«Flores Blancas», por Marina Condó

Un toro corre fuerte por su vida y cae. Se vuelve a levantar. Su oreja izquierda sangra. Un hombre con ropa bordada y llena de oro se pasea orgulloso y se prepara para atacar. El toro se llama Augusto, tiene ojos color fuego y según su dueño, un porte digno de emperador. Augusto sabe lo que va a pasar y se resiste. Está enojado. Sus ojos encendidos como dos hogueras miran al torero sin piedad.

El torero se llama José Manuel Joselito Cuellar. Esta es su corrida número cincuenta y dos. Le gusta el olor a tierra mezclada con sangre. Ver al animal luchar hasta que no puede más. Le gusta que las gradas estén llenas y que en el medio de esa gente esté Ángela Lucía. Piensa en los ojos de Ángela Lucía, en su boca, en sus piernas enroscándolo. El bramido del toro lo devuelve a la corrida.

El hombre con capa color carmín se prepara para atacar. Mirándolo fijo, la bestia  corre hacia él. Unos cuernos levantan por el aire al torero que piensa en Ángela Lucía. José Manuel cae como si estuviera hecho de cristal y todo su cuerpo se rompe en mil pedazos. Después no siente nada. No escucha nada. Un toro brama al lado de un cuerpo ensangrentado y muerto. Las gradas están en silencio por unos segundos, luego aplauden.  Augusto los escucha y baja la cabeza. Una cortina de flores blancas cae al piso.

¡Matenlo!, grita Ángela Lucía tirando su copa en la arena. El toro la mira. Ángela Lucía tiene el pelo negro como las nubes que tapan la luna. Y los labios rojos como la sangre que pierde el toro por la oreja. El vestido ajusta su cintura y el escote deja ver más que suficiente. El animal la examina, la observa, la estudia. Sus ojos se incendian y de su nariz sale un humo casi transparente. Un nuevo torero de traje blanco y capa roja entra. Augusto mueve la pata derecha como diciendo adelante.

Francisco Antonio La Rata Girón estaba en su corrida número veintitrés. Él y su apodo venían de Badajoz. Ganar en Madrid podía sacarlo de donde estaba. Y Estela podría venir a vivir con él. Tal vez intentarlo de nuevo. Mostrarle que las corridas no son malas cuando se gana buen dinero.

La Rata Girón se pone en pose y sonríe a la viuda. Las gradas aplauden. Todos esperan ver al animal muerto. El torero levanta el brazo y dispara su lanza. La oreja izquierda del toro se termina de desprender. Augusto cae a un costado, arrastrando su herida por el piso. Ángela Lucía ríe. Las gradas vibran. Lo quiero muerto, ordena. Un toro herido se prepara para atacar. Su mirada casi azul pasa de Ángela a La Rata Girón. Animal y hombre quedan frente a frente. La Rata apunta al toro. Augusto lo mira, el humo de su nariz ya es negro. El torero lo nota y por un segundo se estremece. Un toro herido y ensangrentado lo embiste. La Rata Girón no siente nada. Lo último que ve es la pata del toro a punto de triturarle el cráneo. Una bestia bañada en agua roja grita. Sus ojos se cruzan con los de la viuda, se fijan en sus labios, en su escote.

Un nuevo torero se prepara al costado de la arena. El toro está herido y sabe que va a morir pero igual se pasea con el pecho en alto y pisando flores. Ángela Lucía decide parar la corrida. Augusto la busca, ella lo sabe. Voy a bajar yo, sentencia caminando al vestidor.

La viuda está impecable. Su traje negro acentúa sus ojos como si fuera de noche siempre. Sus labios parecen quemar. El botón de la camisa deja entrever su piel blanca y suave. La capa cae a un costado. El toro baja la cabeza haciendo una reverencia. Las gradas la aplauden de pie. Ángela Lucía levanta la lanza. Augusto se prepara y antes de correr la vuelve a mirar. Sus ojos en llamas la absorben, la disfrutan. Ángela está fija en esa mirada. Sus pupilas la hacen sentir desnuda. Le gusta. Torera y toro quedan frente a frente. Augusto corre. Podría haberla matado pero por alguna razón sólo la roza y la tira al suelo. Ella se levanta tambaleando. Se para erguida frente al toro que ahora tiene sus ojos fijos en su escote. Ángela le sonríe. Las gradas contienen la respiración.

Están cara a cara. Las miradas se chocan, se enroscan, se arden. Augusto brama disfrutando de ella y de su respiración como si su aire pudiera tocarla, lamerla. Ella se muerde los labios. La bestia va directo a ella. Ángela lo esquiva y de una estocada le corta la oreja derecha. Explotan gritos y aplausos. Ella suelta una carcajada. El toro a pesar del dolor parece que también. Se pasea alrededor de ella exhibiéndose. Ángela Lucía lo deja. Las gradas tiran flores que los abrazan.

Una vez más los cuerpos se ponen en posición. Augusto corre con todo lo que tiene de fuerza. Cuando la embiste, Ángela Lucía siente un brazo áspero que le roza la ropa, el pecho y la cara. Después, sólo huele el perfume de las flores.

Ella logra darle en el corazón justo cuando él la derriba. Por unos segundos el toro puede sentir el calor de su frágil cuerpo y el aroma de su pelo. Cae a su lado. Su pata roza su mano derecha. Las gradas de pie aplauden llorando. La arena se llena de flores blancas.