
Le pregunto cuánto sale y casi sin mirarme me dice que esta vez es gratis. Luego me sonríe con su cara de cera y desaparece en la penumbra. Le quiero preguntar cuánto tarda en hacer efecto, pero no está por ningún lado.
Veo entrar hordas de personas. La música suena inmensa, pero aún es un cuerpo latente. Observo todo, recorro el lugar y me preparo para lo que va a venir. Mientras bailo medidamente, espero.
Veinte años de vivir en el campo bajo cuidados monárquicos fue suficiente resguardo. Leandro es el camino indicado para detonar el cristal que me cubre. Trato de ubicarlo entre la gente y veo que habla brevemente con una chica de pelo rojo. No parece ser su amiga.
No sé mucho de él, nos conocemos por una sucesión de hechos poco significativos que no merece la pena detallar. Todo en él es una incógnita que por alguna razón prefiero no develar.
Más tarde aparece y dice que me había estado buscando. Yo me miro las manos mientras las hago girar. Le digo que son satélites ingrávidos. Él piensa algo que no pronuncia, y luego se ríe con su risa de hiena. Entiendo que la química empezó a hacer efecto y expulso también una risa, pero soy rápidamente recapturada. Se vuelve a ir.
Algo empieza a nacer de la boca del estómago, o del diafragma. Y trepa por el pecho, repta por la tráquea y anida en la nuca. No deja de subir, se reproduce una y otra vez. Y cada vez, es un poco más intenso. Ahora, cuando llega a la garganta es tan grande su volumen invisible que quiero gritar. Lo hago. Como si todo estuviera cronometrado, la música explota, y siento que mi tórax se abre como una flor al sol. Una masa de gente empieza a saltar casi al unísono. Ser una más entre toda esa marea calma mis miedos. Siento que finalmente logro trepar a la superficie más exterior de la vida y que pocas veces me sentí tan liviana. No está la depresión de mi viejo -ni su locura-, no está la precariedad de mi laburo, no hay incertidumbres sociales. Solo la música que se proyecta como un dios. Y tiene los latidos de mi corazón en sus manos.
Atardece y estoy en el campo de mis primos. Vine sola en el zaino, -un caballo altísimo que me regaló mi abuelo Tata cuando cumplí 9-. Atravesé seis kilómetros de potreros sembrados de lino. Y esperé todo el día para jugarle otra carrera a la oscuridad. Quedan solo minutos para que sea noche, ya debería haber vuelto. Estoy lista, pero aún espero un poco más en la tranquera. En el momento exacto en el que el sol desaparece por debajo de la línea del horizonte, me subo al zaino de un salto y lo toco con los talones. Él resopla de ansiedad y empieza a galopar sin intermedios. Le aflojo las riendas lo más que puedo, como diciendo “vos mandas”, y me aúno a él. Dejo de ser quien domina, aprieto mis piernas contra su lomo y me concentro en acompañar el movimiento. Los últimos rastros de luz quedan en mi espalda. Escucho la respiración agitada del zaino y los vasos golpeando la tierra con toda su fuerza. Cada tanto trastabilla levemente y lo ayudo levantando las riendas. Es mi única intervención, ya no tengo ningún control de este animal magnífico, inmenso y desatado, que lo único que desea es su libertad. Yo respiro agitada también y mis pupilas se dilatan fascinadas.
Eso que anidó entre la última vertebra cervical y el occipital, se pone a andar y larga sus raíces por el cráneo y se extiende hasta la coronilla. El ahogo aumenta, gritar no alcanza, tengo mucha sed, muchísima sed. Voy agitada a una barra: estalladas de gente. Voy al baño a tomar agua de la canilla: cortaron el agua.
-Que hijos de puta -pienso- Esperan a que pegue para cortar el agua.
El enojo me baja dos grados la locura y su lugar lo ocupa el miedo. Me quedo un segundo dudando que hacer y lo veo a Leandro venir a todo ritmo hacia mí. Me pone una botella de agua mineral en la mano. Está serio y mira por encima de mi cabeza. La botella está cagada a palos, a medio tomar y el agua tibia. No me importa nada. Tomo. Es la cosa más espectacular que alguna vez atravesó mi faringe. Siento que quisiera que nunca termine ese momento. Me repongo.
Me lleva al epicentro y dice –Voy a buscar más agua, pero espérame acá-. Cierro los ojos, el cuerpo se afloja. La música entra en una planicie, me dejo envolver por su manto y me muevo con los demás. El crecimiento que había subido por mi cabeza se proyecta desde la coronilla hacia el cielo, siento que vuelo, pero no dejo de estar ahí.
Cuando Leandro vuelve ve que estoy en una. Intenta entrar en la misma que yo. Se mueve, pero no le creo. Su cara está rígida. Yo sigo con los ojos cerrados. Y cada vez que los abro, me encuentro con él mirándome.
¿Por qué me mira todo el tiempo? Me empiezo a incomodar. No está pasando nada, pero algo me pone en tensión. Vuelvo a abrir los ojos y de repente está muy cerca, rozando su cuerpo con el mío. Miro alrededor, hay espacio, no se justifica su avance. Él se da cuenta de mi incomodidad y se va. Yo quedo moviéndome por ese lugar donde no hay perímetros implícitos como en otras situaciones.
De pronto miro hacia el techo del lugar y veo personas de color gris translúcido asomándose por unos balcones. No entiendo la lógica de la imagen. Veo la chica de pelo rojo que estaba en la entrada, me acerco y le pregunto que son esas personas ahí. Mira hacia arriba, me mira a mí y luego a su alrededor. Me abraza suavemente y mientras me sonríe dice: No sé lo que te dio Leandro además de la pastilla. Pero nos está mirando así que disimula y salí de acá en cuanto puedas. Está esperando su momento.
Algo me lleva a hacer foco a la distancia. Mi mirada atraviesa como una lanza el espacio. Al fondo, bien al fondo, lo veo. Está sentado en el piso. Mimetizado con la mugre, la pared y las sombras. No está descansando, está escondido. Y me está mirando sin pausa.
Se me viene la imagen mía tomando agua de su botella, y después él abalanzándose sobre mí. En cámara lenta abro mi cartera y las llaves de mi casa no están. Un sonido mental invade todo. Ella me busca con la mirada y sin decir nada, cierra el dialogo y se va.
La noche se tuerce. Como una canción sonando en un tocadiscos que se empieza a detener. Empiezo a hacer unos pasos hacia la puerta. Él se pone de pie, levanta la cabeza y trata de ubicarme entre la gente. Me agacho como esquivando una bala, y me muevo así varios metros para correrme del punto donde me tiene fijada. Llego a una columna. Espero. Cuando pasa un grupo grande de gente caminando hacia la puerta, me uno a ellos, y me voy.
El frio exterior me da un golpe de realidad. Ya no está el zaino, ni los campos de lino azul. Pero el calor en los poros y la adrenalina permanecen. Sin mirar atrás comienzo a correr.