“Tranquila” de Leticia Leveroni

Ilustrado por Martina Trach

Hace una semana tu cuerpo todavía estaba tibio. Yo lloraba y decía que te amo, que te voy a amar toda la vida. Dije tu nombre en voz baja y la hora, nueve y cincuenta, y abrí un poquito más la ventana, como me dijo Nelly que tenía que hacer cuando llegara el momento.

Después la busqué a Ceci, la enfermera que nos había recibido cuando te trasladaron a esa habitación, la 1514.

Esa noche preguntaste con claridad si te estaban llevando a operar, después la medicación o el proceso mismo hizo de todo un balbuceo que apenas podía distinguir. Repetías lo mismo: No puedo más. Ay Dios. Qué dolor.

Lo único distinto que dijiste fue “No hay ninguna manera, mi amor” a mi pregunta sobre de qué forma podía ayudarte. Había en el armado de esa frase un esfuerzo enorme por dejarme tranquila.

Aunque hacía una semana que no te oía la voz, sí te escuché quejar en esos días. El martes a la mañana me despedí luego de haber pasado la noche sola con vos. Cuando te saludé con un beso en la frente y te dije que volvía en unas horas, te despertaste, levantaste los brazos con una fuerza descomunal, abriste los ojos y negaste con la cabeza.

Te sostuve como pude los brazos y la mirada, mientras te decía que tenías que quedarte quieta. Tu cuerpo aferrado a la vida, haciendo un esfuerzo increíble por permanecer acá. Por pedirme que no me fuera, mientras la que se iba eras vos. En cuanto volvieron a sedarte me fui llorando por la calle Perón, con el corazón completamente roto.

Todos esos días me dio miedo quedarme demasiado ahí y también no estar todo el tiempo. Temí faltar en el momento justo aunque algo dentro de mí intuía que íbamos a estar solas cuando llegara, tal como fue. Tu corazón dejó de latir en el momento de mayor calma de toda esa semana. Yo estaba preparada, segura de que iba a pasar ese día.

Me ocupé con tranquilidad y seriedad de todo lo que había que hacer. De donar tus córneas, de llenar los papeles, de hacer la denuncia de la libreta del DNI en la comisaría, de devolver tu DNI de tarjeta, de buscar una foto donde poder agradecerte y prender una velita, de cenar aunque ya era demasiado tarde. Y al otro día, de reservar la sala velatoria, de tener la plata preparada, de desayunar bien, de avisarle a todos, de estar un buen rato al sol, de armarte un ramo de flores a mi medida, de abrir todas las ventanas posibles, de sacar los símbolos religiosos, de ponerme un pulover naranja que sentí como escudo y recibir con una sonrisa a todos los que vinieron a despedirse de vos.

Sé que hubieras apreciado mucho el refugio que construyeron mis amigos y amigas en la sala más chica. La ronda de mates y galletitas bañadas de risas, anécdotas y críticas despiadadas a personas que nunca vieron antes y probablemente nunca volverán a ver.

Después me llevaron a cenar a la esquina de nuestra última casa compartida. El humor negro reinó la noche y la lluvia nos esperó a que termináramos de comer en la vereda. Fui bien recibida en el Club de los Huerfanitos. Las cervezas con mi ex novio también me abrazaron en la comodidad de lo conocido. No necesité ninguna excusa para sentirme bien.

Al día siguiente todo fue distinto. La llegada tarde y torpe a la casa velatoria sumada a qué me olvidé la plata para cancelar el servicio provocaron el desmoronamiento. En ese estúpido gesto de humanidad, me cayó la angustia, el cansancio, la impotencia y la ausencia anticipada. Sentí que me iba a desmayar junto con la certeza de saber que no iba a volverte a ver, que de ahí donde te estábamos llevando no ibas a salir.

La llegada a Chacarita detrás del auto fúnebre moderno y plateado. La silueta de Nico recortada sobre el fondo que parecía de utilería y fue lo único que vi por un rato. La espera de los demorados, el gris plomizo del incipiente invierno. La peor letra del mundo con la que escribí y firmé la autorización de tu cremación. Los seis varones que te depositaron sobre el lugar indicado. Lupe dándome la mano fuerte y sin dejar de llorar un instante. El techo con humedad del crematorio. El detalle del sistema que se lleva el cajón hacia adentro en esa sala vacía y luminosa. El cartelito pobre que indica que allí se hacen los saludos. Los anteojos que nos compramos en Manhattan empañados, el miedo a perderlos. Los arrebatos de llanto breves. La tía. El abrazo familiar. Mi papá.

La sucesión de imágenes mechadas con humor negro en el día más triste de mi vida. 

Después fuimos a desayunar a ese bar en el Barrio Cortázar donde habíamos almorzado juntas  la primavera del año pasado, antes de que te fueras de viaje, cuando todo esto era completamente impensado.

No había rastro del perfume a jazmines y el sol de aquel mediodía. El bar Rayuela en el lánguido otoño porteño, con Silvio Rodríguez de fondo y sin vos no era el mismo lugar. Mi mundo es ahora mismo algo completamente desconocido.

Toda esta semana me dio culpa sentirme bien, volver a trabajar, reírme, planear cosas para el futuro, tener ganas, retomar mis actividades, hablar con distancia de tu muerte, tu enfermedad y vos.

 Y hoy que volví a quedarme quieta y en silencio, con una lluvia espantosa afuera, las imágenes me desbordan por los ojos. Caen empujadas por la presión de otras lágrimas y por la fuerza de gravedad, sin responder a ningún pensamiento específico. Nadie me preguntó cómo estoy y un poco lo agradezco.

Todavía no te extraño, todavía no entiendo que no estás. Tu amatista violeta me cuelga del cuello hace una semana y cada vez que la descubro sin querer, te sonrío al aire.

A esta hora de la semana pasada seguía haciendo trámites y tomando decisiones sobre cómo íbamos a continuar en las horas siguientes y ahora siento que no puedo programar nada de lo que va a pasar en las próximas horas.

Di de baja tu celular, la semana que viene tengo que llamar al banco, cambiar la titularidad de Netflix. Todavía no me animé a borrar tu perfil. Seguís siendo el primer número en mi teléfono. Me compartí tus fotos de Google y me llegó un mail a tu nombre, sé que lo mandé yo pero igual me dio impresión. Quise eliminar tus cuentas en las redes sociales y no sé la contraseña, no quise probar, seguro es alguna cosa que puedo descifrar o incluso puede que esté anotada en algún lado. Lo voy a dejar para otro día.

Nunca había tomado decisiones por vos ni por nadie antes, creo. Y en este tiempo me tocó pensar qué pasaba con tu tratamiento, con tu cuerpo, con tu despedida, con tus cenizas que hoy me llamaron para ir a buscar, con tu casa, con tus gatos, con tu auto, con tus cosas.

Las cosas son como tienen que ser, lo importante era que dejaras de sufrir, hacía tiempo que no aguantabas más y yo tampoco. Nos había ganado la desesperanza aunque hicimos todo lo que podíamos siempre. Si desde algún lugar me podés ver, sabés que voy a estar bien. Creo haber estado a la altura de las circunstancias.

Contuve a todos durante estos días, expliqué con calma qué no había otra opción, y claro que me duele muchísimo pero estoy tranquila de haber estado al lado tuyo hasta el último segundo, de haber hecho todo lo que pude.

Ahora me amenaza un almuerzo familiar y toda esa tranquilidad desaparece. Es el día del padre y vamos a comer en lo de la tía, voy a ver a los chicos. No sé cómo vamos a soportar el almuerzo.

Llueve de nuevo y pienso que tu casa llena de goteras se está mojando y que debería hacer algo pero no me puedo mover.