«Amargo» de H. Morel

– La cocaína es más rica en las encías.

Se lo digo en voz baja, sorprendiéndolo por detrás, aprovechando que se encontraba solo en la esquina distraído con el celular. Mis hijos aún están lejos. Arrastran los pies a mitad de cuadra, estirando con los dedos la bola de chicle que mastican y el beneficio de libertad que les da mi culpa de divorciado.

Lo reconocí de lejos a pesar de que solo veía una silueta oscura, delgada, como si fuera una de esas figuras simples de líneas de los carteles de tránsito. Supe que era él por esa forma de estarse quieto y oscilante a la vez. Hacía mucho tiempo que no lo veía, quizás diez años. Me alegré al reconocerlo a la distancia, pero ahora que estoy junto a él, no sé si me entusiasma tanto.

Se lo dije de memoria, sin pensar siquiera que la frase abre la puerta al mundo perdido, a la amistad más antigua de compañeros de escuelas y de la joda. Nos convertimos en concuñados y nos distanciamos por esas cosas que tienen las familias (aun las políticas). Simulamos cumplir los deseos de ese clan matriarcal mientras nos escapábamos por las puertas de atrás al mundo que compartíamos. Simulamos hasta que nos dimos cuenta de que no lo hacíamos, que éramos eso que querían, que no nos importaba serlo y que no había más puerta de escape. Creo que hasta nos peleamos.

Ahora, después de años, nos reencontramos ambos libres de esposas pero no de ataduras. Los dos divorciados nos hallamos devolviendo nuestros hijos a metros de la casa de nuestra ex suegra. Los suyos ya deben haber corrido adentro de la casa con la abuela. Sé que gozan con él de tanta libertad como los míos pero hay menos cajitas felices y cines. No la pasan tan bien supongo, y me da un poco de pena. Pero también me alegra saber que no soy el peor de todos los padres como dice la madre.  Ni siquiera el segundo peor, como dice mi ex suegra.

-Olvidate- me dice, cuando se recupera de la sorpresa, riéndose y levantando un poco la voz volviéndola a bajar en seguida. -Qué hacés, hermano- pregunta, exclama, ríe, todo en la misma frase.

Reconozco esa mirada de lobo pero algo más nublada, con marcas de haber sido mal domesticado a golpes y alcohol. Hay tipos que nacieron salvajes y deberían morir así. Para qué insistir en cambiarlos, pienso sin querer cuando lo veo y lo sé enredado en una maraña de problemas.

En apenas unos instantes somos lo que fuimos, un par de pibes libres, inmortales. Nos miramos con avidez como tratando de vernos, pero no estoy seguro de verlo a él. Hacía mucho que no me lo cruzaba, ni en una foto. Nada.

No puedo explicarlo, ni siquiera entenderlo, pero sigo viendo a mi amigo de veinte que está a varias vidas de este.

– El Black siempre me pregunta por vos, mostro- me dice.

Black era nuestro proveedor preferido hace dos vidas atrás. No puedo creer que siga en el negocio, no puedo creer que siga vivo.

No sé si éramos de sus mejores clientes pero sí de los más confiables o de los más confiados. Recuerdo su sorpresa la noche en que, desesperados, aparecimos en su conventillo en medio del Docke a comprarle. Nos quería matar. Por lo menos eso nos parecía cuando nos apuntaba con el revólver negro desde lo alto de la escalera. En otros rubros Black sería un vendedor muy confiable porque consumía su mercancía, pero en esta línea de trabajo eso endurecía un poco todas las transacciones.

-Ahora le compro al hijo. Vive ahí también. El Negrito ¿te acordás?

-Me acuerdo.

Me acuerdo la tarde que fuimos a la casa de Black a comprarle merca. Se había quedado con los chicos. La madre había ido a trabajar por que no tenían un mango. El Negrito volcó la taza de leche y no había más, ni leche, ni guita. Los noventas eran duros en todos los aspectos. Y Black, luego de retarlo, pensó en darle una uña de coca para que dejara de llorar y sacarle el hambre. Lo convencimos de no hacerlo no tanto por el Negrito, sino porque así conseguiríamos más.

Durante meses nos reímos pensando en el Negrito con los dientes de leche apretados surcando en su triciclo los pasillos del conventillo.

Mis hijos aprovechan mi viaje al pasado y corren en círculos, riéndose. No sé quién persigue a quién.

-¿Conocen al tío? – le digo a los chicos emocionado,

-Sip. Hola, tío – le dicen en un derroche de educación y de emoción para ellos.

-Chau, tío – lo saludan después casi a coro y corren hasta la entrada de la casa.

-Oíme, tenemos que hacer algo, eh- me dice y me toca el brazo porque no lo miro. Estoy viendo a mis hijos. -Salgamos a tomar, dale.

– Sí, sí –le respondo con la cabeza y lo miro a los ojos para que deje de tocarme. Me gustaría aspirar un par de rayas cortas, aunque no creo que sea la misma sensación de libertad y poder, pero qué importa.

-Yo invito. Tengo una ticita linda y conozco un lugar donde ir manija. Por un tiro las minas te hacen un bucal en el baño- me dice con entusiasmo.- Ojo, no son la Xipolitakis, pero nosotros tampoco somos pilotos de Aerolíneas.

-Dale, dale – le digo, un poco de compromiso, pero también bastante ilusionado con una noche larga que amanezca distinto.

-Te espero acá, mostro, llevá los chicos. Te espero acá.

-Dale.- respondo.

Sé que lo denunciaron por violencia de género. Por lo que conozco las veces que todo se fue al diablo era cuando regresaba borracho y duro.  Observo que se mantiene a una distancia prudencial como si pesara sobre él una restricción.

La entrega de mis hijos es rápida y eficaz, un trámite burocrático de una oficina aduanera cualquiera. La abuela chequea si está todo en orden: mochilas, gomitas para el pelo, el sobre para la madre, y después de eso los acepta con un «saluden a su padre».

Los chicos no prestan demasiada atención a nada, cumplen y soportan los abrazos y los besos pero parece que ya están pensándose adentro, frente a la compu o la tele, con los primos, hasta que los vengan a buscar las madres.

-Chau, Rossi- me despide la abuela, mientras cierra la puerta pero antes de terminar me sugiere como suelen hacerlo en la familia: – Llevate a tu amigo.