Islandia de bolsillo, por Florencia Marchetti

Ilustrado por Marina Bernardi

Emilio pasó frente a la tiendita de recuerdos y lo vio. Se frenó en seco, sintió que era una señal, que significaba algo. Entró al local, que siempre había sido carísimo, para turistas, y pidió ese, el de exposición, sí, entendía que era igual a los otros, pero quería el de la vidriera de todas formas, señorita.

Salió a la vereda mojada y apoyó la espalda contra la pared de piedra laja. No le importó que nevara. Ahí, parado, mientras la gente lo esquivaba, rompió el papel del envoltorio con los dedos torpes, atontados por la lana de los guantes. Colocó la base sobre las palmas de las manos, como si fueran un cuenco, y se miró en el reflejo de ese medio mundo de cristal. Nada más sacudirlo y todo era nieve y brillantina, una Islandia de bolsillo.

Adentro, dos figuritas, un hombre y una mujer, que sonreían y saludaban, al lado de una cabaña de techo a dos aguas. Soltó un suspiro blanco: era la casa más linda del mundo. Acarició con el dedo gordo el relieve de las letras que formaban el «Bariloche» de la base. Así se imaginaba que era el lugar donde vivía Carmela, tan igual a este. Hasta se le parecía el muñequito de la mujer. En cambio el otro, al mirarlo en detalle, tenía algo imperceptible pero que lo extrañaba, una pequeñez.

Se lo acercó a la cara para estudiarlo mejor: un hombrecito con cara angelical, casi de nene, como las estatuas de las iglesias, pensó. En la cabeza, un gorro marrón, que simulaba ser de gamuza, y un borde de corderito. En la punta, un pompón. El pelo rubio se asomaba debajo. Las cejas finitas, los ojos que miraban sin ver. En la boca, apenas una media sonrisa. Una bufanda roja y amarilla que no lo abrigaba. Detrás, unos pinos. Un cielo redondo y cristalino, demasiado próximo.

Ahora sentía que estaba más cerca de Carmela, aunque ella no le hubiera respondido las últimas cartas. Islandia quedaba lejos, y quizá, el correo había tardado más esta vez. O se había extraviado en el camino. Desconfiaba de los acuses de recibo, que pagaba sin falta en cada envío. Había escuchado miles de historias: las cartas que van a Escandinavia hacen escala en Nueva York, donde las cintas transportadoras se sobrecargan de tanto peso y se traban, y en promedio, un tercio se pierden. A veces, pasan por San Pablo y terminan en las Guayanas o en algún lugar de Centroamérica y andá a recuperarlas. Pero era posible que las de ella fueran el problema, Argentina y Argelia son nombres muy parecidos. ¿Podía ser que los argentinos no fueran los únicos que, por una distracción, cometían un error en el trabajo? Los islandeses también debían hacer algunas cosas de mala gana.

Emilio entró a la casa y apoyó el domo en el mueble del comedor. Sí. Ese sería su lugar. Al lado del portarretratos que le regaló Carmela con la foto de los dos. Fue hasta la habitación y sacó la caja de zapatos del estante de arriba del placard, donde guardaba las cartas que había recibido de ella a lo largo de los meses que llevaba en el exterior.

Las releyó una a una. Que el departamento era chiquito pero acogedor. Que estaba contenta. Que el chocolate, el paisaje, la nieve. Que los islandeses eran parcos, como dicen, pero muy buena gente. Que un tal Lars le estaba mostrando la ciudad. Era un amigo que se hizo en el centro de esquí. Bah, «amigo», más bien un compañero de trabajo, porque los islandeses son fríos y cuesta que te dejen entrar a su grupo de amigos. Que pronto se acomodaría, y él podría ir a visitarla. Así cerraban las últimas cuatro cartas. Pronto, pronto.

Emilio buscó el cuaderno y arrancó una hoja, escribió algo breve: la nieve cayó mucho antes de lo que esperábamos, Carme, el clima anda rayadísimo. ¿Ya te conté del accidente que tuvo el hermano de Raúl? Lo sacaron casi congelado del lago. El pobre quedó atrapado dentro del bote. 

Metió el papel en un sobre y salió. Mientras manejaba la camioneta hacia el centro, no podía parar de pensar en Lars. Se lo imaginaba como un vikingo, altísimo, de espaldas anchas, macizo. El pelo largo, metido detrás de la oreja, de un amarillo clarito como un pan de manteca. 

Emilio llegó al correo y apoyó la carta en el mostrador. La empleada lo miró, y a él le pareció que lo hacía con lástima. ¿A Islandia?, preguntó ella, como tantas otras veces. Él empujó el sobre a través del mostrador con la palma de la mano. Ella lo tomó sin mirarlo a la cara. Cien, dijo, aunque ya había visto que él tenía el billete en la mano.

Cruzó la calle y se frenó en la mitad, sobresaltado por el Fiat gris oscuro que doblaba, igualito al de Carmela, y apenas si escuchó los bocinazos de los otros autos y los gritos de los conductores, necesitaba confirmar si era ella la que estaba adentro, como le pasaba siempre ahora, cada vez que pasaba un Fiat gris oscuro. Todo el mundo tenía el mismo auto que ella.

Subió a la camioneta y ni bien sintió el olor del aromatizante de pino que colgaba del espejo le dieron náuseas, un leve mareo. Bajó la ventanilla y lo tiró por la ventana. Puso en marcha el motor, todo en el interior vibraba: los vidrios, el volante, los dientes de Emilio.

Se apuró a volver a la casa. El acelerador se sentía más liviano debajo del borcego. La nieve caía con fuerza sobre la ruta, los árboles y el parabrisas. Bajó por la calle de tierra y de tanto rebotar, la cabeza rozaba constantemente contra el techo de la camioneta. Por los ventanales de las casas, podía espiar a la gente que tomaba mate o chocolate caliente o tal vez café y se reían. Se imaginó a Lars y su risa contagiosa, suave pero masculina, sedosa, infalible, de quien se sabe ganador.

Respiraba agitado. Prefirió detenerse en donde estaba, aunque faltaran dos cuadras, el aire fresco le vendría bien. Frenó lejos del cordón y dejó mal cerrada la puerta. Caminó hasta la entrada de la casa apretando las llaves, clavándoselas. Atravesó el comedor y tomó el domo con las dos manos. Ahí estaba, ahí lo miraba él, con los ojitos inmóviles, siempre vacíos, siempre iguales, todo pupila. Le sonreía burlón. Lo sacudió con fuerza, ahora iba a ver si le daba tanta risa al señorito. Lo vio desaparecer, ahogarse en ese mar de nieve y brillos. Esperó a que se despejara, lo dejó asomarse de a poco, y al verle la cara de idiota otra vez sintió un fuego en las mejillas. Quiso estallarlo contra la pared, pero se contuvo: también estaba ella. No tenía la culpa.

Se sentó en el sillón, encorvado sobre el domo, con los codos en las rodillas. Se lo apoyó en la frente y cerró los ojos. Pensó en Carmela otra vez, en el pelo cobrizo, en los ojos caídos. Se estaba olvidando de su voz. Lo miró otra vez. Apoyó el pulgar en el vidrio, sintió su frío, hizo presión. Retiró el dedo, observó la huella que quedó marcada unos segundos y, después, la vio desaparecer. 

La figura de la mujer se parecía más que nunca a Carmela, hasta creía verle lunares y ese gorro verde que le había regalado dos inviernos atrás. Lo distrajo algo que le cayó en el pelo, una pelotita blanca, dura, que se le desgranó entre los dedos al apretarla, un pedacito de cielorraso, quizá. El suelo y el sillón estaban cubiertos de pelotitas, aunque, al mirar hacia arriba, no observó nada extraño en el techo. Se puso de pie, pero sólo con dar unos pasos desparramó la arenilla blanca, aplastada, por el piso. Se miró la suela del borcego como si hubiera pisado algo en la calle: estaba llena de brillantina.

Corrió hasta la cocina y por la ventana vio que había dejado de nevar. Volvió confundido sobre sus pasos, hacia el comedor, sintió que perdía el equilibrio en ese instante, que se le resbalaban los pies. Tuvo que agarrarse fuerte del marco de la puerta para no caerse. El suelo estaba todo blanco ya, cubierto de esos pedacitos de nube, de esa nieve que no se derretía, que llegaba hasta la altura de los zócalos y no paraba de caer. El brillo plateado flotaba sobre los muebles, las paredes y las plantas. Quiso abrir la puerta, dejar que se cayera para afuera, pero no la encontró. La nieve caía tan tupida, con tanta fuerza, como una tormenta. Ya no veía nada.

Emilio se quedó inmóvil y esperó a que el temporal se calmara. Lo que lo asustó fue ver los pinos al lado del sillón y que el techo no estaba. Se miró la bufanda roja y amarilla, pasó los dedos por su rigidez helada. Recorrió la corta distancia y apoyó una mano sobre el vidrio gruesísimo de ese mundo de tiempo congelado. A su lado, Carmela sonreía. En el reflejo se vio el pelo rubio debajo del gorro, dejó que la rigidez y el frío le tomaran el resto del cuerpo, se quedó muy quieto. Miró hacia adelante una última vez y, con una resignación casi alegre, permitió que se le perdiera la mirada, que los ojos vacíos eligieran un punto fijo, para siempre, que miraran sin ver.  Qué bueno estar por fin junto a Carmela, solos, en la cabaña de techo a dos aguas.