«Las cuatro muertes de la tía Nenena» por Clara Marín

Yo ya te extrañaba desde hacía mucho tiempo.

Pero la muerte es otra cosa.

Muñeca de piel blanca. Toda vos eras finita e infinita. Delgada como un pucho y perfume importado. Rosa chicle los labios, las uñas; de encaje las calzas; de piel los tapados; zapatos dorados.

Tu forma de existir era seduciendo. Varón, mujer o niño podías conquistarnos a todos con una mirada, con risas o caramelos. Y así vos conquistabas el mundo, lo exprimías a tu antojo haciéndonos sentir especiales, nos dabas lo que queríamos.

Vos eras especial. Vos eras de diamante y marfil.

Te pienso y me acuerdo de la búsqueda del tesoro para el día del niño con los primos, esa, en la que me escondiste las antiparras en el fondo de la pileta con un cartelito plastificado. La pileta con piedritas azules, único espejismo para combatir el verano en la ciudad-desierto. También cuando nos disfrazabas de negros mazamorreros y damas antiguas para repartir los pastelitos en los desfiles del 9 de julio. De las piezas con persianas cerradas y miles de camas que se convertían en cuevas para el cuarto oscuro.

Yo ya te extrañaba desde esa noche que volvimos de Europa y nos juntamos a ver las fotos. ¿Te acordás? Esa noche Felicitas no vino al asado en la casa de El Volcán. Raro, porque ella se había quedado a cuidar la casa durante nuestro viaje. La casa de campo que el abuelo había comprado por dos mangos y que vos habías disfrutado cuando eras chica y de más grande. La arreglaron tanto y quedó tan linda que era nuestra definición de descanso, vacaciones y felicidad.

A vos te ponía un contenta que tu hija pudiera disfrutar de la casa de tus recuerdos. La casa del abuelo, la que heredaron vos y mi mamá cuando se fueron todos los viejos. La casa más grande, la que más colores tenía. La que se quedaron ustedes dos, por consentidas o seductoras.

¿Te acordas de todo eso? Te acordas cuando mi mamá se ofreció a comprarte tu mitad, porque ella sí trabajaba. Tu esposo Horacio pensó que la casa era vieja, que era un buen trato venderla. Así la compramos, nos quedamos y me tocó vivir a mí los veranos. Eso te puso un poco triste pero te pusiste más triste cuando tu hija Felicitas y tu nieta Valentina venían a pasar las tardes a El Volcán y vos te quedabas un poco sola en tu pileta de piedritas azules.

El tío Horacio trabajaba todo el día para pagarte los asientos en primera y viajar a Disney llevando a tus nietos cuando cumplían 15. El tío laburaba para sacarte a pasear en los autos más lujosos, adornarte con las joyas más brillantes y emborracharte con los whiskys más caros.

Así empezaste un proceso adiabático, una petit mort que te desconectaba incesante a diario. El loop empezaba a las 5 de la tarde con un gin tonic y terminaba en un cansancio sin sentido entre vasos de whisky vacíos.

Esa noche en El Volcán, mientras preparaban el asado y veían las fotos (en la casa que supo ser tuya y ya no lo era) nos fuimos con Valentina y el Toby, mi dálmata, a jugar al parque. Se habían hecho amigos, Valentina y el Toby, mientras nosotros estábamos en Europa. Mientras cuidaban la casa que supo ser tuya y ya no lo era. Descansando en las hamacas me contó que el Toby se había portado mal, muy mal; que habían tenido que atarlo todo el tiempo.

Después fuimos a comprar puchos con el tío Horacio en su Land Rover verde bosque. Me encantaba ese auto porque era verde y rápido y pomposo. Y tenía olor a whisky y a perfume importado.

Cuando volvimos bajamos del Land Rover corriendo y saltando. No sé si vos estabas viendo, pero Valentina se frenó en frente del Toby y lo empezó a llamar a los gritos:

-Toby, Toby, Toby…

Entonces yo le dije: “Basta Valentina, te está mostrando los dientes, vamos.” Pero ella no pudo parar y como bramando un mantra repitió: “Toby, Toby, Toby”. Valentina estaba desesperada y el Toby también.

Mostró los dientes, sacó baba y de un salto se prendió al cachete de Valentina. Todo el resto fue mucha sangre, muchas toallas, el Land Rover verde bosque, todo manchado de rojo quedó navideño y partió a toda velocidad con destino a la ciudad. Sólo recuerdo la imagen del cachete de Valentina mutilado. Cachetito chiquitito, porque nomás tenía 8 años, ¿te acordás?

Nunca pude saber lo que sentiste esa noche, porque después de eso vino el juicio, los pasajes de avión, los cirujanos y un montón de lágrimas.

“Los tejidos son jóvenes y se van a recuperar pronto”. Y los tejidos se recuperaron pero nosotros no. Ninguno de los que estuvimos esa noche fue igual que antes. No hablamos más. Me saludaste para algún casamiento, vos siempre cariñosa, seductora, pero distante. Otra muerte, esta vez fue para mí.

Cada vez que pasaba por tu casa me imaginaba tocando timbre, la alegría de tu cara al verme, las dos sentadas bajo la glorieta, tomando algo, fumando un pucho, riendo juntas. Me imaginaba que nos volvíamos a seducir, que te convencía de verla de nuevo a mi mamá. Nunca me animé.

Las tardes pasaron. Me pareció lógico que nos contaran que tenías alzheimer, me pareció triste tu realidad. No poder ver más a tu hermanita, la más chiquita, la más regalona. Encontré sentido en que empezaras a confundir, a olvidar.  Otra pequeña muerte.

Así también podía imaginarte. Vos, tu melena corta platinada, el Virginia Superslim en la mano que reboleaba las uñas fucsias, explicando algún viaje, algún cuadro cuando; y sin aviso, abriendo tu boca chicle, te invade una mueca de sorpresa ante la nada. Me imagino exactamente tus ojos grandes buscando ayuda sin encontrar las palabras. También supongo que te dolía más malograr la seducción que no poder hablar.

Te cuento, ahora que ya no te importa, que nadie comió el asado, que al Toby lo fajaron con un palo de madera enorme, que mi mamá no paró de llorar por meses. Que por suerte mi visión borrosa de lágrimas no pudo retinar ese momento. Pero todavía recuerdo sus aullidos desgarrantes y cuando se lo llevaron al campo.

Por ese entonces me enteré de que siempre estuviste celosa de mi mamá, porque ella era la chouchou del abuelo, porque ella fue modelo cuando vos tenías la casa de ropa, porque luego fue independiente, porque después se casó con alguien que la quería. Yo sabía, porque así siempre me decía mi mamá, que todo lo que hizo fue tomándote a vos como heroína, pero con pelo oscuro. Yo quería que ustedes se vieran y se explicaran; pero al tiempo fue demasiado tarde, ya internada vos te negaste de nuevo a vernos. Ya no tenías buenos recuerdos.

Todo fue demasiado tarde. Vos ya estabas fría en el nicho, rodeada de los abuelos. Yéndote de nuevo.

Hoy mi mamá va a encontrarse con vos tiesa en el cajón. Se va a enfrentar a tus demonios. Hace tanto que no te ve, que no se va a reconocer en vos. Ella no sabe nada de tus celos. Y yo los entiendo, porque también soy celosa, y uso perfume importado y fumo muchos cigarrillos.

Te fuiste toda, pero yo ya me acostumbré a extrañarte. Todavía me queda marcado en el cachete un beso tuyo, finito.