo iban a hacer con razón. Llegaron al alambrado del chiquero, se bajaron de la moto.

Chori dejó la carabina, sacó el cuchillo y la soga. Sin titubear se abalanzó sobre un lechón y le clavó con fuerza el cuchillo. El animal se le retobó. Rocío se largó a llorar. Chori luchaba y su novia le gritaba que se fueran. Mientras, espantaba los chanchos con un palo. El silencio de la noche se convirtió en un coro de chillidos insoportables. El chancho gemía de forma desgarradora. Los minutos que tardó en morir se hicieron eternos.

La revuelta del chiquero era cada vez más ruidosa y el llanto de Rocío también. Lloraba y gritaba mientras los chanchos corrían confundidos alrededor de su novia. Se empezaron a escuchar tiros.

-Te dije Chori, los caseros. Seguro ya están viniendo. Vamos, vamos por favor. Nos van a matar.

-No pasa nada- dijo Chori y clavó el cuchillo con potencia hasta el corazón de otra bestia.

-Lo hacen para que nos vayamos, pero jamás se van a acercar.

Chori se estiró en el barró hasta alcanzar la carabina, apuntó al cielo y contestó con un par de tiros  para que supieran que les convenía quedarse lejos.

El segundo chancho cayó muerto al instante. Chori lo había encarado con fuerza bruta y sin dudar. Rocío se arrodilló y largó un llanto profundo mientras miraba a Chori llena de barro y de sangre. Lloraba pero no dejaba de pensar cuánto le gustaba su novio. Sentía una mezcla rara de terror y calentura.

-Dale Ro, ayudame, abrí las bolsas.

Los animales seguían enloquecidos. Ellas no se escuchaban. Tenían que gritarse.

Chori pateaba y corría  los chanchos con una fuerza descomunal mientras se deslomaba levantando los cuerpos de las víctimas para meterlos en la bolsa. Parecía un animal más en una lucha cuerpo a cuerpo con los chanchos.

Levantó la moto y le pidió a Rocío que se sentara y apoyara bien los pies en el piso para no perder equilibrio. Tenía las venas hinchadas por el esfuerzo bruto. Levantó de a una las bolsas y las fue poniendo en el asiento. El rostro le brillaba por la transpiración. Se sentó y dio arranque. Iban las dos apretando las bestias muertas. Rocío sollozaba y hacía fuerza para no caerse. Contraía las piernas para sostener los chanchos. La motito se contoneaba, las bolsas aun tenían reflejos de vida que hacían bambolear a la tripulación.

Despacio se fueron alejando. La confusión de gritos, ladridos y chillidos fue apagándose para dejarle paso al sonido de mosquito de la scooter en la ruta. De repente vieron de frente las luces azules del patrullero.

***

La Belén y Paola se casaron a media mañana. Se sentían orgullosas de ser ese día el foco de las miradas. La Belén lucía traje y corbata. Paola llevaba un vestido sencillo de color claro. El civil estallaba de gente. La calle se había llenado de curiosos y el tránsito estaba cortado. La ceremonia fue corta. Al juez se lo notaba nervioso, así que se sacó el trámite de encima rápidamente. Era un día hermoso de sol. Apenas empezaron a salir del recinto el arroz llovió a mansalva y todo fue risas y saludos. Había mucha familia, muchos amigos, muchos vecinos. Poco a poco, a medida que saludaban a las novias, posaban para la foto. Después emprendían el camino hacia la casa de la madre de Paola, donde se haría la fiesta.

Los invitados llegaron  y el patio se llenó. En las mesas estaban dispuestos los sanguchitos, los saladitos y la cerveza. Todos  se acercaban con hambre voraz. Comían un sanguchito mientras sostenían otros tres. También tomaban mucha cerveza. El calor colaboraba para que los vasos se vaciaran rápidamente.

El patio era muy grande y estaba repleto. Quedaba al fondo de la casa y se podía acceder desde los dos costados. La gente entraba y salía para ir a la calle, adueñándose de la fiesta.

La cocina quedaba en uno de los extremos, a mitad de uno de esos pasillos por los cuales se podía llegar al patio desde la calle. Las hermanas de Paola, su mamá, y algunas compañeras de fútbol de La Belén se habían puesto al hombro la ardua tarea de reponer todo lo que fuera faltando en la mesa. Las bandejas iban y venían al igual que las botellas de Quilmes Cristal.

La torta estaba en una mesa sobre un costado. Tenía los colores del orgullo y dos nenas de la mano hechas de mazapán. Al lado de la torta estaba sentado el Peludo Aguirre, un borrachín del pueblo conocido por su voz ronca. Cuando vio llegar a La Belén y a Paola gritó fuerte:

– ¡Viva las novias!

Y toda la multitud las aplaudió.

La fiesta no había empezado y ya se habían comido casi todo. Era el primer casamiento igualitario del pueblo y todos los que las querían estaban más que felices. El equipo de voley en el cual jugaba Paola se llevaba el primer puesto en la ingesta de alimentos. Los primos de la Belén, albañiles como ella, curtidos por el sol, querían llevarse el premio de bebedores.

– ¿Y ahora qué hacemos amor? No queda nada. Ni de comer ni de tomar – dijo Paola preocupada.

– ¿Y si hacemos una vaquita y vamos a comprar cerveza y pizzas? Ahora ya están todos con el pico caliente ¿Quién se va a negar a poner unos mangos?– contestó La Belén.

-Esto es un desastre- Paola estaba a punto de llorar y se tapó la cara– Vamos a quedar como dos ratas.

-Tranquila hermosa, de alguna manera lo vamos a solucionar.

-Nunca pensé que iban a comer todo tan rápido.– Paola lloraba y se secaba rápido las lágrimas para que no se notara.

-¿Si vamos a la pizzería del Colo y le pedimos fiado? El Colo es buena onda. No nos va a decir que no.

De repente se acercó un primo de Paola:

– ¡Ey, Pao! ¡Qué linda fiesta! ¿Podrás traer unos sanguchitos más para este lado? – dijo señalando su mesa vacía.

-Sí, ahora pido que les lleven – dijo Paola y sonrió forzadamente.

Levantó la vista y vio que llegaba Chori.

Se había comprado una hermosa camisa a cuadrillé para ese día. Tenía unos jeans oscuros de hombre, caídos porque le gustaba que se le viera el elástico del bóxer que para la ocasión era Dufour.

Traía en la mano una bandeja enorme. Con ella venían Rocío y Juan, el remisero amigo. Ellos también venían cargados.

-¡Llegaron los chanchos! – gritó Chori.

Uno lo traía ella el otro lo traía Juan. Rocío tenía la bolsa de pan para armar los sanguchitos. Completaban el menú dos fuentes de ensalada rusa que Rocío misma se había encargado de preparar.

-¡Llegaron los chanchos, amigas! – gritó Chori con más fuerza mirando a las novias.

Se empezó a reír de las caras de sorpresa de La Belén y de Paola. No lo podían creer. Sus caras de alegría eran dignas de una foto.

– ¿Cómo hiciste, Chori? – preguntó La Belén– me vas a hacer llorar de emoción, amigo.

-Vos te lo merecés. Una fiesta sin chancho no es fiesta – dijo con ese tono firme que la caracterizaba.

-¿Qué es esto Belén?- quiso saber Paola

– No sé, preguntale a Chori, yo no tengo nada que ver.

– Subamos la música che, que esto parece un velorio – dijo Chori y la cumbia se empezó a escuchar con más fuerza-

Después se dirigió al remisero.

-Juan, dejálo en aquella mesa– le dijo mientras acomodaba el otro animal en una mesa al lado de la torta

Rocío le había prometido a Chori no decir nada sobre cómo consiguieron los chanchos. Pero el orgullo que sentía por su novio pudo más.

-No sabés cómo luchaban los desgraciados.

Belén escuchaba atenta, llena de admiración por su amigo.

-Al final nos cruzamos con la cana. Por suerte era  el Chipi, el milico putañero que siempre se lleva chicas al camino de tierra.

-Las ensaladas las hizo Ro –interrumpió Chori– ¡Ataquen! ¡Cada uno se arma su sanguchito!La carne de cerdo fue la más halagada de la tarde. Despedían un aroma increíble. Se  deshacían en la boca. No hay nada como el horno de ladrillo repetían los invitados.  Los chanchos fueron el sabor de la fiesta. Esa fiesta que para ellas fue el evento del año, y quizás el de la vida entera.