«La lucidez de la escalera» por Guido Gamba

…cautelosos como serpientes, y sin embargo, inocentes como palomas.

Mateo 10:16

Vamos a suponer que todo salió tal cual lo ensayaron. El auto de tu vieja estacionado en la frontera de las cámaras de seguridad de la policía, cerca de la intersección de las calles Céspedes y Conesa. El cambio de ropa en el no man’s land a la vera de las vías del Mitre y antes de los departamentos con porteros, vigilantes, ortivas y paredes de Durlock. Vamos a suponer que todo eso salió bien y que se volveron intrackeables hasta llegar a la casa del Chamán y del gordo Julián.

Tenemos que asumir, además, que el éter líquido que te habías afanado del colegio era verdadero y que la boluda de Vanesa respetó el timing y siguió al pie de la letra tus instrucciones. La primera, embeber el pañuelo en el momento inmediatamente anterior a usarlo –el éter tiene un punto de ebullición bajísimo, hierve hasta con el calor de la mano humana (promedio 36°C versus los 34,5°C que requiere la solución para evaporarse). La segunda, hacerlo cuando el gordo Julián estuviese en reposo; no dormido-dormido, pero sí quizás adormecido. Eme y vos habían resuelto que el sopor post-garche era el momento más adecuado, por lejos. Las otras alternativas eran inviables, porque ya despertarlo o ya hacerlo de prepo mientras despierto habría sido un problema. La excitación de levantarse de golpe o de luchar contra un ataque imprevisto libera un tiro de adrenalina que aumenta el ritmo cardíaco, la presión arterial y te pone el cuerpo en modo warning; estado que, por cierto, se caga en el pull anestésico del éter. Además de todo, Vanesa fuma, gesto que se convierte en una coartada infalible para levantarse de toque de la cama.

Esperemos, con más dudas que certezas, que el gordo Julián no haya recuperado su peso perdido. La anestesia se establece en proporción al peso. Siempre. Habías calculado la concentración a razón de ochenta gramos por metro cúbico para estar seguro. El éter pega sueño en concentraciones mayores a más o menos quince mil partes por millón (abreviado “ppm”). Pero es un pibe que tendió siempre a subir y bajar bastante de peso. El gordo Julián, pobre, había sido objeto de bullying la mitad de la secundaria. Era un tonel. Estuvo deprimido un rato y después le empezó a meter huevo al gym. Salía a correr y hacía fierros. Una concentración de solución etílica superior a cien lucas ppm entraña riesgo de muerte. Too much. Igual no te preocupa, porque hay más chances de que te quedes corto a chances de que te pases.

De donde viene Julián, los gordos solamente zafan del escarnio público si son muy graciosos y autoconscientes de su estatuto, o bien si son parte del pack de rugby. Un hooker, un pilar, todo bien con ser gordo; pero el gordo Julián, sin mucha parla, trotaba y al toque se aferraba boquiabierto y rozagante a su bazo, como si su bazo y las costillas aledañas fuesen los hilitos que lo ataban a la vida. Con los fierros y la práctica se puso algo más canchero. Un falso self estéticamente impugnable, pero estaba okey. Las aprobaciones y los gestos de sorpresa no tardaron en llegar y a todas luces fue ese reconocimiento tímido pero constante lo que engendró a esta criatura anfibia: por una parte, manejado por un resentimiento implacable y una envidia ansiosa de reivindicación; por otra parte, dominado por una depresión moderada, con la sensación permanente de que en el fondo todo es una joda y que él, en el mundo real, no se merece nada bueno. Igual, por suerte, hoy son más las noches que duerme enroscado y con los ojos abiertos, como las víboras, que en posición fetal. Pero cada tanto enternece.

Eme te había contado que su profesor de Clínica Forense siempre decía que a los adolescentes en conflicto con la ley se los podía apaciguar de dos maneras –en realidad, decía “amansar”, porque la metáfora viene del campo y viene de los caballos: ya pegarles hasta doblarles la voluntad a fuerza de rebencazos, o bien acariciarlos, susurrarles al oído y ganárselos por ternura e ilusión de reconocimiento mutuo. El gordo Julián le había escrito a Eme de tarde, un día de semana: dos detalles anodinos pero que hablaban de un compromiso y un deseo sinceros, lejos de la booty call y el “en qué andás” del que se reniega al día siguiente.

hola eme. como estas?  te escribo sin vueltas porque paja el protocolo del chat. estas con alguien? te pregunto así de una porque me gustaría salir con vos. ir al cine, merendar, escuchar música o ir al río a andar en bici. empezar de cero y con menos intensidad, trankis. te mando un beso. ojalá tengas un sí J. beso

Claro que Eme tenía un sí: es de las que susurran. En su momento a vos también te susurró, ella, pero vos sos de los que prefieren el rebenque. Eme iba a plantar al gordo Julián. Lo iba a plantar todo perfumado y disfrazadito con sus mil tics y con sus mil inseguridades. Todo Kevingston o por ahí todo Abercrombie o todo Tommy, con suerte, en esos nuevos cafés berretas de Palermuchi donde todos los patitos van a sentirse cisnes por un rato. Ahí iba a aparecer luminosa y esperanzadora Vanesa con su cara de boluda para redimir a todo su género.  En pocas palabras: sí, su plan quedaba enteramente en manos de Vanesa; la del Evita, la que el gordo Julián se iba a llevar de premio consuelo a la casa que comparte con el Chamán; donde los iba a meter a ustedes, después de dormir al gordo y antes de borrarse del mapa; borrarse del mapa mientras Eme y vos recorren la casa enterita. Sonaba infalible.

Igual ahora todo eso no importa. O importa poco, en todo caso, porque ahora estás adentro de un armario contrachapado. Es oscuro pero espacioso, todo aglomerado y melamina. Medio berreta. Las puertas se sostienen enclenques. Las correderas deben ser de plástico. Está lleno de ropa sucia. Sentís la textura húmeda, pegajosa aunque tersa en tus brazos y en tus pies descalzos. El olor es horrible y es tan fuerte que se transforma en sabor amargo. Te mordés la lengua para frenar las arcadas porque este es el silencio más religioso que trataste de hacer alguna vez en tu vida. De afuera se escucha cómo el viento agita las hojas de los ficus sobre la calle Palpa. El silencio es bien porteño a la madrugada.

***

Al Chamán lo conociste hará cosa de diez años. Nunca fue santo de tu devoción ni hay que mezclar aserrín con pan rallado, ponele, pero es un tipo divertido. Eme lo conoce de toda la vida. Ella tiene una capacidad sobrenatural de volver épicos y tridimensionales a los personajes más pedestres. Inventa mitologías y te saca de cualquier lado criaturas redondas y acabadas. Con vos siempre lo logra: todos son héroes trágicos que, a fuerza de sinceridad, ingenio y mucha pero mucha suerte logran sobrevenir a sus peores monstruos y temores. Son personajes que la pasan mal, como vos la podés llegar a pasar mal; tienen insatisfacciones y disyuntivas imposibles de resolver. Pero ellos logran, de alguna forma extraña, gambetear todo eso y caer parados. Sobre todo, lo logran con humildad, lo logran con un tonito nonchallant que te exaspera. Te suele dar una mezcla de envidia y curiosidad –incluso, ganas de aprender.

La carta de presentación del Chamán es que tuvo un accidente en moto a los 17 años. El interno 314 de la línea de colectivos 166 se comió entera la Zanella 200cc. Arriba iba el Chamán, manejando, con su novia de 16 años. La novia murió y el Chamán un poco también. “En un sentido más humano y menos médico. Su dolor iba por adentro”, así te lo contaba Eme; que después de eso el Chamán nunca pudo ni siquiera volver a pisar la escuela; que ahí se metió a trabajar en la aduana con un amigo de su familia que necesitaba un chepibe de confianza; que la escuela no la terminó nunca y que ya, a los treinta y tres pirulos, obviamente no le interesaba; que no le interesó nunca aun yendo al segundo secundario más cheto de Ramos Mejía. Ahí a vos te causaron gracia, en su momento, dos cosas. Primero, que Eme hubiera dicho el “segundo secundario más cheto” y que no lo hubiera hecho con sarcasmo ni en chiste, tan hábil que es para el sarcasmo y el chiste. En segundo lugar, te costaba creer en el espesor emocional de este muñeco que a vos te parecía, en el mejor de los casos, un peronista pre-lingüístico, un matancero de paladar negro y primitivo; que es lo mismo que decir sin conflictos o dobleces, pero no es tan fiero el león como lo pintan. Siempre lo viste de noche, al Chamán, y siempre te dio miedo su intensidad y sus monólogos infinitos de labia deliciosa y articulada como los circunloquios y las racionalizaciones imposibles con los que justificaba lo indefendible desde una especie de gallardía bonaerense y avasallante y tosca y violenta y la espuma de baba blanca que se le acumulaba en la comisura de los labios como se acumulan basura y bolsas de nylon en los retenes de los meandros de riachos y canales. Él tan merca y vos tan faso.

El Chamán vive con el gordo Julián un poco por caridad y otro poco porque no puede bajo ninguna circunstancia estar solo. Es un pibe que sólo encuentra refugio en su entourage: una suspensión socialmente aceptada de sus pensamientos oscuros, provista por una parva de cortesanos que siempre “están ahí”.

“Cómo no le van a dar pelota si tiene una bolsa de dólares en el placard”, decía Eme. “Pudriéndose en el placard”, una bolsa de dólares; comiéndosela la humedad y las ratas y las polillas, al lado de un piloto Perramus color beige. “Horrible”, decía Eme. Si les sale bien, olvidate, no los engancha nadie. El Chamán jamás podría denunciar el robo porque nunca tendría que haber tenido esa guita en primer lugar. Es mucha guita. Mucha; y toda es plata de él, se la hizo solito. Se la hizo trabajando en la aduana. Subfacturar containers es un trabajo sencillo. Prácticamente todo el contrabando llega directo al puerto de Buenos Aires. Los bagayeros hasta la pija en el río Pilcomayo, el tráfico hormiga, los micros llenos de cholas y de paraguayas que bajan desde Formosa o desde Salta a poner una mantita en la avenida Avellaneda o un puestito en Consti, gilada total. Todo entra al puerto en unos freightliners gigantes, que en un día pueden bajarte más de doscientos containers. De esos, sólo se revisa uno de cada diez. Si te sale treinta lucas verdes entrar tu contenedores de veinte toneladas de juguetes chinos, el Chamán te pide diez luquitas dólar para hacerlo pasar por quince toneladas de pilas, ponele, y que pagues solamente diez mil. Veinte lucas verdes total. Win-Win: el Estado factura, vos te ahorrás diez, el Chamán se guarda otro tantito y todos contentos.

Para la AFIP, es un modesto monotributista de categoría C. Promedio, hace pasar 8 containers por semana. Vos ya habías hecho las cuentas hace rato. Es prácticamente imposible no ser tan trucho como la época que te toca vivir.

***

Iba a tomarles no más de cuatro minutos. El gordo inconsciente. Vanesa saltando los escalones de a dos a la planta baja. Pero sin hacer ruido. En medias. En puntitas de pie. Vanesa abriéndoles la puerta. Con Eme revisar las seis habitaciones con armario que tiene la casa en la planta alta. Revisándolas como unos ninjas con linternas de LEDs. La casa es un chalet de dos pisos con altillo, un jardín al frente y fondo grande, claramente de la década del noventa. Esa arquitectura del color, de la fantasía, ladrillo a la vista con intentos de columnas neoclásicas. Faltaba el arroyo artificial con puentencito. Segundo piso de habitaciones espaciosas con un pasillo comunicador que las recorre y conecta a todas. El altillo devenido una especie de playroom, como corresponde, de barandillas de madera torneada y con alguna ventanita triangular rarísima en altura, producto de esos techos a varias aguas y ángulos absurdos. El Chamán había hecho sacar la alfombra que tenía para poner un piso hidrolaqueado que le había quedado bastante lindo. Eme y vos conocían la casa de memoria. Cuatro minutos entre los dos. No más de cuatro minutos. El gordo Julián se iba a despertar solo, sin señales de Vanesa. Ni un apellido, ni un celular, ni ningún rasgo que la vuelva diferenciable del resto de su generación y de su extracción social.

La figura intercambiable de “Vanesa” fue idea de Eme, como para variar. Quedaba resolver la cuestión de de dónde sacarla. Por primera vez les pareció que Diego y su militancia podían serles útiles –y  eso que lo conocen hace mil, desde la primaria. Viene de una familia comme il faut de las Lomas de San Isidro. Todo ética del esfuerzo articulado con plata vieja. En la secundaria se dedicó a organizar fiestas míticas en las casaquintas gigantes de sus amigos hijos-de. Iniciativa de entrepreneur, locuacidad charmante y poder de convocatoria; todo aprendido y aceitado al calor del cachengue a puertas cerradas de la reunión privada. A ustedes les parece que Diego cree que con la militancia está poniendo a laburar su maquinita del chamuyo y del verso para fines más nobles. Lo quieren igual.

Desde que se borró parcialmente de la vida de ustedes para dedicarse a todo esto, Diego siempre quiso que Eme y vos lo vieran en acción. A ustedes por lo general les daba fiaca, pero esta vuelta el fin justificaba en serio los medios.

Se juntaron a tomar un café después del laburo, como siempre. Arenales y Carlos Pellegrini. El café de Ricardito Alfonsín. El mozo los conoce. Tiene lindas mesas afuera. Habían llegado sobre el pucho y Diego estaba afuera, como yéndose. Tenía ojeras, la camisa celeste y los zapatos negros gastados. Todo uniforme del Ministerio. Ahí le preguntaste si le pasaba algo. Dijo que no, que la militancia, que había estado todo el día recorriendo Buenos Aires y que ahora tenía que terminar de organizar los micros para el cierre de campaña. Asintieron los dos a pesar de no entender muy bien qué era lo que cansaba tanto de hacer esas cosas. Lo diagnosticaban, medio en chiste medio en serio, como una especie de fantasía de la ocupación. Era imposible que Diego te reduzca a una descripción sobria, con tareas concretas y mensurables, lo que siempre definía lacónicamente como “militancia”.

Frenó un taxi y los subió a los dos, mientras hablaba por teléfono con una tal “Dori” y decía cosas sueltas como “tres micros”, “San Cristobal”, “los hijos de Zannini”, “estemos tranquilos”, “tirarles de la manga”  y “cómo le gusta el enchastre a esa mulera”. Sintaxis militante.

–Olvidate. Estos pibes son carne de cañón.

Eme te lo dijo haciendo una mueca graciosa con la boca y revolviendo la mirada para su derecha. Ese es un gesto muy suyo, el eye rolling. Sentís que te está boludeando, y probablemente sí, te esté boludeando. Pasa seguido. Acá los estaba boludeando a ellos, in absentia, y te parecía bien.

–Esto nos viene bárbaro, boludo. Agarramos a alguna pelotuda con ganas de pelar la concha por la Patria Grande y chau, ya estamos.

Diego no escuchaba nada porque seguía al teléfono. Mejor así, mejor que no sepa nada. Vos asentías. Te solés marear mucho cuando vas sentado atrás en el auto. Te pasa desde que sos chico.

La Unidad Básica tiene luces blancas. Unos tubos fluorescentes que le dan ya de movida un aspecto entre tristón y berreta. El mobiliario es más bien austero. Un par de paredes con humedad, otras con arreglitos en el revoque recién pintados. Mucho póster, mucho buitre, mucha patria, mucho Él y mucho Ella. Abrazos, amor, pueblo, etcétera. Toda la parafernalia enmarcando una mesa de aglomerado abierto por la humedad, una biblioteca con dos estantes semi vacíos, una docena de sillas de plásticos de jardín marca Mascardi y otros tantos banquitos plegables presumiblemente comprados en Easy. Todo ocupado. Afuera, otro puñado de pibes parados en la puerta.

Diego empezó con su alocución. Que no hay que bajar los brazos, que hay que militar más, que hay que dejar de lado los individualismos y la jactancia intelectual, que tenemos que salir a bancar las decisiones de la capitana a pesar de no compartirlas, que cuando se pone todo en juego no es el momento de mezquindades. Después delineó rudimentariamente un plan tan pero tan tonto que no podías creer que les haya parecido adecuado o ni siquiera factible, especialmente en ese contexto de solemnidad donde todos se limpian la garganta, se golpean el pecho y casi se persignan antes de levantar la voz. El plan de Diego era que cada militante se apropiara de, al menos, dos documentos de identidad de familiares o amigos que se sabían gorilas. Eme te miró extrañada. Vos no lo podías creer. Ahí la vieron a ella en la primera fila, abrumada y aplaudiendo con lágrimas en los ojos. Las venas del cuello parecía que se le iban a reventar. Estaba agitada y seguro tenía el corazón a mil. A vos te daba bronca. Pensabas en el tiempo y la energía malgastada en este lugar de mierda mientras Vanesa gritaba viva la patria y ponía los dedos en ve corta. Te daba bronca porque sentías que estaba enrostrándote a vos su entrega. Te cagaba a bifes con su convicción y compromiso, como si te estuvieses perdiendo de algo. En una de esas te gustaría por un minuto sentir que sos un poco más que la vocecita y el tic tac que te suena en la cabeza. A ver, tampoco es que te va tan mal. No te va nada mal, de hecho, para ser tan indolente y tan underachiever. La realidad es que sos bastante genial. Si pudieses enfocarte como se enfoca la pelotuda de Vanesa, andá a saber. Pero vos no dabas nada por nadie y Vanesa militaba en el Evita. Musculosa negra, calzas, pollera negra por las rodillas con lunares blancos y zapatillas Converse negras con los cordones atados raro. En el mejor de los casos, estudiaba en Sociales.

Eme se le acercó. Que tiene un amigo de la orga que está armando otra movida para asegurarnos las elecciones. Que no se olvide de robar los documentos de identidad, como decía Diego, pero que nuestro plan era un poco más preciso e inmediato y que, por eso, requería ponerle un poco el cuerpo. Seguro que Vanesa se relamió y pensó que esta era la suya.

Eme te hizo el gesto y te acercaste. Estabas de camisa y pantalón de vestir. Pasabas por un pibe del Ejecutivo vos también. Todo uniforme de la rosca. Agarraste el celular e hiciste como que estabas hablando. Lo hacías fuerte porque querías que te escuche:

–No, Dori, tranquila. Tenemos que estar tranquilos, ser prolijos, no perder la cabeza. Nada de ir a tirarle de la manga a los hijos de Zannini. Así no. Te llamo en un minuto que tengo que conversar acá con una cumpa. Beso.

Vanesa te dijo “cumpa”, te dio un abrazo fuerte. Le dijiste que sorry por estar al teléfono pero había asuntos medio urgentes que tenías que resolver. Ella entendió. Le contaste que estaban desarticulando la red de punteros en el primer cordón que la oposición había consolidado los últimos dos años. Le contaste que les faltaba uno solo, un gordito llamado Julián que vive en Colegiales y que, el domingo, va a llevar a más de 300 tipos a votar. Le explicaste lo de los remises, los sobres firmados, la calesita. Ya lo sabía o por ahí te lo creyó. Ella se tenía que encontrar al gordo Julián después de que Eme lo plantara. Se lo íbamos a dejar en bandeja para que se la llevara a ella a la casa. Una vez ahí, tenía que dejárnoslo dormidito, nomás, que nos ocupábamos nosotros. Le pareció espectacular. Dijo esa palabra, de hecho, “espectacular”.

Vanesa se iba a creer la historia del gordo-puntero de entrada, a pesar de que la relación de Julián con la actividad política es prácticamente nula. Nunca fue ni siquiera a votar. Más allá de este datito anecdótico, la verdad es que no había nada en ese gordo que no fuese aspiracional berreta y que no interpretase el physique du rol que, en el sentido común, se asocia con el mindset del militante del partido tilingo opositor. Desde su ropa de mierda hasta su acting de y griega bien sonora que te refriega en la cara sus credenciales sociolectales. El gordo Julián venía de esa clase media bastarda y maldita del decadentismo menemista: familias de poder limitado pero de ostentación barroca y de mal gusto, más tarde caídas en desgracia. Una clase antes pudiente, pujante e inclemente con todo y para todos. Hoy, más que pudiente, es deseante; y más que deseante, es deseante en low cost. Mucho “quiero pero no puedo” o “quiero pero puedo en 24 cuotas o 18 cuotas sin interés” y que junta puntos con la tarjeta y millas y toda esa gilada desgarradora que le recuerda que, antaño y otrora, pudo bastante seguido ir a buscar cobijo más al norte. Iba a estar todo bien siempre y cuando no hablasen de política. Porque la nula articulación de Julián lo dejaba en offside hasta para las súper laxas reglas de juego de la derecha décontractée. Es que el gordo Julián no puede ser más que eso: un wanna-be de los has-been.

***

El gordo Julián sigue planchado. Calculaste bien la solución de éter. Una buena. Incluso Vanesa, against all the odds, fue bastante poco boluda. Una buena para Vanesa. Ahora bien, creías que el Chamán estaba en el sur, para votar el domingo. El golpe de la puerta, las luces del pasillo a planta baja y su saludo a los gritos te dan la pauta de que no está en el sur. Una mala.

Entrás en ese mood divino que cada tanto te agarra y te metés a recapitular cómo carajo llegaste a ponerte en este lugar tan incómodo. Te lo decís en un sentido metafórico pero también literal. Después de todo, al toque que escuchaste los gritos te metiste en el placard y ahí seguís: encerrado en un armario lleno de ropa sucia. La vida te va prestando estas chispitas de tortura a granel y vos te las vas vendiendo al menudeo. Ese es un poco tu insight con respecto a la vida.  Fijate que hace como trescientos o cuatrocientos años los franceses inventaron una expresión hermosa para bautizar ese sentimiento de cuando te vas de una conversación, por ejemplo, y se te ocurre una respuesta ingeniosa y aguda pero totalmente a destiempo: la “lucidez de la escalera”, evocando derechito ese momento en que el actor descend l’escalier del escenario ya terminada la función y justo se le ocurre la mejor línea que podría haber improvisado durante la obra. Ahora te das cuenta de algo revelador: en la casa de la calle Palpa, se ve que el gordo Julián no es el único que nunca vota.

Escuchás cómo nadie responde a los gritos y cómo el Chamán sube rápido las escaleras y le pregunta a Julián si sigue con “la mina”. Por los ruidos, deducís que entró a la habitación y se encontró con el gordo en pija dormido en una posición rara. Sin responder. ¿Vanesa habrá descartado el pañuelo? El olor del éter es fuerte y al ser tan volátil es bastante buchón cuando se evapora en un espacio cerrado. El Chamán no es boludo. No lo escuchás más. No escuchás nada más, de hecho.

Te das cuenta, ahora, de que el Chamán está en la misma habitación que vos. No lo oís ni lo ves, pero lo sentís. Es una sensación rara la de sentir una presencia. Te habría sonado new age pero porque nunca te habías encontrado encerrado en silencio en un armario ajeno, enclenque y ajeno, rodeado de ropa sucia.

Ves cómo se dibuja una silueta por la columna de luz. Luz tenue. Acción seguida, el armario se mueve y se agita medio terremoto y la puerta corrediza se dispara catapulta. Es mentira que las peleas duran mucho. El ruido del golpe te deja zumbando los oídos. Sentís cómo unas manos te agarran del cuello y te arrancan de la ropa sucia y te tiran en un mismo movimiento contra el piso y contra algún otro cuerpo contundente. Una cama, una cajonera, da igual porque duele lo mismo. No te estás dando muy cuenta de lo que pasa, pero te duele la cara y te late la boca. Las peleas duran nada cuando hay asimetría de información o de fuerza. Ves la cara del Chamán dibujándose en un claroscuro azulado contra la luz de la ventana. Nunca le viste los ojos así, mirándote desconocido. Dos, tres, cuatro manos a la cara. No sentís la nariz. Tratás de decir algo, tipo “basta” o “pará” o “ya está” pero no te sale nada. Te atragantás con el sabor metálico de la sangre, mientras pensás en todo lo que podrías estar diciendo.