Rompiente, por Mailén González

Ilustrado por Naty Ezequiela

Me falta el aire. Afuera llueve hace horas sin parar.

Estoy encerrada en esta habitación blanca y vacía. Toda transpirada. No me dejan sacarme la ropa. El dolor me brota por los poros. 

Acaricio mi panza dura y enorme. Te acaricio ¿Estás ahí?

Tengo miedo. Siento fuego en la parte baja de la espalda. Me agarro la cadera por los costados. Aprieto con las manos tirando hacia atrás. Me alivia un poco.

Camino, ciega, por toda la habitación blanca. No busco nada. Siento que el cuerpo me queda chico. Que tiene vida propia. Que voy a explotar. No quiero. 

Me agacho, agarrada de la baranda de la camilla. Flexiono las piernas. Me cuelgo un poco. Escucho ruidos de puertas, voces. Agudizo el oído y contengo la respiración. Pasaron de largo. ¿Dónde está Julián? Necesito olerlo, que esté al lado mio. Escuchar su voz, que me diga lo enojado que está porque no lo dejaron pasar, que me cuente que quiso meterse por una ventana, que me haga un chiste para distraerme.

Una fuerte puntada en el utero me hace aullar de dolor. Sé que algo no está bien. Mi panza se retuerce pero el bebé no se mueve. Todavía no le pusimos nombre. Queríamos conocerlo primero, verle la cara.

El médico de la guardia me trató muy mal. Necesitar su ayuda me hizo sentir impotente.

—Quiero saber si está todo bien. Las contracciones empezaron a la madrugada, pero desde ayer a la noche que no lo siento moverse y estoy asustada —le dije al hombre canoso con guardapolvo blanco, que no me miró ni una sola vez a los ojos.

—¿Y recién ahora venís? No entiendo qué se piensan. Ahora nosotros tenemos que salvar las papas.

—¿Cómo salvar las papas? Mi obstetra me dijo que no salga antes de tiempo, que cuente las…

—El quirófano está listo porque hubo otra cesárea recién — me interrumpió—, así que ahora vas al tacto y vemos si operamos.

—Quiero llamar a mi marido —dije sintiendo una contracción que venía.

El hombre se levantó sin responderme y salió cerrando la puerta. Me enjauló para que no me lo coma vivo del odio. Me dejó sola.

El techo me pesa sobre la cabeza. De repente no siento fuerzas para sostenerme parada. Las rodillas se me doblan y, agarrándome del borde de la cama, llego al piso. Mi cuerpo tiembla sobre el mosaico frío con olor a lavandina. Tiembla de miedo, de frío, de dolor. Tiembla por un llanto que me quiebra, como la tierra en un acantilado. Las piedras se desmoronan y yo caigo rodando con ellas.

—¿Qué hacés en el piso, mamita? Levantate, por favor —me ordena una voz chillona. Nunca la escuché entrar. ¿Me desmayé? No puedo responder. No puedo moverme. La voz no atraviesa mi garganta. Estoy desplomada. La panza me pesa, como una piedra en el fondo del mar que hunde a mi cuerpo con ella.

Unas manos frías y fuertes me agarran de los brazos y me obligan a sentarme. Como puedo, levanto la vista. Tengo la cara llena de pelo pegoteado con lágrimas y mocos.

—Arriba. Vamos que tenés que ir para el quirófano.

Veo su cara borrosa. Sus labios se mueven pero dejo de entender lo que dicen. Siento que me sacude de los brazos y el sonido vuelve de un golpe, junto con un pitido. Me sobresalto.

—¿Quirófano? —pregunto, como recordando una pesadilla —Julian. ¿Dónde está Julian?

—Ya te dijimos que los papás esperan afuera. Arriba, mami, que nos vamos.

Trato de balbucear una pregunta. No me sale nada. Ella me agarra de los brazos de nuevo, esta vez tirando con más fuerza, y me pongo de pie.

—Dale, caminá que no es para tanto —me lleva empujándome por el pasillo. Siento su fuerte olor a cigarrillo mientras me habla. Las paredes son grises. Hace más frío ahora. No sé donde está la salida. Escucho el llanto de un recién nacido. Miro hacia adentro de una habitación al pasar y una chica muy joven intenta amamantar a su bebe que llora con fuerza, sentada en una silla. Pasan varios enfermeros charlando, no me miran.

En la puerta del quirófano me agarra una contracción fuerte y necesito parar. Me agarro de la puerta, de la enfermera, respiro. Entramos y ahí está el hombre canoso. Una camilla en el centro de la habitación con una fuerte luz blanca encendida. Varias personas se mueven de un lado al otro, ocupadas.

—Acostate —me ordena el médico.

—Sacate el pantalón y la bombacha —agrega la enfermera por lo bajo.

Obedezco. Me subo con dificultad a la camilla. El peso sobre la espalda me aumenta el dolor y la presión en la cadera. Instintivamente quiero levantarme, pero unas manos me lo impiden con firmeza.

—¿Sabes cómo salió el partido de Brasil? Me perdi el final —le dice el médico a un enfermero.

—2 a 0. Ahora hay que ver si Camerún gana o pierde.

—No pegué una en el prode… A ver, nena, abrí —me dice con voz seca.

Estoy perdida. Me quiero ir de acá. Pero abro las piernas.

Siento los dedos cubiertos por un guante entrar por mi vulva, mi vagina y un estallido de dolor inmenso que me sube por toda la cadera hasta el pecho, dejándome sin aire. Aúllo y cierro las piernas.

—No quiero cesárea, quiero que me digan si el bebe está bien.

Huelo mi propia sangre. En un impulso le pego una patada al médico y me lo saco de encima.

—¿Qué hacés, loca? —me grita la enfermera.

Me abalanzo sobre ella pero caigo al piso torpemente. Ya no siento dolor. Sólo fuego. Mi cuerpo late. Me pinchan con algo y aúllo de nuevo. El fuego es cada vez más intenso. Los bordes de mi piel me quedan chicos. Ya no hay lugar.

Levanto la cabeza y la veo. Me mira muda, con una cara de sorpresa, que después se transforma en asco y más tarde en horror. Sale corriendo y la puerta vaivén queda en movimiento. Veo pies que corren. Tengo mucho calor, me estoy ahogando. Trato de sacarme la remera pero en la desesperación me la arranco. Noto que mi panza ahora está cubierta de un grueso pelaje gris y mis garras son muy afiladas. Olfateo mi entrepierna y pruebo mi sangre con la lengua. Me lamo, me limpio. Necesito salir de acá.

Ahora rujo con todas mis fuerzas. El temblor de la tierra me atraviesa y se vuelve estruendo.

Me incorporo. Salgo al pasillo. Estoy en alerta. Todo el pelaje erizado. Tengo sed. Me agazapo unos instantes y después corro buscando la salida. El piso es resbaloso. Percibo un movimiento a mi izquierda. Es una mujer que me mira por una ventana y grita. Me acerco despacio mostrándole los dientes a través del vidrio.

Siento la panza endurecerse y se que no hay tiempo. Huelo el piso buscando señales que me lleven a un lugar seguro. Descubro algo. Un rastro ineludible del zapato de cuero de Julián, el olor a piedritas mojadas de la puerta de mi casa. Él estuvo por acá. 

Lo sigo. Llego a una puerta negra. Entro.

Esta habitación es diferente. Hay poca luz. No hay camas. Hay un escritorio, muchas carpetas y cajas. Olor a papel, a café, flotando en el aire.

Estoy jadeando pero no es por la corrida. Es la adrenalina en mis venas. Hace mucho calor. Tengo el hocico mojado y la saliva me cae por los costados de las fauces. Las orejas buscan en todas las direcciones algún sonido. No hay nadie, pero Julián estuvo acá. Estoy segura.

Olfateo el aire. Me agacho para mirar al ras del piso. Nada.

Me relajo. Me lamo las patas. De las tetas me salen gotas de leche. Siento venir la contracción y gruño. Pasa, y todo es silencio. Me acurruco en el piso. El vacío quieto me abraza, por primera vez, con ternura. Respiro.

No quiero separarme de mi bebe. No quiero que otros lo toquen. ¿Y si no puedo protegerlo? ¿Y si soy yo su mayor peligro? Siento vergüenza. Tengo el corazón roto.Tengo terror a la muerte. Al fracaso. Me volví egoísta, paranoica. Sensible. Escucho una ira antigua, fosilizada adentro mío. Lloro lágrimas de odio. Estoy atrapada en mi propio cuerpo. Me siento maldita. Lloro lágrimas de frustración. Estoy perdida. No sé para dónde ir, ni qué hacer.

Contracción. Viene como una ola enorme que me obliga a pasarla por abajo del agua. Temo que me revuelque y me lastime con su fuerza, pero salgo a la superficie y respiro. A los pocos segundos viene otra. Y luego otra. No tienen fin y yo no tengo fuerzas y empiezo a dejar que me golpeen y ya no puedo hacer nada. Me hundo en ese mar azul y cristalino. Caigo despacio. El agua suave me acaricia y me trae un alivio momentáneo. ¿Cómo será la cara de mi bebé? Soy una cobarde. Tengo que intentar llegar hasta él, aunque me duela, aunque me parta al medio, aunque no tenga idea cómo voy a hacer para vivir con el corazón fuera del cuerpo. Ya es tarde. Pase lo que pase, ya soy madre y él ya es mi hijo.

La panza se me pone dura y acompañada de una punzada de dolor. De repente lo siento patear.

Me meto la mano en la vulva y toco una superficie dura. Estoy a punto de partirme al medio. Si hago fuerza ahora me voy a romper en mil pedazos, para siempre. Pero no puedo escaparme a ningún lado. Es el momento.

Un sonido profundo sale desde mi pecho con la fuerza del pujo. Retumba y reverbera, haciendo vibrar el océano que nos rodea. Acompañado de un río de agua, sale el bebe de adentro mío. Lo agarro con mis manos. Lo doy vuelta para verlo. Tiene los ojos muy abiertos. El cordón azulado todavía nos une. Llora.

La puerta se abre. Levanto la vista, asustada. Es Julian. 

Entra corriendo hasta llegar a mí.