«Maquinista Savio» por Santiago Adano

Otra vez el frío húmedo de la madrugada. En verano era fácil: a las cinco de la mañana ya se adivinaba alguna claridad y se podía andar desabrigado y tranquilo. Ahora, en mayo, los días pegaban duro, el frío se ponía intenso y levantarse se hacía cada vez más complicado.

Recién empieza el fresco, pensó José. Se vistió, se puso los borcegos blancos y salió. Desde Maquinista Savio hasta Capital tenía dos horas y media de viaje. A las ocho tenía que estar en el frigorífico. El trabajo era pesado. Pasaba el día manipulando reses de doscientos cincuenta kilos, empujando bloques de carne a través de la sierra, desechando bolsas de hueso sobre esos camiones que llenan la calle de olor a muerte en verano.

Algo de ese trabajo le había enseñado una forma de abstracción profunda, un estado que también identificaba a veces con estar arriba del ring: no pensar en lo que se está haciendo, no pensar si se está cortando al medio el cuerpo de un animal que anteayer pastaba tranquilo a setenta kilómetros de Bahía Blanca o corriendo alrededor de un tipo al que acaban de echar de la fábrica llenándole la cara de golpes. Solamente seguir en movimiento, hacia adelante, sin pensar.

Laburaba hasta las cuatro y de ahí José corría -literalmente corría- hasta el gimnasio, que quedaba a cuarenta cuadras. Había elegido ese trabajo porque además de dejarle una moneda estaba más o menos cerca del lugar donde entrenaba.

El gimnasio había sido originalmente una fábrica de casettes, y en algún depósito todavía quedaban rollos de cinta magnética y cajas llenas de carcazas. Al fondo una puerta de chapa daba a un galpón enorme, algo así como un estacionamiento vacío con paredes de ladrillo desgranado. A pesar del estado calamitoso del edificio y de las máquinas, la gente se acercaba buscando a Raúl, a eso en lo que se había convertido Raúl después de ganarle a Whitaker y a lo que quedaba de aquello en él. Lo cierto es que el viejo todavía conservaba cierta mística y era un buen entrenador. Más de una vez había puesto en su lugar a algún pendejo para enseñarle algo, para joder o porque se le había hecho el vivo. Era un placer verlo dando saltos sobre la lona; era viejo pero se movía rápido y bien, con una gracia tan pasada de moda como hipnótica. Hasta José había transpirado y sufrido el rigor de sus golpes en varios entrenamientos hacía algunos años. Un infarto lo dejó avejentado y frágil. Fue después de eso que tomó al pibe como su protegido. En el gimnasio todos lo aceptaron como el orden natural de las cosas, porque él era un fuera de serie y porque sabían que para el viejo, de alguna manera, era como seguir estando arriba del ring. José tenía en el boxeo su única motivación. Era bueno, era el mejor de todos, y Raúl prácticamente lo había obligado a seguir yendo cuando su papá se murió y la familia volvió a lo de los abuelos en Maquinista Savio.

José llegó al gimnasio un rato antes del horario en que entraba el viejo. Saludó a todos, se cambió y entró al galpón. Fue hasta el centro del tinglado vacío y se quedó parado mirando el techo de chapa roto, después trotó bordeando las paredes llenas de helechos y antes de completar la primera vuelta encontró una paloma muerta en el suelo. Tenía las plumas revueltas pero no parecía que la hubiera cazado un gato, era el plumaje ralo y desordenado de las palomas enfermas. Le miró los ojos. Estaban vacíos. Le parecieron de vidrio, y también le pareció que temblaban. Se encontró pensando en la Luli, en sus viejos cuando estaban juntos, en su vieja ahora, en la noche de ayer y en las noches de verano en Garín, en Raúl, en esa pelea épica que le ganó a Pernell Whitaker en el ’83 -que él vio pegado a la tele en la casa de sus abuelos- y en el día en que le dijeron que había tenido un infarto. Parado enfrente de esa paloma cerró los ojos y se quedó quieto.

Cuando el viejo llegó y empezaron a entrenar lo midió de una. Siempre, fuera como fuese, rendía más que el resto de los pibes, pero el quilombo con la Luli lo había dejado en orsai y no pudo dormir nada.  Se pusieron a hacer foco y después de los primeros saltos Raúl habló.

-Algo te pasa. Estás pesado.

-No me pasa nada, Raúl.

-Algo te pasa.

Siguieron dando vueltas por el ring, el viejo recibiendo tranquilo y José tirando golpes, los dos mirando fijo los ojos del otro y tratando de aprender algo. Cada tanto Raúl le metía una mano cruzada y el pibe se vengaba con malicia, tirando algún golpe bajo. Los dos transpiraban, y si bien ninguno estaba peleando de verdad se podía ver que había cosas en juego. Cuatro o cinco pibes se quedaron colgados de las cuerdas y el resto fichaba de lejos. Cuando terminaron el viejo se sacó las manoplas, le dio unas palmadas y se bajó del ring secándose la cara.

-Algo te pasa- le volvió a decir desde abajo.

José se puso a hacer bolsa. Se abstrajo mirando todos esos kilos de arena enfundada ir y venir al ritmo de sus golpes. De fondo sonaba un enganchado de Gilda que bailó mientras pegaba.

Un rato antes de terminar se tuvo que sentar. Nunca había tenido la necesidad real de descansar, pero ese día estaba roto. Preocupado, pensando en la Luli, pensando en las tetas de la Luli, en los besos de la Luli, no había podido pegar un ojo en toda la noche. Vio entrar al Kevin por la puerta grande y se quedó sentado. Raúl vio como se miraban y por viejo y por vivo entendió casi todo. El Kevin estaba sacado y venía resuelto. José estaba pasado y no se movió.

-Ya hablé con vos ayer- le dijo.

-No vengo a hablar, gato- contestó el Kevin sacándose la remera.

-Ya te dije que no quiero quilombo.

-¿Ah, sí? – gritó el Kevin, y miró a todos alrededor. Siguió hablando, pero dirigiéndose a ellos:

-Te garchás a la novia de tu cuñado y ahora no querés quilombo.

Silencio.

-Parate ahora, gato.

Todos miraban a José. Querían ver la pelea.

-Parate, dale. Vine corriendo desde la estación para estar igual de cansado que vos. Te voy a dar por mí, por mi novia y por mi hermana.

Raúl miraba a José. No tenía por qué ser un ángel, pero el viejo siempre había sentido que era un pibe diferente, honesto. De alguna manera, en algún lugar, esto lo desilusionaba. José vio todo en sus ojos. No supo por qué pero tuvo que mentir.

-No es verdad, Raúl. No es verdad, está chamullando, me tiene bronca.

El Kevin sacó el celular y leyó un mensaje en voz alta. Después lo tiró hacia donde estaba José y el aparato reventó como un fuego artificial contra la pared descascarada del gimnasio.

-Dale, subite al ring, te dije.

José miró a Raúl, se miró los nudillos, cerró los ojos y respiró antes de treparse al cuadrilátero. Tenía miedo, pero era el mejor. Los pibes se juntaron alrededor, agitando. Raúl se puso su abrigo, agarró la mochila y salió a la calle.

Cuando los dos empezaron a moverse José todavía no había decidido si iba a ganar o perder. El Kevin se agitaba furibundo, estaba bastante regalado con la calentura que tenía encima pero José lo conocía y sabía que pegaba fuerte, así que no se iba a arriesgar a quedar a tiro. Lo había visto voltear al ex novio de la Luli de un solo golpe cuando ya andaban juntos pero ella todavía no conseguía separarse. El pibe se había avivado y se puso denso, cayó a la casa de la Luli con un fierro pero el Kevin lo convenció de que hicieran un mano a mano quemándole la gorra, sobrándolo y tratándolo de cagón. Al final el otro dejó el fierro y el Kevin le rompió la boca.

José era un tipo de sangre fría. Medía los pasos y los golpes pero sin demorarse en cálculos ni especulaciones. Cuando entraba en ese estado de abstracción se quedaba ahí hasta que el otro estaba en el piso. A veces entre round y round se imaginaba cómo hubiera resuelto Raúl alguna situación, pero no razonaba más que eso. Ahora pensó en el viejo, lo buscó con la mirada, confirmó que se había ido y se desorientó. Sintió algo raro, una quemazón en la nuca y un mareo y le dieron ganas de fajar al Kevin. Algo se le encendió en los ojos y el Kevin lo vio. Dio dos pasos para atrás tratando de dominarse. Él también había visto al José tumbar a unos cuantos pibes en el barrio y le temblaron las piernas. Lo vio avanzar con una tranquilidad felina, seguro, saboreando los golpes. Cuando estuvieron cerca José tiró dos manos cruzadas para medir al Kevin, que ahora además de estar caliente estaba cagado y entonces por un segundo descuidó la guardia: José coló una mano en el espacio vacío entre los dos puños temblorosos de su cuñado y lo tiró al piso con una caída estrepitosa. El Kevin despatarrado sobre la lona lo puso a pensar de nuevo. Otra vez lo atacaron la quemazón y el mareo, pero ahora, mirando al Kevin tendido en el piso, sintió pena. Lo dejó levantarse. El Kevin sabía que tenía ventaja moral y se incorporó con tranquilidad, consciente del salvavidas que le estaban tirando pero sin una gota de vergüenza. Ya no le interesaba que la pelea fuera justa: si los pibes del gimnasio agarraban a José por la espalda y se lo sostenían, el Kevin le iba a dar hasta la mañana. Una vez levantado volvió a avanzar sobre José que lo recibió defendiéndose a medias, distraído. En ese frenetismo el Kevin quedó totalmente al descubierto otra vez, se dio cuenta y cerró los ojos para recibir un golpe que no llegó. Entendió que el Jose estaba en una, vio la oportunidad y se le abalanzó.

El Kevin labura operando un martillo neumático. Tiene los brazos duros como quebracho. José tiene las manos delante de la cara en posición de defensa, pero sin fuerza ni peso.

José mira al Kevin con una cara que el Kevin no entiende. El Kevin da uno, dos pasos, se acomoda, levanta el brazo derecho y lo descarga en la frente de José. El golpe es tremendo. La caída es lenta. Parece que se estuviera acostando. Queda tendido boca arriba, los ojos abiertos, escuchando el «uhhhh» de los muchachos del gimnasio que nunca lo habían visto en el suelo. José se pone a pensar por tercera vez en el día. Piensa en hospitales, en su vieja llorando, en un cartón de vino rico, en su ropa blanca de trabajo colgada en el patio, en una teta grande como el sol, en un perro. Siente un golpe en el riñón derecho. El ardor le hace cerrar los ojos y lo desespera. La adrenalina se dispara como un torrente y el José deja de pensar. Si estuviera parado el Kevin no abre más la boca en su vida, pero ahora recibe otra patada y otra más.

La respiración agitada de los dos, el sonido seco de los golpes, las exhalaciones del Kevin cuando golpea y del José cuando recibe, todo suena reverberante en el gimnasio, en medio del silencio que tapa todo como un frío.