«El Roma» por Derek Dawidson

Gloria movía sus caderas al ritmo de la música que tocaba la banda. Las movía de un lado al otro, como si tuviese grilletes en los pies y quisiera zafarse. Era siempre el mismo paso y la misma canción en Roma. No Roma, Italia, Roma, el bar del Ruso Batog, donde sonaba jazz todas las noches. Aún no entendía qué tenía que ver Roma con el jazz, pero no se preguntaba mucho, porque Batog no tenía puta idea de jazz, como tampoco hablaba una palabra de italiano. Como tampoco hablaba ruso, porque en realidad era letón.

La canción que cerraba el show era una versión en español de Nature Boy, que Gloria interpretaba indolente, fingiendo elegancia. El Roma no era a lo que aspiraba, pero volver no era una opción. Tenía que aguantar un poco más, para que pronto el bar fuera suyo. El precio no era barato: mañanas de ronquidos, almuerzos asquerosos y noches de no pensar en el cuerpo gordo, peludo y sudoroso sobre ella.

Gloria no tenía nada, sólo el Roma, y no era suyo. El Ruso la había conocido en un prostíbulo de General Pico hacía tres años. La había escuchado cantar Diamonds Are a Girl’s Best Friend -en el mejor inglés que su fonética y su desconocimiento permitían- y le atrajeron los vestigios de algo que supo ser belleza. Le dijo que tenía un bar en Buenos Aires, que quería refinarlo, hacerlo de jazz. Quería que ella fuera la cara del bar. A cambio, deberían casarse: servicios de exclusividad. El Ruso tenía 62 años y ya se había cansado de pagar, además de que pronto se retiraría y alguien tendría que hacerse cargo del lugar. Ella no lo pensó demasiado, estar al precipicio de los cuarenta la impulsaba a tomar cualquier oportunidad a riesgo de que fuera la última.

Cuando llegó al Roma, supo que ahí concretaría su sueño. Apenas pudiera, se iba a ocupar de transformarlo en lo que siempre quiso: un teatro de comedia musical. De día sería una escuela y a la noche se presentarían shows. Se llamaría La Vie Bòheme, como esa frase que decían en Moulin Rouge!. El Ruso le había dicho que podía hacer lo que quisiese una vez que él se fuera pero, mientras tanto, debía respetarlo.

Una noche, el Ruso se había ausentado por su lumbalgia. Esto se estaba volviendo cada vez más frecuente, ya que sus dolores empeoraban y se le dificultaba moverse. Esa fue la noche en que conoció a Guillaume, un músico francés de paso por Buenos Aires. Tenía barba poblada, un aro en el lóbulo derecho y pelo largo en una sola trenza. Era amigo de uno de los integrantes de la banda, que lo había invitado a tocar esa noche. El flechazo fue inmediato. Llamó la atención de Gloria con un solo de trompeta impetuoso, casi rebelde. Ella rompió su habitual estilo y se mostró cantando apasionada, mostrando el rango vocal que había desarrollado durante años de práctica autoimpuesta. Empezaron a jugar en el escenario, seduciéndose musicalmente, tratando de impresionar al otro en una especie de competencia infantil. Intercambiaban miradas y sonrisas pícaras. A Gloria le encantaba su bohemia. Guillaume tenía la aventura y la libertad que ella deseaba. Ella, la actitud y la voz para conquistarlo.

Luego de hacer la versión en español de Nature Boy por enésima vez, ella fue a la barra a asegurarse de que todo estuviera en orden y lo vio sentado, tomando whisky. Se ubicó junto a él y empezaron una charla sin sentido, trivial. Parte del juego previo de lo que ambos sabían que ocurriría esa noche. Guillaume tenía un aire misterioso y melancólico que la excitaba. Entraron en ese juego del gato y el ratón, en el que ambos intercambiaban roles con el pasar del tiempo, pero no importaba quién fuera el cazador y quién la presa. Ambos deseaban cazar y ser cazados con igual intensidad. El mundo dejó de esquivarlos y se hizo su escenario. Sobre él, ellos llevaban el ritmo: lento como las caderas de Gloria, irreverente como la trompeta de Guillaume. Él no le prometió un bar de mala muerte en Flores. Le prometió el mundo entero y ella lo quería. Quería ver la Torre Eiffel de noche, tomar vino como agua y dejar manchado de rouge un cigarrillo larguísimo.

Esa madrugada, Gloria lo llevó a su departamento, un monoambiente en un edificio infinito de Once, su único espacio de soledad, que le alquilaba al Ruso. Con el noticiero de fondo, tomaron vino barato y fumaron Red Point. Cuando la última empanada recalentada había desaparecido, Guillaume, entre risas etílicas, sacó su trompeta y se puso a tocar. Gloria intentó callarlo, pero terminó sucumbiendo ante la música y se le unió cantando.

El vecino de arriba golpeó el suelo para hacerlos callar, pero ellos no lo escucharon. De todas formas, con el tiempo lo hicieron porque sus bocas estaban ocupadas besándose. Si hubiesen podido seguir ese juego sonoro mientras compartían labios y suspiros, no lo habrían dudado. Pero sólo se puede hacer el amor de una manera a la vez. Gloria no recordaba la última vez que había besado a alguien por placer. Fue como un nuevo primer beso: el goce y la adrenalina que la hicieron sentir adolescente. La barba de Guillaume contra su rostro, sus labios finos y sus ojos verdes tan cercanos la volvían loca. Era Satine besando a Christian a escondidas del Duque en los pasillos del Moulin Rouge. El sexo no se demoró demasiado y fue más ruidoso que la música.

Al amanecer, Gloria vio a Guillaume ya vestido, digitando en su trompeta. Le preguntó cómo estaba, pero no recibió respuesta. Él se puso la trompeta en el regazo y dijo me tengo que ig. Gloria de repente entendió por qué le resultaba melancólico su acento, un recuerdo se destrabó en su cabeza. Pierre, aquel viejo de su pueblo que la visitaba todos los jueves a la tarde cuando salía de trabajar de la estación de servicio. Era su único cliente que la hacía sentir cómoda. Esperaba con ansias los jueves a la tarde. Pero a la vez, la generosidad de Pierre la hacía sentir un animal de zoológico, al que le dan de comer por pena o diversión. Al menos eso pensaba al mirar a través de las rejas de su ventana, esperando ver al anciano llegar en su bicicleta.

Se puso una calza y una remera vieja y le abrió la puerta del departamento. El viaje en ascensor fue en total silencio. En la puerta del edificio, Gloria se despidió del amor sin un beso, mientras pensaba en los ronquidos, los almuerzos asquerosos y el cuerpo gordo, peludo y sudoroso.

Ese mismo paso y esa misma canción. Pero ahora, la elegancia fingida no era indolencia, era desencanto. Hacía fuerza para superar el nudo que ataba la voz en su garganta. El Ruso le dijo que esa noche quería que fueran a su casa, que tenía una sorpresa para ella. Gloria se ilusionó, Batog ya estaba pronto a jubilarse, su lumbalgia era cada vez más fuerte y él faltaba cada vez más al bar. Ya se imaginaba dando clases en su academia. Cuando llegaron a la casa del Ruso, los recibió un hombre alto, rubio de ojos claros, de la edad de Gloria. Batog le presentó a su hijo, Stefan, y su nieto de 5 años, Andrei, recién llegados de Letonia. La sorpresa de la existencia de un hijo le apretó aun más el nudo en la garganta. Cada vez que tragaba saliva, sentía que pasaban piedras por su tráquea. El Ruso había cambiado de parecer, ahora Stefan podría hacerse cargo del local para que Gloria cuidase de él y atendiera sus dolores. En ese momento, mientras sonreía falsamente y las lágrimas le corrían por las mejillas, mientras mentía diciendo que se había emocionado, se dio cuenta de que nunca había dejado el cautiverio. Sólo había cambiado de jaula.