“Lo llamaban Popeye” de Mariano Guier

Ilustrado por Caro Dido

Lejos de un trabajador forzudo o un experto hombre de mar, su figura rozaba lo opuesto. Tenía un andar lento, como pidiendo permiso, una pose siempre encorvada y las manos entrelazadas por la espalda. Un pibe temeroso, esmirriado y titubeante. Tan inseguro que irritaba, pero infinitamente vulnerable.

Renata lo había castrado. Sus discursos plagados de hipocresía, su repulsión por la figura masculina y una enfermiza perversión, habían modelado un ser vacío, reducido a un ramillete de indecisión. ¿Cuánta culpa y manipulación pueden caber en la fragilidad de un nene de ocho años? Aun así, faltaba una marca, un penoso sello que permitiera identificar al personaje en lejanía, sin necesidad de intercambiar palabras.

Para Renata, encontrar aquel patético conjunto de marinerito fue equivalente a alcanzar un orgasmo, uno como hacía años no tenía. El detalle final para convertir a su hijo en un eunuco perpetuo. Un mutilado emocional.

—Vos no tenes ni la menor idea de lo que tuvo que hacer mamá para comprarte este conjunto. Me maté trabajando —le dijo su madre mientras lo bañaba lentamente—. Me privé de cosas. La emoción por verte con el trajecito, pero vos ni te lo queres probar. Siempre fuiste un egoísta, siempre tenías que estar vos primero. Tu papá se la vio venir y nos dejó, sabelo. Nosotros éramos una pareja feliz, pero tuviste que llegar vos para arruinarlo todo.

Camisa blanca en V con vivos azul Francia, pantalón corto abotonado haciendo juego y corbatín al tono. Con meticulosa perversión, el conjunto se transformó en indumentaria oficial y permanente, acompañando desde compras al super hasta juegos con amigos en la plaza. Ya arrancaba la adolescencia y el traje, con pocos arreglos, seguía firme, testigo privilegiado de una obediente cobardía.

Pero la historia había comenzado mucho antes. Después de la siesta que terminó en embarazo, Renata bajaría por largo tiempo la persiana de su sexualidad. Aquella tarde y con Marcos ya dormido, soñó un mal sueño, tan perfecto como fallido: se lo presentaría de inmediato a sus padres, que rezongarían por un casamiento de apuro pero al fin entenderían. El verdadero amor siempre se impone, pensaba. Después habría tiempo para la gran fiesta de compromiso, con anillos y jura de votos ante Dios. Arrullada por las imágenes, abrazó a su amado hasta quedar profundamente dormida, con la plenitud que sólo entregan los orgasmos y las bodas perfectas.

A la mañana siguiente, Marcos ya no estaba. Juntó su pantalón, puchos y hasta ochocientos mangos que Renata guardaba en la mesita de luz. Ni una nota dejó. Fue su primer y último novio, si es que así se puede llamar a un triste polvazo a las apuradas. Jamás superó la decepción abandónica con bombo incluido. Nueve meses de odio, depresión y vergüenza, con intentos abortivos y firme bloqueo paterno. “No le faltes el respeto a Dios. Ya pecaste, y ahora queres tapar un pecado con otro todavía peor. Te educamos en valores cristianos, pero se ve que no aprendiste nada”.

La vida se transformó en calvario y la figura masculina dejó de ser bienvenida en su relato. Sepultó el deseo sexual y consagró su líbido en demoler futuramente esa deformidad que crecía dentro suyo y en la que anidaba el rencor. El nacimiento lo transformó en un monstruo viviente. Una tortura que se empeñaba en recordarle todo lo que ella quería olvidar.

Sin embargo, una densa noche de verano, observó entre sueños una nueva versión del gastado film. La película se proyectaba sobre un descascarado cielo raso. Marcos regresaba, vencido y cargando la denigrante cruz de la culpa. Mientras suplicaba, Renata lo miraba superada. Entonces él se incorporaba despacio y se sumergía en una frenética adoración de su clítoris.

A centímetros de la explosión, el film se fundía en negro y las luces del dormitorio recuperaban la realidad: una oscura pieza de 3×2 y un techo plagado de rajaduras. Frustrada y confusa, al levantar la vista lo vio. Estaba sentado al borde de la cama, congelado, con su traje de marinerito inmaculado. Renata le exigió que completara el delirio. Necesitaba desesperadamente acabar.

—Sí, Marcos, así. No pares. Siempre supe que ibas a volver. El verdadero amor, yo lo sabía.

Fueron unos pocos segundos. Mágicos para uno, arrasadores para el otro. Eternos para los dos. Una masturbación electrizante que desempolvó siglos de represión. Un cuadro tan patético como escalofriante, plagado de orgasmos, gemidos y contorsiones. En la punta de la cama, él lloraba sin control. No entendía porque su mamá estaba sufriendo tanto. Sólo encontró tibio refugio adentro del trajecito azul Francia. El conjunto pasó a ser su armadura. Mezcla de perversión, algodón y poliéster.

—Mami está cansada, tuvo un día difícil hoy. ¿Vos sabes que los chicos buenos le hacen caricitas a la mamá, no? —dijo Renata mientras su mirada se endurecía—. Yo te voy a enseñar y lo vas a hacer cada vez mejor. Así. Suave. Lento. Circular. Este va a ser nuestro secreto. Los nenes y las mamás siempre tienen secretitos, ¿sabías?

Claro que no lo sabía, pero la escena se volvió ritual. Manos y mente lograban entidades disociadas. Podía sumergirse en las obscenas caricias y, a la vez, mirar atentamente El Zorro en blanco y negro por Canal 13. No tardó en construir una ficción ordenadora: detrás de los cinco minutos de falso juego, la dama hostil que hacía llamarse “mamá” se tranquilizaba y hasta sonreía.

Sólo entonces se sentía un poco menos inútil. Sólo entonces había algo más que castigo. El circuito funcionaba como un reflejo condicionado: caricitas era zafar del hostigamiento, de noches oscuras llenas de culpa y reclamos. Un falso oasis en medio del desierto. Ya no hacía falta exigencia, él generosamente se ofrecía. 

—Mami, ¿hacemos nuestro secretito? Voy a buscar la ropa de marinero y vuelvo. 

Es difícil precisar cuándo, pero hubo un momento en que lo comprendió todo. Ya andaría por los trece, y aun así no pudo oponerse. A su destino, a las perversas exigencias de Renata y, mucho menos, al uso del patético disfraz. Alguna vez lo intentó, es cierto. Pero una presencia tan ausente como invisible lo controlaba. La mente prisionera, enjaulada dentro de un cuerpo. Y el cuerpo también rehén, preso en un trajecito azul y blanco con corbata.

Para todo Lobos fue siempre Popeye. ¿Cómo no llamarlo así?

Su vida hizo un click con el ingreso al secundario, justo cuando empezó a escuchar aquellas voces. “Los de arriba”, así las llamaba. Y del mismo modo como en su casa podía masturbar y ver El Zorro, en la escuela intentaba agradar a los pibes mientras complacía los reclamos de sus voces internas.

—¿Pero con quién hablás, retrasado de mierda? -le dijo una mañana un pibe de la bandita más pesada.

—Por favor Omar, perdóname. Yo no lo hago a propósito…Es que “los de arriba” me hablan. Me hablan todo el tiempo. Y a veces no sé a quien contestarle primero.

La Escuela Nº 5 de Lobos lo tomó de punto y se convirtió en el felpudo del colegio. Casa y escuela eran un infierno en continuado. Renata se preocupaba porque todo siguiera igual, sin cambios. Por nada del mundo quería resignar aquellas caricitas secretas. Lo acompañaba hasta la puerta del colegio y le acomodaba la corbata azul. Poco importaba que ya rozara los dieciocho.

—Dejalos, qué sabrán esos pervertidos. Ellos no tuvieron la suerte de tener una mamá como la tuya. Pensalo, ¿qué hubiera sido de tu vida sin mí? -Era inevitable, todos los días cerraban con la frase vibrando en su cabeza: “¿Cómo hubiera sido mi vida…?”.

Cada 17 de marzo, fantaseaba con largas y profundas charlas con su papá. La casa nunca tuvo teléfono, pero Marcos, su padre, lograba de algún modo el imaginario contacto. Le decía que lo esperara, que estaba cerca comprando la torta y las velitas. Pero, sobre todo, que nada había sido su culpa. En ese universo caníbal y amenazante, encontrar una figura ausente a quien idealizar representaba un salvoconducto a la vida.

Pero los estrechos laberintos de su mente espaciaron los llamados, entonces “los de arriba” fueron ocupando más y más espacios.

“Viste, tenía razón Renata. Vos sos el culpable de que nos abandonara”. “A todos decepcionas. A tu papá también. ¿Por qué crees que no te llama más?”. “Andá maricón. Corré a hacerle caricitas a Renata. No sea cosa que mamita se enoje…”. “Ahora, ¿vos no pensas hacer nada, idiota? ¿Se puede ser tan patético, tan cagón?”.

Su cabeza era una olla a presión donde las imágenes se disparaban sin control: Renata, las caricias, el Cabezón Omar, el veneno para ratas, la ropa de marinero, el cuchillo de cocina. Cumplía veintitrés y se sintió incapaz de procesar un nuevo abandono. La locura se espiralizó al infinito.

Matar a Renata en plena masturbación no aportó solución. Es cierto que así evitó las vergonzantes visitas al colegio para enderezarle el corbatín, pero a diario se preguntaba por qué, aun cumpliendo con la exigencia de los fantasmas, no había logrado acallarlos. ¿Acaso no fueron “los de arriba” los que lo obligaron a hacerlo? 

Lo había fantaseado hasta el hartazgo, pero la huella invisible de Renata lo detenía. Un espectro omnipresente, un ojo que todo lo ve. Hasta ese día, apenas se había permitido ficcionarlo: estrangularla con una almohada, ponerle algo en el té de la mañana, dejar el gas abierto casi como en un descuido. Pero jamás se pensó capaz de amputarle el clítoris con la oxidada cuchilla de acero con la que fileteaba milanesas. Tampoco lo hubiese creído si alguien le contaba que la ató y observó su lento desangrado con una decena de capítulos de El Zorro corriendo de fondo y en continuado. Pero lo hizo. Así y todo, “los de arriba” se enojaron: “Che, viene medio lenteja el tema. A ver si cortas algunas otras partes y vamos apurando el trámite”, le susurraron al oído.

Las voces me lo exigieron. Fueron los de arriba. Yo no. Yo jamás me hubiese animado a hacer algo así -decía mientras se afeitaba y veía correr la sangre por el piso de madera. 

Esa misma noche agarró la F100 destartalada y enfiló para el cabarulo de Roque Pérez. Estaba desatado. Eran apenas 50 kilómetros pero, en el pueblo, recorrer esa distancia equivalía a atravesar el Atlántico. Nadie lo conocía ahí. Se escabió todo lo que le pasó cerca y le empezaba a costar andar parado. 

—¡Sí, hijos de puta!. Yo la maté, claro que la maté— decía arrastrando las palabras y sosteniendo un tubo de Vasco Viejo con la mano derecha—. Pero pensé que me iba a sentir mejor, más liviano. Ellas me lo habían prometido —. Los parroquianos se miraban y no podían aguantar la risa. Un chupado, aparecido de la nada, vestido con un conjunto de marinero y pantalón corto, revoleando incoherencias sin parar. Don Cosme, el cafiolo del puterío, pegó un grito en clave de orden: 

—Viejo, a ver si le tiran un gatienzo al pibe. El muchacho viene de caravana, seguro de una despedida de soltero, y se lo dejaron acá olvidado de garpe. ¿Quién anda disponible? ¿la Mirella? Che, morocha, vamos. Le das una alegría a Simbad el Marino…

Mirella entró en la habitación y empezó a desvestirse. Era joven, flaca y muy huesuda. Y por supuesto no se llamaba Mirella. Trabajaba en la whiskería desde hacía poco más de un año. Tendría veinticuatro pero parecía bastante más. Se recostó sobre la cama y con la mano tanteó una panel amarillento y grasoso. Apretó un botón que decía «música funcional» y empezó a sonar con fritura una de Los Redondos en clave de cumbia. El parlante, sin la tapa, colgaba de un alambre desde el techo.

“Los de arriba” lo alentaban a que avanzara, pero él no lograba conectar. Sentía que el parlante le vomitaba el tema de presentación de El Zorro mientras eyaculaba chorrazos de sangre espesa. Se veía ausente, salpicado y muy molesto. Mirella intentaba un baile con mal ritmo. No era fácil acompañar La Bestia Pop con “las – manos – de – todos – los – pibes – arriba”. Y, de repente, la flaca tuvo la peor idea de su corta vida. Tratando de estimularlo, pronunció las únicas palabras terminantemente prohibidas en su vocabulario. 

—¿Y, marinerito, no va? ¿Querés arrancar haciéndole a mami unas caricias?—. Sentencia de muerte.

Popeye la atravesó con la cuchilla. La traía escondida en la mochila. Tan violento fue el viandazo que no sólo la traspasó de lado a lado, también desgarró el colchón y recién encontró freno cuando tocó el piso de tierra del amueblado. Ni llegó a gritar. Esa muerte no formaba parte del plan, pero fue alimento para volcán de furia que ardía en su interior. Se sentía envalentonado, nervioso y culpable. Pero también muy excitado. Mientras colgaba el cuerpo del alambre del techo, pudo ver el alma de Mirella flotando por la pieza.

Desbordado, entendió que era el momento de completar la faena y alcanzar esa paz que sólo se logra matando gente.

Pero faltaba una pieza. Se había sacado de encima a Renata y a la pobre flaca del puti. En su delirio, pensaba que el pueblo lo banalizaría: sólo dos muertes y, para peor, mujeres. Muy lejos de la prueba de masculinidad que necesitaba ofrendar.

Sí, definitivamente debía ser el Cabezón Omar, el pija que en sus días de colegio manejaba la bandita que lo hostigó sin piedad. Cerrar un conflicto que lo atormentaba desde siempre: convertirse en un macho. Uno de verdad. El orgullo de todo Lobos.

Salió corriendo a los tropezones y enfiló para el pueblo. Casi vuelca dos veces con la chata. Llevaba el traje a medio poner y el blanco inmaculado ya era sólo un recuerdo. Antes pasó por su casa, Renata guardaba una vieja pistola en el altillo.

A las cuatro de la mañana Omar dormía en su casa. Estacionó la F-100 en la puerta y empezó a los bocinazos. El Cabezón se sobresaltó, prendió la luz y descorrió la cortina de visillos del primero a la calle. «¿Popeye…? ¿Qué mierda quiere este enfermo?»

—¡Pará, retrasado mental! ¿Podes dejar de tocar bocina, idiota? Siempre fuiste un mogólico, pero esta vuelta te pasaste.

Silencio.

—Bajo y te recago a cintazos, marinerito del orto.

Más silencio.

Omar bajó corriendo las escaleras. Abrió la puerta y se lo topó de frente. Lo que encontró fue un operario de frigorífico, no había parte del cuerpo de Popeye que no estuviera bañada en sangre.

Al Cabezón le alcanzó con verlo para entender que la mano venía mal barajada. La cuchilla con pedazos de carne colgando no dejaba espacio para la imaginación. Tampoco el revólver en su mano derecha.

—Eh…Tranquilo flaco. Tranquilo. ¿Qué querés? ¿Guita? Llevate todo, amigo. Cargamos todo en la chata y listo. La tele, la heladera, la tostadora de pan…Vos elegís.

Omar temblaba como una hoja y no sabía ni lo que decía.

—Me lo están pidiendo…Son “los de arriba”. Pero esta vez coincidimos. Yo también quiero hacerlo.

Popeye empujó a Omar adentro de la casa. Frontalizado, lograba disociarse y se veía a él mismo apuntándole al Cabezón desde otro ángulo del living. Como si él no fuese él. Como si fuera otra persona.

Omar opuso alguna resistencia, pero la sanguinaria escena no daba para hacerse el héroe. Y cuando levantó la vista, vió la culata del arma golpeando su cabeza. Al Cabezón se le puso la tele en negro y se desvaneció. Cuando volvió en sí, estaba atado con unas cuerdas sobre sobre la baranda de la escalera que llevaba al primero.

—Me piden que intercambiemos la ropa, Omar. Qué loco, ¿no? Quieren que te pongas mi traje de marinerito y yo tu conjunto del colegio. ¿Lo tenes todavía, no?

Omar, como pudo y paralizado por el terror, empezó a calzarse los jirones de esa cárcel con forma de disfraz, ahora de color rojo intenso. Mientras lo hacía, lloraba. Lloraba como un nene. Lloraba desconsoladamente y, en ese llanto, Popeye se proyectó a sí mismo. Se vio a sus ocho, sentado al borde de una cama y a punto de acariciar a Renata.

En su delirio, toda la realidad se deforma: Omar es Popeye, Popeye es Renata y su padre, como siempre, está ausente.

—Mami quiere caricitas. Este va a ser nuestro secreto. ¿Tenes tele para poner El Zorro?

Un Omar balbuceante es obligado a acariciar el cuerpo de Popeye, que no deja de pasarle la cuchilla por el cuello. “Los de arriba” le exigen que avance: «Es ahora. Por una vez en tu vida hace lo que un macho tiene que hacer».

Así, en pleno living de su casa, atado con sogas, tendido sobre una escalera, con retazos del traje de marinero y a la vista de algunos pocos curiosos que espiaban, Omar se prepara para ser penetrado por Popeye.

Entre llantos, angustia y convulsiones, sucede la locura. Popeye bombea mientras, desorbitado, vocifera con su papá, con Renata, con Mirella, con las voces y hasta con Omar. «Estoy con los muchachos. Por fin me aceptaron y soy uno más. Y también está el Cabezón Omar. ¿Se acuerdan del Cabezón, no? Claro, si yo siempre les contaba.»

De repente Popeye para y se aleja en búsqueda de la pistola. Se la pone en la sien a Omar y gatilla varias veces, todas en falso. Pero prefiere dejarlo con vida, que vague por el tiempo como una triste sombra perseguida por fantasmas. Él sabe mucho de eso.

Cuando comienzan a escucharse las sirenas y el aire se tensa azul, hunde el arma adentro de su boca y la amartilla. Al hacerlo, le dedica una perversa mirada a Omar, y rie. Quizás, solo quizás, por primera y última vez en su vida.

Y de inmediato gatilla.

Un instante antes de hacerlo, un grito desgarrador arremete desde sus entrañas. La liberación de un monstruo preso y mutilado debajo de toneladas de represión.

—¡Qué Popeye ni Popeye! ¡Popeye las pelotas, hijos de puta!