«Efe y Be» por Mariano Dawidson

Suena el primer arpegio de Liebesträume en el piano. Efe, sentado desnudo en taburete, toca Liszt con los ojos cerrados.

Be atraviesa el departamento vacío y destrozado. Sus pies descalzos se dibujan en el parquet negro de tizne, el ambiente está marcada como un mapa de lo que sucedió. Los pasos de ambos. Las sillas tiradas.

Se saca el pañuelo del cuello y lo deja caer al suelo. Levanta la remera y con ella sacude lo que queda de hollín en su cuerpo desnudo. Se detiene frente a la ventana. Su silueta se recorta en las viejas cortinas de voile estalladas por el sol naranja del amanecer. La textura de su piel como durazno se eriza lentamente con la música, al compás de las yemas de sus dedos mientras recorren su vientre. El aire fresco que entra por las hendijas de la ventana rota le endurece los pezones.

La violencia de la noche anterior está grabada en el aire. Arriba del piano, el cenicero rebalsado de cigarrillos armados a medio fumar.

Liszt suena en en toda la habitación. Suena desafinado. Efe lo sabe pero sigue. Be no escucha la música, no la del piano. Siente lo que desafina en el interior de ambos. Se acerca a Efe y lo acaricia por detrás. Recorre sus hombros huesudos con las palmas de las manos. Se acomoda el pelo detrás de la oreja y se agacha para besarle los omoplatos. Efe con un sutil movimiento que resulta imperceptible desde afuera, que le nace desde su plexo solar, la rechaza. Be siente el escalofrío recorriendo su espina dorsal y lo resiste. Respira hondo y lo besa nuevamente.

Efe no se detiene. Las notas que recorren su mente empiezan a desmoronarse cayendo peldaños abajo por el pentagrama. Primero su mano izquierda y luego la otra, por fin abandonan el esfuerzo y el llanto nace desde adentro como una estampida irrefrenable. Ella lo abraza conteniéndolo en las embestidas torpes de su desahogo.

* * *

Suena el primer arpegio de Liebesträume en el piano. Efe sonríe mientras toca. Lleva puesta una camisa sin mangas y un moño de satén. El cenicero limpio está apoyado arriba del piano. Be, parada tras él, lleva un vestido floreado que cae sobre su piel desnuda como si de nada se sostuviese. Pasa su lengua húmeda por el papel para terminar de enrollar un cigarrillo. Lo enciende y pita profundo. Se lo saca de los labios con los ojos cerrados y lo lleva directamente a los labios de Efe, quien no deja de tocar. El cigarrillo se consume lento al ritmo de su respiración. Be lo acaricia con las yemas de los dedos recorriendo sus hombros huesudos. El piano suena completo en el departamento enmudeciendo a las veinte personas que lo habitan en absoluto silencio. Por el tiempo sin tiempo que dura la música son solo oídos.

Efe toca con todo su cuerpo, feliz de la cara para adentro. El final llega lento e inevitable. Se suelta en la habitación y los abraza, los conmueve. Los armónicos de las ultimas notas se apagan en las copas vacías y en el vidrio de la ventana que da a la calle. El silencio dura algunos segundos. El vidrio sigue vibrando pero Efe ya no toca. Los cuarenta ojos se abren redondos en un calderón que se vuelve eterno.

Cuarenta ojos, cuarenta oídos y veinte nudos en el estomago. Las manos apagan las luces con movimientos precisos y el departamento queda a oscuras. El más cercano a la ventana se asoma sigiloso para ver. Para ver lo que no quiere ver. Lo que ya todos saben. Esperan que se de vuelta para confirmar lo obvio. Los ojos vidriosos del centinela desencadenan las acciones de la emboscada. Todos saben lo que tienen que hacer así que lo hacen rápido y en silencio.

En la esquina dos camiones mantienen el motor en marcha. Del primero se abren las puertas traseras y las botas negras caen de a pares sobre los adoquines húmedos.

Marchan hasta la entrada del edificio y se forman esperando la orden. Un zapato de cuero aplasta un cigarrillo consumido hasta el filtro. Los sin-rostro irrumpen en el edificio volteando la puerta de entrada. Se dividen de manera ordenada, en números pares, y lo revisan todo. De abajo hacia arriba comienzan el rastrillaje. Se cubren, golpean y entran. Tiran todo, no hacen distinción entre hombres, viejos, mujeres o niños. Quien resulte sospechoso es revisado y si las sospechas continúan es reducido y arrastrado al camión de pasajeros.

Rastrean una pista certera, saben lo que buscan. Primero la planta baja, luego se despliegan hacia arriba por las escaleras. Departamento por departamento. Cualquier tipo de resistencia es tomada como posible amenaza y las represalias son automáticas e infalibles.

Mientras los sin-rostro marchan escaleras arriba, en el último piso se preparan para recibirlos. Dentro del departamento Be y Efe saben lo que tienen hacer. No hay tiempo de despedirse ni de pensar como individuos, cada uno hace su parte de forma mecánica y precisa. Con las luces apagadas se mueven en silencio preparando lo que va a suceder. Los más jóvenes se apostan a los costados de las puertas, las mujeres bajo los pocos muebles robustos. Be levanta unas tablas del parqué que no están pegadas al suelo y saca una caja metálica. Efe se tira debajo del piano y corriendo una tapa falsa y saca dos bidones pequeños, cargados, que llevan conectores en la tapa. Los acomodan en en centro del living y conectan todo con precisión.

Las escaleras. El tercero. Las maderas ajadas de las puertas sin llave retumban en los pasillos vacíos.

Dentro del departamento se dibujan siluetas amorfas a la luz de la ventana. Los brillos de las pupilas se descubren ocultos en la negrura.

Por fin las botas llegan al último piso. Dos pares se detienen frente a la entrada. El silencio que aturde. El tiempo se vuelve laxo, gomoso, deforme. Hasta que la puerta vuela en pedazos. Los sin-rostro entran de a pares rompiéndolo todo. Una luz de bengala entra rodando por el piso e inunda la casa de humo y rojo. Los escondidos salen como perdices y son atrapados al vuelo, reducidos, callados antes de poder gritar.

Los destellos de las armas eléctricas congelan las figuras como si estuvieran estáticas, inmóviles en el aire, en el suelo, en las paredes. La resistencia es inútil, unos tienen armas y armaduras, los otros son solo cuerpos humanos defendiéndose, tratando de escapar dentro de la jaula. Los hombres y mujeres salen encapuchados o son capturados al intentar huir.  En el centro del living yace un bulto bajo una manta, a través de ella una luz titila. Uno de los sin-rostro se acerca y de un tirón lo descubre. La luz titilante queda frente a él y se refleja en su casco. Se miran fijo. Uno, dos, tres. Es tarde para correr aunque lo intente. La luz enceguecedora llega antes que la onda de calor. Luego un sonido seco y profundo que apaga todos los otros sonidos.

Después de unos segundos la negrura se vuelve a convertir en formas. El sonido agudo y sordo del silencio se transforma en quejidos ahogados. Los sin-rostro en pie levantan a los caídos. El hombre de zapatos de cuero, desde abajo, ordena la retirada. Las botas marchan  escaleras abajo. Se escuchan sollozos bajo las capuchas de los que están tirados en el camión de pasajeros hasta que el golpe de la puerta apaga todo.

Aceleran los motores y el segundo camión arranca antes de terminar de cerrar su puerta trasera. La caravana se pierde en las callejuelas. Todo queda en silencio. De a poco algunas luces vuelven a prenderse.

En la terraza del edificio Be y Efe se abrazan. Él apoya sus manos en el vientre a ella quien no aguanta el llanto. Be esconde su cara en el pecho Efe y se deja abrazar mientras llora. El cordón suburbano vuelve a la normalidad.