Fantasmas, por Mariana Otegui

Ilustrado por Martín Otero

La primera luz asoma. De la galería que balconea a la pileta se ven los cerámicos rotos del mural tropical: las cabezas de los cisnes quebrados, las palmeras arrasadas, la arena desparramada en pedazos de esmalte pintado. La pileta quedó partida, toda el agua se escapó hacia los pisos de abajo, no pudimos salir. Alejandro duerme.Todo está muy quieto y no escucho nada alrededor, apenas los rasguños de las ratas que merodean entre los escombros. ¿Por dónde entrarán? Desde la esquina, apoyada en la escalera metálica, veo las colas moverse. Nunca se nos acercan. Ellas no pueden ayudarnos a escapar de esta pileta vacía. 

Nunca entendimos qué pasó. Alejandro y yo, patada, brazada, la resistencia del agua, abrazarnos, nos falta el aire, tenemos que emerger. La explosión de gas en el edificio de al lado sacudió todo el club, sus ocho pisos, su pileta, gimnasios y vestuarios, todo destrozado, incendiado. Algo cae sobre nuestras cabezas. Pedazos de cisnes, palmeras y arena de un mural que reflejaba una vida feliz en un paraíso de azulejos. El estruendo de la explosión arrasó con todo alrededor. Creo que hay más gente, no recuerdo, siempre hay gente alrededor nuestro. Alejandro flota boca abajo al lado mío, los dos entramos en un círculo, en otro espacio, todo es silencio, no hay gravedad, ya no importa lo que quedó pendiente. Permanecemos así bastante tiempo o quizás unos segundos, nos queda el recuerdo del tsunami. Con una bocanada de aire profundo reaparecemos parados en la pileta vacía. ¿A dónde fue toda el agua en la que nos gustaba nadar? 

Estamos intactos, nos sonreímos, estamos bien, tranquilos. Mientras buscamos en los salones del club a alguien más, nos damos cuenta de que estamos solos, no escuchamos nada, quizás sea por la explosión. Rescatamos un sillón desvencijado, colchonetas húmedas, percheros rotos, no sabemos bien para qué, vamos rearmando un hogar escenográfico. Encontramos un lugar seguro en esta pileta vacía. No hablamos de lo que pasó. Yo simplemente trato de buscar una salida. Sin embargo, cada vez que intento abrir una puerta es imposible, el picaporte parece escapar de mis manos, resbala. Alejandro ni siquiera lo intenta, prefiere esperar que algo suceda quién sabe cuándo. No intenta pedir ayuda, no grita, no busca algo que pueda salvarnos. Se lo ve cómodo en este nuevo espacio que habitamos. La rutina se torna insoportable. 

Todos los momentos parecen iguales. Me desperté en un llanto mudo, otra vez el mismo día. El único registro del tiempo es la luz que a veces se filtra a través del hueco en el techo, quizás sea invierno, los días son nublados y no veo ningún pájaro en el cielo, tampoco los escucho cantar por la mañana. 

Voy a seguir a las ratas cuando vuelvan a aparecer. Ya las reconozco y creo que ellas a mí también. 

En la pileta vacía queda un resto de agua marrón llena de hojas. Ya no nadamos. Él se mueve en la cama improvisada, parece que se despierta, se toca adormecido. Entreabre los ojos y ve que lo espío desde el sillón. No le importa, se acomoda, se da vuelta, estira una pierna. Se rasca la cabeza y se huele los dedos. La mezcla del olor a sus genitales húmedos y a la grasitud de su pelo ya no le es familiar, a mí tampoco. Su tristeza nos invade, me ahoga y me arrastra a un lugar del que quiero huir. Su brazo cae a un costado y todo su cuerpo parece hundirse en los azulejos celestes. Me mira con melancolía. Me llama para que me quede un rato a su lado. Le pido que se levante. Las ratas rasguñan en algún rincón. Tengo que seguirlas, buscar ayuda y volver a buscarlo. Alejandro ya no quiere salir de acá. Ese día de invierno, uno que recuerdo, salimos juntos de la pileta. Atravesamos el pasillo largo del club. No se escuchaba nada, el lugar sólo nos devolvía la resonancia de nuestros pasos. Caminamos uno al lado del otro con el bolso al hombro. Nos tomamos de la mano con los dedos entrecruzados. En la parada del colectivo me rodeó la cintura, me besó, lo besé, me dijo que fuéramos a su casa. Cuando llegamos no había nadie. Dejamos los bolsos y nos tiramos en el sillón. Lo degusté como a un hueso, lento, deseando que no se acabe, hasta que su sabor lo invadió todo. Tranquila y satisfecha apoyé mi pecho en su espalda, lo abracé con fuerza, era mío, lo había devorado. Nos dormimos en un sueño dulce como la muerte. 

Ahora lo veo sentado en la pileta vacía. Me pregunta en qué estoy pensando. Me acerco y me recuesto a su lado. Pienso en todas las veces que estuvimos juntos después del tsunami. Mis manos te atraviesan sin detenerse en ningún punto. Ya no puedo percibir tu olor. Me gusta creer que seguís acá conmigo, que vos tampoco quisieras estar solo. Creo que si nos perdiéramos en este lugar no podríamos volver a encontrarnos nunca más.

―Nada, pensaba que quizás no nos busquen nunca. 

Me mirás sorprendido, no te gustan esos planteos y menos cuando recién te despertás.

―¿Por qué con eso otra vez? Ya escuchaste que hay golpes detrás de la pared, van a venir. Yo creo que quieren encontrarnos, que volvamos…

Su voz ya no es una vibración, es el eco de lo que fue, se va esfumando en el aire, como un latido irreal.

Voy hasta el lado contrario y me apoyo en el borde de la pileta. Miro hacia arriba, el cielo azul aparece recortado por el rectángulo que dejó el hueco de la claraboya.

―¿Y si intentamos salir por ahí? ―señalo hacia el cielo.

―Imposible, no tenemos con qué trepar. Y no sabemos qué hay del otro lado. Puede ser peor.

―Gritemos entonces.

―Ya gritamos mucho. Sólo nosotros nos escuchamos.

Vuelvo hacia él, quiero abrazarlo antes de que se mueva. 

―Voy a seguir durmiendo un rato más. 

―Esperá. 

Las tres ratas paradas en el montículo de basura y escombro chillan y escarban en la pared, me miran, esperan que las siga, es mi última oportunidad. Yo sé que Alejandro ya no las escucha ni las puede ver.

Lo atraigo hacia mí. Pasa su brazo alrededor de mi cuello, me besa, me dice que no le importa si nos encuentran o no, él quiere estar una eternidad en ese lugar conmigo. Me levanta en sus brazos, cruzo mis piernas en su cadera, apoyo mi cabeza en su espalda. Una lágrima baja por mi mejilla, llega a su hombro y sigue deslizándose sin que nada la absorba. Me sienta en la escalinata y me besa en el cuello, separa mis piernas y mueve su mano para acomodarse dentro mío. Nos abrazamos y nos fundimos, somos simplemente una transparencia, una imagen velada de los dos. Toda una eternidad juntos, nunca más seré joven, vos tampoco. El tiempo sólo nos dejó recuerdos.

De la claraboya vemos entrar un rayo eléctrico y entonces temblamos. La luz nos fulmina y ya no somos más cuerpos, ni olor, ni suavidad, ni sabor, ni sudor; sólo nosotros dos convertidos en polvo.