Mesa de luz, por Lu Linares

Es la primera noche de verano que siento desde mi cuarto el croar de los sapos en el parque. Cuando el bebé dormita, puedo escucharlos. Voy entrando en un sueño que tengo que controlar, por lo menos hasta que Benicio se desprenda de la teta. Miro mi mesa de luz y no la reconozco. De repente fijo la vista: algo se mueve entre las cosas. Es una sombra que se desliza entre el chupete y el termómetro del bebé. Subo la intensidad de la lámpara y vuelvo a mirar. Se escurre entre el desorden. El reloj dice que son las 4.23 AM. Con una mano vuelvo a la intensidad baja de la luz y me convenzo que es el cansancio lo que me preocupa. Tengo a Benicio en brazos, está entredormido. Me acomodo en el respaldo de la cama, sentada aguanto un poco más. Julián no comparte ninguna de esas cuestiones, lleva cinco horas durmiendo de un tirón. Su mesa de luz está intacta: una foto, el control remoto, el celular y la caja metálica para armar cigarros. Duerme boca abajo y su pierna sale de la cama en busca del equilibrio entre temperaturas, un manifiesto del descanso. 

Todo está en penumbras. Con mucho cuidado busco un pañuelo en la mesa de luz. No lo encuentro. No encuentro nada mío. Antes tenía algún libro, mi humificador para aromaterapia y un reloj vintage con números enormes. Lo tuve que sacar, hacía ruido y no había espacio. La lámpara es la huella de que todo eso existió. La maternidad es difícil de noche. 

Benicio succiona con fuerza. Lleva veinticinco días en la vida y veintitrés en casa. De vez en cuando me retuerzo un poco porque las grietas en la teta no cicatrizan. Me mira, me duele y está comiendo. Lo escucho. Su respiración cambia y se relaja hasta dormirse. Quiero apagar la lámpara y ahí vuelvo a verla. Se esparce entre una oscuridad que nunca es plena. Corro las toallitas húmedas y la crema de caléndula. La sombra toma una forma más gruesa y se fuga. Miro el piso y no hay nada. Con Benicio en brazos, salgo de nuestro cuarto.

Mientras cruzo el pasillo a su habitación, espío la casa. Antes me encantaba por amplia. Ahora está todo por esquivar: la ropa, el carrito, un corralito sin armar aún. No quiero mirar. La habitación no tiene una sola marca suya. Sobre la cajonera está el portarretratos que le trajo mi suegra. Es una foto de todos los primos. “Así los va conociendo”, se justificó cuando vio mi cara al abrir el regalo. La vieja hace esas cosas. 

—Ya se metió —me digo mientras bajo la foto.

Los primos son criaturas horrendas. Trillizos de nueve años. A uno se le desvía un ojito cuando te mira fijo, como si persiguiera algo que se mueve por detrás tuyo. Me acuerdo cuando en el cumpleaños de setenta de la vieja se pusieron a jugar al hockey con sapos de la quinta. Festejaban los goles cada vez que los reventaban. Tuve escalofríos cuando se acercaron a los empujones para tocarme la panza. Uno de ellos lo logró. Benicio, con ocho meses de gestación, reaccionó con una patada. No fue rechazo, sino ganas de salir. Me muero si sale así, me dije. Ese día me asusté. ¿Qué se puede hacer con un hijo y su lado salvaje? La respuesta fue: nada. Julián festejaba los goles de los nenes. Cuando le reproché, me respondió que él también había jugado a eso, que no sea exagerada y acarició la panza. Definitivamente esa foto se va al fondo del cajón. Necesito algo dulce.

Vuelvo a mi cuarto, lo acuesto en su cunita. Lo dejo en una maniobra imposible, enrollándolo con mi brazo. Me tiro en la cama. Al acomodarme trato de molestar a Julián con toda la intención del mundo. 

—¿Qué pasa? ¡Voy yo! —responde medio dormido. 

—¿A dónde vas? Lo acosté recién. ¿Me traés agua? 

—La próxima voy yo —dice y vuelve a dormirse.

Ahora veo mucho más cerca la posibilidad de envenenar a Julián y que la cicuta haga el resto. Casi que puedo ver cómo se mueven sus piernas involuntariamente mientras convulsiona y el corazón intenta latir entre los temblores y un balbuceo errático: ¿qué me pasa? Nada amor, descansá.

Mis fantasías se cortan porque la vuelvo a ver. La sombra es corpórea y avanza entre las pezoneras y el talco Johnson’s. El olor químico a bebé se impone mientras muevo rápido las cosas. La sombra se diluye en ese movimiento. Miro la pared que a media luz tiene un ángulo distinto. Cierro los ojos un segundo, al abrirlos miro la hora en el despertador de Julián: 4.35 AM. Benicio llora y voy a buscarlo. 

Tiene hambre. Cuando toma la teta es tierno. Los tres somos tiernos justo ahora. El papá duerme porque en unas horas vuelve al laburo, así que aprovecha el sueño acumulado. Yo estoy deshaciéndome de cansancio, como un matambre hervido en leche.

Prendo la luz y busco una babita para ponerme en el hombro. No hay ninguna limpia. Despacio abro el único cajón que tiene la mesa, donde hay una pila de babitas bordadas que trajo mi suegra. Están ahí, ordenadas de prepo. Meto la mano para sacar una y tanteo un plástico que envuelve algo de metal. Son baterías. Están como esperando. Quedaron en el cajón de la época en la que lo habitaba un vibrador, forros, pañuelos descartables y algunos geles. Me acuerdo de ese Julián y los desplomes juntos. Ahora, nada de lencerías ni detalles. Tengo este pijama de corazoncitos, que nunca hubiese comprado, pero es por mucho el regalo más práctico que me hicieron. Las pilas, durante el reinado del algodón, van para el monitor del bebé, que todavía no sacamos de la caja.

Cierro el cajón y eso oscuro que antes era una sombra está en una esquina de la mesa, la miro de frente, se mueve rápido y desaparece. Corro las tijeritas de las uñas, el alcohol en gel y el ácido fólico. Julián también se mueve en el otro lado de la cama. Lo miro de costado. Vuelvo la vista a la mesa cuando se despierta. 

—¿Te traje agua?  —dice. 

—No, gordo. Todavía espero.

—Pensé que lo había hecho —. Se levanta para ir a la cocina. —¿Querés chocolate, Mechi?  —me pregunta desde el marco de la puerta.

Hace días que no escucho mi nombre. La pediatra me dice mamita, mi mamá me dice hija, mi suegra: nena. Benicio no dice nada todavía. 

—¡Dale! ¡Qué rico! —le sonrío a Julián por el gesto. 

Benicio duerme. Ahora el llanto es mío. Es de ganas de dormir y de sentir ese olor amargo pero suave que tiene mi bebé. Es porque faltan mis cosas en ese lugar, que no sé dónde ponerlas, es porque Julián no sabe cómo tratarme. Me seco los mocos con otra babita del cajón. 

—Es amargo el chocolate, ahora que leo —me dice Julián entrando con un vaso de agua en la otra mano.

—Odio el chocolate amargo, pero dame —. Vuelvo a mirar la mesa de luz.

—¿Qué pasó? 

—Algo se movió. ¿Lo viste? ¡Está ahí! 

—No, no vi nada. —. Levanta el sonajero de peluche que esta junto al chupete.

—Pará, no te vayas. Ayudame a buscar.

—¿A buscar qué? No hay nada.  —Agarra a Benicio y se lo lleva a la cuna. 

—Eso que veo, Julián.

—Decime qué ves. No veo nada Mechi. Son casi las cinco de la mañana. Necesitás dormir.

No lo miro a él, busco la cosa que se mueve entre las sombras de la lámpara en mi mesa de luz. Desde la cama me inclino y miro todo. Él se pasa la mano por la frente y busca dos segundos. El resto del minuto me mira fijo. Me clava un silencio profundo que sólo interrumpe su resoplido.

—Me voy a dormir al sillón así descansas cómoda. Mañana vemos cómo ordenamos esto. 

—¿Ese es tu modo de resolver? ¿De darme una mano? —. De reojo veo a esa forma oscura subirse a la mesa.— ¡Ahí está otra vez!

—Mechi, descansá. Nos vamos con Benicio al otro cuarto. 

—¿Te vas a llevar al bebé? —. Elevo el tono de voz y Benicio se despierta. 

—Dejemos dormir a mamá —. Julián lo agarra y se van.

Me doy vuelta y solo está mi silueta en la pared. Nada más. Me acuesto dándole la espalda a la mesa de luz. Escucho el croar de los sapos más cerca, casi dentro de casa. Benicio llora en la otra habitación. El corazón se me acelera, doy vueltas. La oscuridad vuelve a la mesa y tiñe todo. Me levanto rápido y empiezo a tirar pezoneras, sonajeros, peluches. Estallan contra el piso los frascos con gotitas y el termómetro. Arraso con todo. Mi silueta se proyecta en la pared y avanza furiosa. Este huracán que soy ahora arranca la lámpara de la mesa de luz. El calor de mi cuerpo baja rápidamente, el cansancio me abraza por los hombros y me empuja a la cama. Solo la oscuridad en otra oscuridad me calma y puedo dormir.