Los charcos, por Juan Lalanne

Ilustrado por Leo Lamberta.

Juan lo tenía agarrado por la cola y lo hacía girar por sobre su cabeza cada vez más rápido. Lo veía pasar una y otra vez sin poder distinguir sus rasgos. Aullidos de desesperación se juntaban con sus carcajadas y con las de Alejo. El árbol estaba a más de cinco metros. Cerró su ojo izquierdo para hacer mira en él y empezó la cuenta regresiva. 

¿Va a morir del susto antes de que lo tire?, se preguntaba mientras miraba la cara de Alejo que le gritaba y lo alentaba a que terminara el trabajo con sus ojos desencajados, los pómulos enrojecidos y las venas del cuello a punto de reventar. Podía sentir sus ansias de sangre. Si lo sigo girando durante toda la noche, ¿se muere antes del susto o de hambre? ¿Cuál es el límite del sufrimiento de este puto gato?

El primer recuerdo de Juan era de cuando tenía unos 5 años. Las piernas de sus padres detrás del mantel de hule que colgaba y lo escondía. La mesa era una trinchera y su madre un ejército, pero con apenas unos soldados mal armados. El enemigo tenía tanques, misiles y lanzallamas. Y brazos gruesos.

―Gordo, ¿no está Luis en el bar todavía? ―preguntaron las piernas de la madre.

―No lo cubras. Hay chicos apenas más grandes perdiendo brazos en la guerra, ¿y este inútil no puede limpiar bien un puto piso?

Luego vio cómo las piernas de su padre trastabillaban y él caía al suelo en cámara lenta intentando salvar la botella de turno. Sus ojos se cruzaron y corrió como el diablo. 

―¡Tiralo, idiota! ―le gritó Alejo ―¿Te da pena ese gatito de mierda?

Sintió que era la última vuelta, lo supo en lo más profundo de su ser, de la misma manera que sabés que va a entrar cuando agarrás la pelota de lleno y en el aire. El gato también lo supo, en su aullido se escuchó la aceptación de quien se sabe derrotado.

El siguiente recuerdo era estar atrapado contra la ventana de su cuarto y su padre pronto para atacar. El piso jamás quedaba bien a los ojos de su padre. Lo quería limpio y sin manchas de humedad, algo imposible en aquella casa que parecía un queso gruyere. Lo había intentado todo: lavandina, cepillo de alambre y hasta soda cáustica, pasando centímetro por centímetro, quemándose las manos y la mucosa de la nariz que al día siguiente le sangraba y sentía deshecha. Todo por encontrar aquella última mancha de humedad que siempre se escondía.

No le dolía, ya se había hecho amigo del dolor: mientras sucedía miraba por la ventana. La lluvia caía y el reflejo en tonos amarillos y celestes de las pocas luces en los charcos funcionaban como puntos de enfoque. Aprendió que si esperaba en su lugar ya con los pantalones bajos los golpes dolían menos, con una especie de cariño de fondo. Le resultaba divertido y patético a la vez que fuera tan fácil manejar a un ser humano. 

El gato jamás lo hubiera entendido, animal estúpido. Salió despedido con dirección y velocidad justa. Alejo saltó de alegría. Atrás el bosque ya estaba oscuro y salían los últimos humos de las fábricas, a su espalda el ruido de los bares abriendo y esos mismos obreros llenándolos: las risas, las peleas y hubiese jurado que, en el momento previo al choque del gato contra el árbol, hasta el tintineo de los vasos chocando entre sí. 

El cuero abrazó la corteza mientras su relleno salió al mismo tiempo por los dos extremos formando un maravilloso espectáculo en tonos rojizos y bordó sobre el negro lienzo que era el bosque al anochecer. 

―¡Sos un pro! ―le dijo Alejo con admiración. 

―Es sólo un gato, no es para tanto ―mintió mientras notaba subir la adrenalina por sus brazos y piernas. Se acercaron al árbol y Juan lo recogió del piso y le cortó la oreja derecha con cuidado extremo, como quien limpia una copa de cristal. 

―¿Cómo es el número que viene después de diecinueve? 

―Veinte ―respondió Alejo. 

―Veinte entonces ―dijo mientras guardaba la oreja en una bolsa llena de manchas de sangre.