«Día del padre» por Cecilia Canzonetta

Me despierta el celular con una llamada de mi viejo. Me dice de ir a almorzar y ahí me acuerdo, hoy es el día del padre.

Es domingo y el reloj todavía no marca las doce del mediodía. Me pasa a buscar y sólo estamos él y yo. No es que sea hija única sino que mis hermanos hace años que viven afuera y mamá viaja bastante a visitarlos. Por eso se dan estos momentos en que papá y yo nos encontramos solos.

El cielo está totalmente despejado. Decidimos almorzar en la Costanera. Bajamos del auto y camino al restaurant, lo agarro del brazo. Nos sentamos en una mesa mirando el río. Papá se pide una gaseosa porque está manejando, yo, una copa de vino. Se sirve y con el primer sorbo, me pregunta:

-Para vos, ¿dónde está el futuro?

Busco a mí alrededor a ver si puedo esquivar la pregunta, que, inevitablemente, está dirigida a mí. Voy a necesitar una segunda copa de vino. Le respondo levantando las cejas y la cabeza.

-No, el futuro está acá- dice y se toca la nuca -Lo que tenemos adelante es el pasado, porque siempre estamos mirando a través del pasado. El futuro, en cambio, lo tenemos atrás. Porque no lo podemos ver.

Miro por la ventana, el sol del mediodía acaricia el río que está calmo. El cielo azul, tan claro, parece estampado contra el horizonte como si al extender la mano pudiera tocarlo. Debajo, la superficie de las pequeñas olas se reflejan en un manto plateado.

Después del almuerzo papá me dice que me quiere llevar a un lugar. Cruzamos la Costanera y entramos a un predio enorme bordeado por el Río de la Plata. Es el Parque de la Memoria. Abierto y desolado. Cemento y pasto. Entramos.

-Empieza acá-me dice.

El sol pega de frente. Delante de mí se levanta un paredón gris de unos cinco metros de altura. Se extiende a lo ancho hasta chocar con otro paredón que nace en perpendicular  y que se extiende hasta chocar con otro y, así, hasta  perderse en el horizonte. Cada paredón se divide en columnas donde están escritos el año, nombre completo y edad de la persona. Se aclara, también, si estaba embarazada. Miro para adelante, el paredón es infinito. Comenzamos a recorrerlo por la rampa que lo bordea, empieza en el año 1970.

Primera columna.

-Estos son los que mataron en Trelew.

Siguiente columna.

-Los caídos en William Morris. Mirá, acá esta Ramus.

Pienso en las veces que paso por esa estación con el tren de San Martín, cada vez que voy a trabajar. Apoyada sobre la ventanilla imagino aquel tiroteo.

Otra columna.

Se sabe el nombre de pila o el nombre de guerra de las personas que figuran.

Otra columna.

El sol me pega en los ojos y las letras sobre el paredón gris se hacen ilegibles. El camino por la rampa en subida es cada vez más pesado. Sé que vamos a llegar al año en que murió la primera mujer de papá. No quiero ver su nombre.

Otra columna.

Mire donde mire mis ojos chocan contra paredes de hormigón que me separan de un posible mundo exterior.  Las columnas son todas iguales y aunque mire para adelante no logro orientarme para alcanzar la salida.

Otra columna.

Cerca nuestro hay una señora mayor  acompañada por un hombre más joven. Escucho que también hablan de nombres.

Otra columna.

Falta menos para llegar a ella.

Otra columna.

En medio de la calma y el silencio, pasa una chica de no más de treinta años. Está corriendo por el medio del parque escuchando música por sus auriculares. Corre, liviana, ajena a la realidad que la rodea y que, a mí, me aplasta.

Otra columna.

-Acá está. Y acá está la hermana.

Se acerca y toca los nombres.Los leo. La menor, la que vive, la que yo conozco, debería tener en ese momento 17 años. La hermana del medio, 23. Ella, 27. Superé en edad a la primera mujer de papá.

-¿Cómo murió la hermana, pá, sabés?

-Se tomó la pastilla porque la agarró una pinza.

Pinza, dedos, embute, cita cantada, orga, sala Q, ovejear, lanchear. Me gustaría no saber lo que todo eso significa. No saber que era mejor tomarse una pastilla de cianuro a que te torturen.

Otra columna.

La señora y el hombre se apoyan contra el paredón y se sacan una foto. No sonríen a la cámara.

Otra columna.

Me quiero ir de acá.

Otra columna.

-Mirá, Oesterheld. Una, dos, tres, cuatro. Cuatro hijas.

Otra columna.

Quiero un día del padre normal.

Otra columna.

16, 17, 15, 16, 16, 18, 15, 15.

Mis pacientes tienen esa edad y lo único que hacen es jugar a la play.

Otra columna.

Papá se agacha leyendo las edades, apoya una mano contra la pared y con la otra se agarra la cabeza moviéndola en negativa. Murmura milicos hijos de puta, milicos hijos de puta.

Otra columna.

Pasa un hombre en bicicleta con su hijo. Se acercan y tocan lo que está escrito.

Otra columna.

Acá hay nombres, no hay cuerpos.

Llegamos al final del camino donde por fin ceden las paredes y se abren ante nosotros nuevamente el pasto y el cielo. Respiro lento y profundo para atrapar la brisa reconfortante que llega del río. Respiro, respiro y pestañeo, mirando a mí alrededor, abro y cierro los ojos porque siento que voy a llorar y no quiero. Éstos no son mis muertos. Papá, al lado mío,  no se entera de nada de lo que me pasa. Se queda parado y mira la inmensidad del Parque.

-Lo construyeron al lado del río porque ahí tiraban los cuerpos.

Salimos en silencio y subimos de nuevo al auto.  Me habla y yo miro por la ventana sólo para evitar hacer contacto visual con él. Nunca lo vi llorar. ¿Por qué debería verme él?  Las personas se unen cuando comparten el dolor, lo que no sé es si todos los dolores pueden ser compartidos. Miro por el espejo retrovisor cómo nos alejamos del río, que ahora lo veo marrón y me huele a carne podrida.