Rancho, por Luciana Calveras Vall

Ilustrado por Juana Inés Alfaro

El olor a eucalipto se nos mete en el cuerpo desde que entramos al bosque. Es una patada que te pega de lleno, ni bien te separas de la ruta que bordea el mar. Me acuerdo que siempre era así, el olor a verano de mi infancia: a corteza mojada, a hojas verdes y frescas, a esos coquitos leñosos que nos guardábamos en los bolsillos. No sé si doblamos en la calle adecuada, vengo perdida hace rato, pero no se lo voy a reconocer a Nicolás. Me doy cuenta que se está cansando de dar vueltas en círculos.

—Doblá acá, creo que vamos bien…

—Hace más de una hora que estamos dando vueltas por este descampado, estás más perdida que otra cosa.

—Nada que ver, conozco la zona, ¡vos doblá!

—Estas calles de mierda me van a romper el auto.

—No exageres, un poco de tierra nomás…

         Las matas de árboles arman un paisaje denso, impenetrable. Es verdad que estoy algo desorientada, aunque hay pequeños indicios que me hacen sentir que no estamos lejos. Un poste de luz apenas doblado, un puesto de frutas, un arbusto distinto. Podría ser cualquier puesto de frutas en el medio de la nada, pero el techo rojo me suena conocido. Era por acá, por algún lado. Tantos veranos uno tras otro en la casa que conocí de memoria, y ahora no aparece. Aprieto fuerte la llave en el bolsillo desde que salimos de Buenos Aires. La sostengo como un amuleto.

—Volvimos otra vez a la misma diagonal, ¿por qué no volvemos para la costa? Seguimos hasta el centro y paramos en un buen hotel… —dice Nicolás harto de dar vueltas.

—Un toque más. Es por acá, ya la encuentro…

—Nunca me contaste que tu familia tenía una casa en la costa, ¿son de esas cosas que no querés compartir conmigo?

—Nada que ver, ni siquiera es una casa, es un rancho. Y no tenemos mucha plata para el hotel.

—¿Y desde cuándo no venís?

—Desde que murió el abuelo.

––Rara tu familia…

De repente reconozco algo y le pido parar. La misma manzana vacía de casas y llena de verde. Un intento de construcción blanca sola en la nada. Pasamos por acá varias veces, ¿cómo es que no la ví? Me bajo y salgo corriendo, me adelanto ansiosa media cuadra entre los árboles. Quiero llegar primero. Nicolás se baja atrás mío, se apoya en la puerta del auto y se prende un pucho. Me da miedo su reacción si la casa está hecha mierda. Se supone que vinimos a encontrarnos después de tantos desencuentros. 

Me paro enfrente. Veo el eucalipto que se eleva bien alto a un lado. Se inclina un poco a la derecha, seguramente sobrevivió muchas tormentas sin caerse encima. El tronco está más grueso y la copa más frondosa, pero es el mismo en el que me trepé más de una vez, estoy segura. Se puede ver algo parecido a una casa debajo del manto verde. Durante todo el viaje en la Ruta 2 pensé en el miedo de que esté ocupada por alguien más. Nunca imaginé que podía ser la naturaleza la que se la estaba apropiando. El eucalipto se sigue acercando a la casa sin tocarla, pero el arbusto que la rodeaba, el mioporo, se enroscó sobre ella hasta casi hacerla desaparecer. Lo tomó todo, el tanque de la terraza, las rejas de las puertas, y se lo ve atravesar una de las ventanas. Una rama hecha tronco socavó la persiana de la pieza que era mía y de mi hermano. La fachada está escondida, los pastizales y cardos llegan hasta el techo. Apenas logro ver el cartel de hierro que colgó el abuelo hace tanto tiempo. En letras cursivas negras, caído hacia la derecha, todavía se puede leer Nuestro refugio

Junto fuerzas para cruzar la tranquera. Hay tantas historias contadas y vividas que ya no sé en cuales estuve y cuales son relato. Puedo ver al abuelo Manolo, joven y con los bigotes peinados, visitando el terreno que compró ni bien llegado de España a una Argentina que ya no existe. Su amigo Pepe lo había convencido de comprar en comodísimas cuotas un lote en Parque Bristol, un paraíso verde en las afueras de Miramar. La abuela Marta, sin embargo, se quejó toda la vida de la inversión errada, «estos dos me vendieron pescado podrido, decían que era como el Punta Mogotes de Mar del Plata, y mirá qué estafa, nunca vino nadie». A pesar de las quejas, juntos y con lo que había, construyeron una casa muy pequeña, un poco desgarbada e inestable, que la familia se encargó de apodar El Rancho. Porque las comodidades edilicias eran pocas, aunque suficientes. 

—¿Es ésta? ¡No está tan mal eh! —Nicolás termina de fumar y se me acerca despacio.

—¿En serio lo decís?

—Nah boluda, es lamentable.

Aprieto los dientes y atravieso los pastos altos. Los yuyos y cardos me lastiman las piernas descubiertas. El rancho sigue ahí, resiste, se defiende, y hasta un poco se deja mientras se lo comen las plantas. Salto ramas, troncos, algunos fierros que no sé cómo llegaron acá. La entrada está descuidada, entregada al abandono, pero en el pequeño jardín del fondo descubro que los agapantos de la abuela todavía florecen. «Acá atrás está más reparado de los vientos del mar», la escucho decir en mi mente mientras la imagino saliendo a tomar sol en enteriza azul y lentes ahumados. No quiero acordarme del día en que se perdió y la buscamos por horas en el bosque de eucaliptos. Había salido a tomar sol en el medio de la noche y ahí nos dimos cuenta que algo no andaba bien. 

Nicolás está parado mirando de cerca la puerta de frente.

––¿Tenemos las llaves? El candado está muy oxidado, va a haber que romper.

Le revoleo el manojo. No sé quién fue el último que cerró, pero si fue mi papá es probable que el acceso sea casi imposible. Se tomaba horas en construir cerraduras, tapiar ventanas, en dejar una fortaleza impenetrable que algún día por tristeza o melancolía se abandonó. 

Mientras Nicolás vuela las maderas de las ventanas, me alejo por la calle de tierra y respiro otra bocanada de aire verde. Ahora que estoy ubicada reconozco todo, estamos arriba de la loma y el camino baja abruptamente un kilómetro hasta el mar. La costa desde acá no se ve, la tapa el frente de árboles y después los acantilados. Igual se puede sentir como la sal se te pega en el cuerpo. Por la bajada nos tirábamos con Santi en la bici sin manos, hasta el día en que me pegué el palo y crecí de golpe, todo me empezó a dar miedo desde entonces. Respiro profundo una vez más y me dan ganas de subirme a la bici. De escaparnos como siempre con Santi a la hora de la siesta y pasarnos horas recolectando ramas, aplastando sapos, haciendo fogatas y construyendo refugios en los árboles.  En esos veranos no había hora de vuelta, ni ganas de ir a playa, jugabamos todo el día y volvíamos al atardecer negros de tierra y tostados por el sol. Se decía en nuestra familia, que fue el perfume a eucalipto y el aire de mar lo que nos curó a los dos del asma. Sea lo que fuese, nunca respiramos tanto aire como en esos veranos.

—Vení, ¡lo logré!— Grita Nicolás triunfante. Levanta los candados bailando. Yo me despabilo de mis recuerdos de ensueño.

—¡Vamoooos! ¡Gracias amor!— le sonrío y un poco siento que no fue tan mala idea venir con él.

Damos una vuelta con la llave en la cerradura y aunque parece costarle, gira. Otra vuelta y ya estamos adentro. El olor a humedad penetra las fosas nasales, demasiado invasivo. Era todos los veranos así, aunque ahora guarda la intensidad de los años sin abrir. Las hormigas se adueñaron de los pisos, formando hormigueros arenosos por todos lados. Casi no hay espacio libre, está todo lleno de cosas. Reposeras viejas, sombrillas oxidadas, las bicis que necesitan años de mantenimiento. Recordaba la casa muy chica, pero no tanto como ahora. La percepción del espacio cambia tanto en la adultez…

No todo está intacto, pero reconstruyo el interior de mi pieza desde mi recuerdo difuso. Mi cama sigue contra la pared y la de Santi bajo la ventana. Los almohadones de crochet que tejió la abuela antes de enfermar están llenos de polvo y descoloridos. Las frazadas todavía en las bolsas para que no se llenen de humedad. Casi puedo escuchar el ruido metálico de los elásticos de estas camas viejas, sobre las que nos gustaba saltar. Lo hacíamos siempre con miedo a que por fin algún día se rompan. Reconozco los colchones pesados de lana, esos que teníamos que sacar al sol cada tanto para evitar ataques de alergia y olor a humedad. Los veo y siento ganas de dormir. El sueño en ese lugar era tan pesado. Si me dejaran un rato sola dormiría horas, días, semanas. Dormiría algunos años si Nicolás me dejara un poco tranquila. 

Sigo mirando para todos lados, quiero reconocer algo más. Alguna marca en la pared o alguno de los garabatos que hacíamos con crayones atrás de la puerta. Me gustaba dormir en la misma pieza con Santi porque en casa “casa” no podíamos compartir eso. Charlar hasta tarde, jugar los días de lluvia durante horas eternas a las cartas, al burako o a la lotería. Lo desencontrados que podíamos estar durante el año, desaparecía en el verano. Ahí éramos realmente hermanos. Como la tele nunca andaba teníamos los libros, historias que yo leía en voz alta para que Santi escuchara. Había veces que elegíamos apagar la luz, fingir dormirnos y conversar bajito hasta muy tarde. Nos sumergíamos en charlas profundas donde nos decíamos cosas que nunca le habíamos contado a nadie. Imaginábamos escenarios difíciles cómo qué animal te hubiera gustado ser, qué harías si te cambiaran de escuela, o cómo pensás que serías si hubieras nacido en otra familia.

—Muy de tu familia esto, un juntadero de cosas— escupe Nicolás con la escoba en la mano.

—No empieces —la amargura me saca de la abstracción.

—No te enojes dale, era chiste. Igual me gusta, te imagino acá, corriendo de chiquita. ¿Hace cuánto no venías?

—No sé, unos diez años, un poco más.

—¿Tanto?

—Y, primero dejó de venir el abuelo, se pasaba temporadas enteras acá pero cuando empezó lo del Alzheimer a la abuela, dejó todo para cuidarla. Al final se terminó muriendo él primero, vinimos un par de años más pero después ya no quiso venir nadie.

—¿Tu abuela la muy vieja?, ¿la que está en el geriátrico?

—Sí, la que nunca visitamos— lo digo con un poco de odio, como si fuera culpa de él y no mía.

––¿Y tu hermano no viene?

—No sé nada de mi hermano hace rato. Anda en una, está ocupado no sé. Algo me cuenta mi vieja de su vida, de su familia, de las nenas, pero ni idea…

—¿Pero se enojó por algo? ¿Vos decís que no me banca a mí?

—¿Qué decís? Deja de perseguirte por todo Nico. No sé qué pasó. La vida pasó. Eso.

Mientras sacudo almohadones y acolchados escucho la primera gota sobre las chapas del techo. Lo siento casi como un estruendo mientras me invade el olor a tierra mojada. En la radio daban pronóstico de lluvias pero no les creí, había un sol tremendo cuando llegamos. La cercanía al mar hace que el clima pueda cambiar de la nada, y en unos segundos se está viniendo el cielo abajo. A Nico lo domina el mal humor cuando se da cuenta que llueve casi lo mismo adentro que afuera. 

––Para qué me trajiste a esta pocilga Camila, que pensabas que podía hacer yo acá.

Aprieto los dientes sin contestarle. Respiro profundo para no mandarlo a la mierda. Le alcanzo en silencio los baldes para juntar el agua. Puedo recordar unas cuantas tardes de lluvia en esta casa, y todas fueron más divertidas que ésta. Con Santi sacábamos el gran mazo de cartas españolas, el mazo de todos los mazos, y nos poniamos a inventar juegos nuevos que le presentábamos al abuelo. En alguno de los cajones tienen que estar las instrucciones de los que acumulábamos año a año. Mamá a veces nos enseñaba a pintar con acuarelas, mientras la abuela cocinaba bizcochuelos y pilas de pizzas caseras. Papá aprovechaba la oscuridad y las velas, para inventar sombras chinas. Nunca tenían sentido pero nos reíamos igual. Lo miro a Nicolás ya con muy poca paciencia, estoy decidida a dejar que el clima haga lo que quiera con nosotros. El viento empieza a soplar demasiado fuerte y el ruido de las ramas indica que el bosque se nos va a quebrar encima. Los pájaros se refugian en algún lado y las calandrias gritan llamándose unas a otras. Un relámpago ilumina todo y solo falta que el rayo nos caiga encima. 

––Podes ir al centro–– le digo ––busca el hotel, o volvé, como quieras.

––Sí, vamos, esto ya se está poniendo peligroso.

––No no, anda vos. Andate, quise decir. Yo me quedo acá.

La cara de Nicolás se transforma, no sé si va a llorar o me va a matar. Sale por la puerta principal enojado y se sube al auto. El viento desarma el paisaje, y cuando Nicolás aprieta el acelerador del Gol me imagino que se va volando. No sé si va a llegar al centro por las calles anegadas, pero necesito que no esté en este espacio. Él no es de acá, esta casa no lo quiere. Las gotas caen cada vez más fuerte y ya no distingo si es granizo o diluvio. Trato inútilmente de juntar lo que creo que es de valor sobre la mesa, hasta que entiendo que no hay remedio. Vuelvo a sentarme en la cama, mientras me empapo. Agarro el celular por primera vez desde que llegamos. Busco el número de mi hermano en la agenda, Santi. Quiero llamarlo, pero sería demasiado, sé que está ocupado y que no me va a atender. No quiero escuchar otra vez el frustrante sonido de su contestador. Escribo un mensaje que borro varias veces pero que finalmente envío: “Estoy en el Rancho, todavía sigue en pie. Llueve.” Apoyo el celular sobre la cama y me pongo a llorar. Lloro con ganas, casi forzando mis gritos. Nadie me escucha. El ruido de las chapas me deja sorda. Miro por la ventana y me pierdo en el bosque, se cae el mundo allá afuera, y acá adentro. 

¿Llegará el tren con esta lluvia? Si llegara podríamos ir a buscar a los abuelos a la estación para que se queden el verano con nosotros, podemos sacar el catre y las bolsas de dormir y listo. Papá armaría la carpa afuera por si no entramos, mientras nosotros juntamos ramitas para prender el fuego del asado. El viento sopla y la casa se mueve, podría jurar que se mueve todo mientras yo me quedo quieta. El agua entra por los marcos de las ventanas como una catarata. Por el techo se filtra todo; agua, barro, aire. Tengo el pelo mojado, y la cara también. Ya estoy segura de que las calles están inundadas y que Nico no va a poder volver a buscarme. Ojalá no vuelva nunca. Me agarra un retorcijón en alguna parte del cuerpo, no podría explicar dónde. Es el mismo dolor que me agarraba cuando se terminaba el verano y nos teníamos que volver. Guardábamos las sábanas, toallas, frazadas en bolsas grandes, entrábamos la garrafa, encadenábamos el bombeador y tapábamos con bolsitas todos los huecos de rejillas.  Nos subíamos lento al auto con los bolsos cargados, tratando de atrapar el verano en un último recuerdo. Me aferro como puedo a la cama por si el viento y la lluvia desarman la casa. Por si yo también salgo volando en esta especie de huracán. Me hago un bollito cuando escucho los estruendos. Las rejas de las ventanas se arrancan de cuajo, las chapas del techo salen volando y una grieta que empezaba alto en el muro se dibuja también en el piso. El cielo es un remolino de nuestras cosas, todo gira y todo vuela, pero las paredes siguen en pié. Leí hace poco que cada tormenta sirve para hacer más fuertes las raíces de los árboles, que cada ciclón que soportan se aferran aún más al suelo. Me agarro fuerte, yo no me quiero volar. El celular vibra, es un mensaje de mi hermano. Quiero abrazarlo, pedirle que me venga a buscar, que se quede un rato. Santi escribe, “Hola Cami, quisiera ir al Rancho, acá todo se desarma”.