Metalera, por Andrea Lafitte

Iniciadas las clases de segundo año de la Licenciatura en Sistemas, en 1987 en mi Bahía Blanca natal, coincidimos con Pablo en Análisis Matemático II. Lo había visto el año anterior porque cursábamos a la misma hora en aulas pegadas, pero no sabía mucho de él.

Llamaba la atención por sus facciones que le daban un aire rudo. Era morocho y de pelo largo hasta abajo de los hombros. Le resultaba fácil estudiar y, además, era divertido. Sus comentarios graciosos siempre caían bien. Incluso la mayoría de los varones querían estar cerca suyo. Las chicas revoloteaban con alguna excusa como: “¿Me explicás la última fórmula del cálculo vectorial?”, “No llegué a anotar, ¿puedo fotocopiar tus apuntes?” o “¿El sábado vas a bailar al Club Universitario?”. 

Yo, por el contrario, siempre en el borde, al margen, cayéndome de la ecuación como una incógnita que nadie quiere despejar, tan simple, sin ser vista.

Cómo iban a verme, si pasaba desapercibida detrás de mis camisas abrochadas hasta el último botón, prolijita, con los infaltables cuellitos de broderie que mi mamá almidonaba. Con mis polleras largas monocromáticas que me tapaban las patas de tero, como me decían los tíos del campo. Bien podía ser una chica salida de la comunidad Menonita. Mi pelo tan finito, tan lacio, recuadraba mi palidez y reflejaba en el espejo al Pantriste de García Ferrer. Igual me sentía cómoda con mi aspecto, ya que nada quedaba a la vista. Mi timidez me ocultaba, transformándome en la chica estudiosa y aplicada a la que muchos terminaban pidiendo los resúmenes. Muchas no. Ellas se los pedían a Pablo.

En una charla casual en el intervalo entre la teórica y la práctica, supe por Jorge, su compañero de cuarto en la casa de estudiantes, que Pablo era fanático del heavy metal. Ese comentario me despertó el bicho de la curiosidad. ¿Cómo se vestían las minas de la onda del rock metalero? ¿Había algo en ellas que le atrajera a Pablo, algo que yo pudiera copiar para que se fijara en mí?

Así fue cómo le encargué al primo de mi mamá, que tenía un puesto de diarios, que me reservara la revista Rock Metal quincenal. Me convertí en una experta, y aprendí el nombre de las bandas más importantes, los integrantes, qué instrumento tocaban o si eran vocalistas, los discos que sacaron en los últimos años. Ya identificaba los temas en la FM Visión, la radio que no pasaba otra cosa más que rock pesado. Todo estaba en mi cabeza. Incluso las fotos de los recitales donde se veía a las fans, vestidas de cuero, muchas con rulos y tacos altos.

Ahora quedaba plasmar todo ese saber en mi persona, convertirme en una femme fatale rockera. Y para eso tenía que encontrar una ocasión.

La meta era transformarme y que me viera en la Semana del Estudiante en primavera, donde el espíritu festivo mezclaba a todos con un mismo fin: emborracharse, bailar y tranzar lo más posible. Tenía tiempo para conseguir el vestuario y cambiar mi peinado. Lo más costoso iba a ser la permanente. Había pensado en la peluquería en la que se atendía mi mamá, donde seguro me hacían algún descuento. Iban señoras grandes, no como en la de la peatonal que era más canchera. Pero, ¿qué diferencia habría al momento de hacerse los rulos, esos tan hermosos y rockeros, tan distintos a mis mechas llovidas?

El 19 de septiembre fui a la peluquería, así tenía un día antes de volver a lavarme la cabeza, que era lo que recomendaban. La peluquera me avisó que, como mi pelo era muy lacio babita, debía rebajármelo para que el bucle tomara más. Después de enrollar los bigudíes en mechones, me envolvió la cabeza con papel aluminio y me puso abajo del secador por media hora. Me volvió a lavar y entró a darle y darle con el aire caliente. De repente, mi imagen en el espejo empezó a parecerse a China Zorrilla en Esperando la Carroza. Me desesperé. Casi me largo a llorar ahí mismo. La opción era hacérmelo planchar pero no tenía más plata. No había vuelta atrás. 

Así como estaba, fui a lo de Florencia, mi amiga de la infancia, la artista del grupo. En su vestuario para shows seguro iba a encontrar lo que precisaba. Elegí la ropa y me la llevé sin probármela, total nos conocíamos de chiquitas. ¡Qué tarada, cómo si nos hubiésemos desarrollado iguales! A mí me había crecido la delantera tres veces más, algo que siempre trataba de ocultar, y ella tenía diez centímetros más de piernas, dejándome reducida a una estatura casi infantil. Ni que hablar de la parte trasera. En el reparto familiar, salí con el ADN de mi papá, escondido y con poco relleno.

21 de septiembre. Llegó la noche de la fiesta. Empecé a prepararme. Primero, las calzas. Me las subí y me di cuenta de que sobraba tela. Las doblé a la altura del tobillo y las acomodé adentro de las botas de cuero negro que le saqué a mi hermana, esas que había dejado de usar porque eran número 36. Yo calzaba 38. No importaba, ¡eran tan rockeras! El top intenté ponérmelo por la cabeza y no pasó los hombros. Fui por abajo. Cuando logré pasar el segundo brazo, la tela negra estaba tan estirada que parecía desteñida en un gris arratonado.

Después pasé al maquillaje. Me delineé los ojos como había visto en las revistas, con el pulso que me temblaba, y me pinté los labios de bordó opaco. No quería que toda la atención de Pablo estuviera en mi cara; de ahí a los rulos sólo había una frente de distancia. El enganche debía estar del cuello para abajo. Con la cabeza podía conquistarlo pasado el tiempo.

Tomé el último colectivo que iba para la universidad. Siempre bajaba a tres cuadras. Era cerca para días de jeans y zapatillas, pero era lejísimos para una noche de tacos y dos números menos. Cada cincuenta metros alguno de los tobillos se me doblaba haciéndome tambalear. Un par de veces casi aterricé en el suelo. Me reacomodé y seguí empecinada en sobrevivir al menos hasta la puerta.

En la entrada un cartel decía “Damas sólo mayores de 18”. El chico de la puerta me pidió el DNI, me miró, miró el DNI, me miró, miró el DNI. Le clavé los ojos como diciendo: “Dale, soy yo”. No sé si se convenció, pero me cobró y pasé.

Entré al salón del Club convencida de que era mi noche. Noté un aire raro en el ambiente. Nadie me reconocía. Agudicé la vista y fui haciendo un paneo general. Me percaté de que cuanta chica me cruzaba iba vestida igual que yo. No había reparado en un detalle al elegir la noche para acercarme a Pablo con este look: la temática de ese año para el día de la primavera era el Heavy Metal. Pero capté algo diferente en las miradas que me dirigían al pasar. Por primera vez se concentraban en mi escote, en mi delantera. Ahí empecé a entender un poco cómo funcionaba esto de mostrar los contornos: me observaban, me prestaban atención.

Hice una parada en la barra y pedí un vodka con pomelo. Tenía que tomar para levantar el coraje. Seguí camino, vaso en mano, pechos apretados, el tiro de la calza caído y la autoestima elevada por el alcohol. Buscaba al grupo donde seguro estaría Pablo tomando algo, siendo el centro de atención.

Planta baja, nada. Subí las escaleras. Otra vez se me doblaron los tobillos por los tacos.

Lo distinguí a dos metros, de espaldas, apoyado en una columna. Esa melena era inconfundible. Arqueé la cintura, saqué más pecho, apunté toda la artillería. Caminé con el meneo más sensual que pude y, cuando estuve detrás suyo, me di cuenta de que estaba charlando con alguien. Me quedé parada como si estuviera esperando algo, mientras trataba de escuchar de qué hablaban. Al principio me pareció una conversación de Probabilidad y Estadística, oír frases donde se describía como el mejor de la clase, que hasta los profesores le consultaban si habían explicado bien el tema, que era un referente de la promoción. Seguí ahí estática cuando empezó a sonar Welcome to the Jungle. Mis pies empezaron a marcar el ritmo y mi cabeza iba de arriba abajo cada vez con más ímpetu. Giré hasta ponerme a su lado para ver si él también vibraba con la música y lo oí decir, arrastrando la lengua vaya a saber por cuánta cerveza encima, “La inteligencia es el factor común del polinomio que formamos los dos” a una rubia de cabello llovido, falda hasta los tobillos y polera marrón. 

Volví a la escalera, me senté y me descalcé. Con los dedos liberados, sin necesidad de más sacrificio, sonando Hysteria de fondo, empecé a caminar hacia la pista. Al llegar, ya el cuerpo se movía solo al ritmo de esa música que había escuchado durante meses. Estaba en el borde, con las calzas caídas, las botas en una mano, la otra agitándola al aire, cuando se me acercó Jorge y me dijo al oído, gritando para que pudiera escucharlo: “¡Al fin te encuentro, este tema no es para bailarlo sola!”

Seguimos charlando, con algún que otro vodka de por medio, los pies descalzos y la ecuación de esa noche un poco más despejada.