“Vino con soda” de Carolina Contreras

Ilustrado por Marta Biagioli

Roberto no era mucho más alto que yo. Tenía la piel oscura. El pelo y los ojos bien negros. No sé cuántos años tendría, era grande, pero más joven que mi mamá.

Vivía en una pieza en la terraza. Era chica y un poco oscura, sin ventanas. Roberto tomaba vino de damajuana y siempre tenía un sifón de soda con esos cuadraditos de plástico que protegen el vidrio. A mí me encantaba la soda, aunque lo que más me gustaba era verlo tocar la guitarra. Tenía la uña del dedo gordo larga como la de mi mamá. Me daba gracia eso. 

Cuando llegaba del colegio me cantaba una canción Hace tiempo que sueño con ella y sólo sé que se llama Noelia. Yo no entendía por qué, pero me hacía sentir importante. 

Al llegar a mi casa subía corriendo las escaleras. Entraba a la habitación que compartía con mi mamá y solía tirar la mochila y el guardapolvo al piso. Como siempre, esa tarde saludé al aire y no hubo respuesta. Entonces me acerqué a la habitación de Roberto. Se me ocurrió pedirle que me enseñara a tocar la guitarra. Se rio y me dijo que sí.

—Andá a pedirle permiso a tu mamá.

—Ya fui, no está.

—Bueno no importa, le avisamos después.

Me hizo sentar y me dio su guitarra. Era muy grande para mi cuerpo. La agarraba con mis brazos estirados casi por completo. Roberto se acomodó detrás de la banqueta en la que me había sentado. Se agachó, puso su mano sobre mi mano izquierda y la empezó a mover sobre la parte larga de la guitarra.

—Esto se llama diapasón. Y estos son los trastes. Acá vamos a hacer las notas. 

Podía sentir su respiración sobre mi cuello. Salía caliente, entrecortada y ruidosa. Tenía un olor que me hacía acordar a cuando mi mamá tomaba vino en las fiestas y terminaba llorando abrazada a mí, antes de que todos dijeran feliz navidad. 

Habría sido más fácil verlo y copiarlo. Pero no me animé a decirle nada. Supuse que, para él, estar detrás mío y moverme las manos hacía que entendiera mejor. Esa tarde salí con los dedos colorados y doloridos. 

Roberto me daba curiosidad. Siempre estaba solo, no venían amigos a visitarlo ni tenía novia. En su pieza había olor a vino mezclado con humedad. Entrar me daba un poco de nervios y eso me hacía revolver el estómago. Se me aceleraba el corazón y me daban ganas de hacer pis. Era igual que cuando jugaba a las escondidas, me sentía feliz y preocupada a la vez.

Un día al volver del colegio subí hasta mi pieza como siempre. Debajo de mi guardapolvo tenía una pollera de algodón azul un poco por arriba de las rodillas, las medias blancas hechas un rollito hacia abajo y la remera de piqué con florcitas rosas. Me sentía bien. Entré y dije hola má… no hubo respuesta. Me miré en el espejo de la entrada. Pensé en hacerme una trenza pero me di cuenta de que mi pelo era muy largo para hacerlo sola. Bueno, voy a practicar, pensé. Estaba contenta porque hacía rato que venía tocando y ya había aprendido a pasar más rápido entre acordes. 

Salí hasta la terraza, había mucho sol. Me paré frente a la pieza de Roberto que tenía la puerta abierta. Adentro estaba totalmente a oscuras. 

—Hola —dije.

—Hola, Noe. Pasá. 

Al principio no podía ver nada. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude ver servido sobre la mesa un vaso de vino con soda. Tenía dos cubos de hielo bien grandes. 

Roberto estaba sentado en la banqueta en un rincón.

Hoy te voy a enseñar acordes nuevos. Sentate en la cama.

Me puso la guitarra encima. Acomodó mis dedos y me mostró nuevas posiciones para apretar las cuerdas. Empecé a rasguear.

Roberto se sentó en la cama al lado mío. Me agarró por detrás los brazos para corregir la postura de los dedos. Cuando estuvo conforme con la posición bajó sus manos hasta tocar mis piernas. Movió un poco la pollera hacia arriba y me tocó por encima de la bombacha. Mi corazón latía muy fuerte. Podía sentir las palpitaciones en otras partes de mi cuerpo. En mi cuello, en mis sienes, en mis oídos, y también donde me estaba tocando Roberto. Un calor repentino invadió todo mi cuerpo. Sentía un cosquilleo que iba hasta mi ombligo. El revoltijo en la panza nuevamente.   

—¿Te gusta?

Lo miré fijo pero sin fuerza. Agarré el vaso con vino, soda y los dos cubitos y me lo bajé de un trago. En ese mismo instante se me cerró la garganta. No podía respirar. Me estaba atragantando con los cubos de hielo. Empecé a aletear con mis brazos, me agarraba la garganta. Le hacía señas a Roberto que, al darse cuenta, me sirvió un vaso lleno de vino puro. Lo tomé entero y sentí el alivio de los cubos bajando para que el aire entrara de nuevo.  

Una vez que pasó el susto me miró y largó una carcajada. Lo miré y me reí también. Desde la puerta entraba algo de luz. Una especie de imán. Ya había hecho todo por ese día. Podía pasar del Sol al Mi y de esa al Re sin ningún tipo de esfuerzo. Los acordes nuevos podían esperar.

Agarré mi guardapolvo del piso y lo saludé. Me fui a ver el cielo inmenso en mi terraza favorita. 

***

UN CORAZÓN

Ese verano mi mamá trabajaba en una farmacia casi todo el día. Yo, mientras, me quedaba en la pensión en la que vivíamos. La habitación que ocupábamos daba justo a la entrada de la terraza. Era un cuarto pequeño. La puerta de madera estaba roída y tenía una traba vieja, oxidada. Sus vidrios apenas se sostenían con la masilla que ya estaba seca por el sol. En la entrada había un espejo demasiado grande para el ambiente. Ahí intentaba hacerme peinados que no me salían. El suelo era de tablones y al estar descuidado había que estar calzada para no clavarse astillas. Abajo de mi piso estaba el techo de la cocina que usábamos todos. Por eso mi mamá me decía que no podíamos comprar la cama marinera que yo quería, porque íbamos a terminar arriba del puchero de la abuela Felisa. 

Los fines de semana mi mamá me llevaba al Parque Sarmiento donde tenía un trabajo de cocinera. Nos tomábamos el 41 en La Rioja y San Juan. Yo me dormía la hora de viaje que teníamos. Salíamos muy temprano. Una tarde en el parque vi unos gatitos que estaban abandonados. Eran chiquitos y maullaban muy fino. Uno de ellos me llamó la atención, se alejaba de los demás, como perdido. Lo agarré y lo puse adentro de mi mochila justo cuando mi mamá pegaba el grito para irnos. Traté de ocultarlo durante todo el viaje pero lloraba sin parar. Creo que mi mamá sospechó. No dijo nada. Cuando llegamos a casa se lo mostré. Ella se hacía la que no quería un gatito, pero fue la que dijo que se iba a llamar Michila. Un lunes la llevó a la veterinaria y confirmaron que era una hembra. Salimos contentas y con una mamadera tamaño mini con la que le dimos la leche los primeros meses.

Una vez mamá entró justo cuando la estaba agarrando de la cola y revoleándola por el aire. Se enojó mucho y me gritó. Esa vez no pasó, pero por lo general el revoleo terminaba con la gata estampada contra el espejo del ropero. También me gustaba agarrarla del cuello con mis dedos hasta que Michila sacaba la lengua. Otras veces le torcía la cola y sólo paraba cuando aullaba fuerte del dolor. 

Mi mamá estaba muy cansada como para darse cuenta de esas cosas. Tampoco notó cuando le quemé los bigotes con el encendedor. El mismo encendedor con el que planeaba incendiar esa pieza de porquería. 

Cuando mi gata tuvo cría le preparamos una caja de cartón. Ella se metió ahí. Le habíamos puesto una toalla nuestra para que estuviera más cómoda. Después de eso, a pesar de los lavados, la toalla tuvo un olor que no le pudimos sacar. Ese día vi con curiosidad como los gatitos salían del cuerpo de Michila sin esfuerzo. Tenían sus ojos cerrados. El cordón umbilical era gris y viscoso. Largaban unos grititos agudos mientras sus cabezas buscaban las tetas y el calor de su madre. 

Michila lamía a cada una de sus crías y de tanto en tanto se comía la placenta que parecía un hígado crudo. 

Al tiempo de nacer, los gatitos ya tenían los ojos abiertos de par en par. Hacían caca y pis por todos lados y maullaban constantemente. A mí no me molestaba. Ya no me sentía tan sola. Me la pasaba jugando con ellos en la terraza. Imaginaba que estábamos en un desierto de baldosas naranjas y calientes. 

Una mañana escuché pasos subiendo hacia mi pieza. Me dio nervios. Eso siempre me asustaba. Más en los horarios en que no había mucha gente en la casa. Era el tío Horacio. De saberlo habría salido a abrazarlo fuerte.

Él a veces me confundía. Me daba miedo cuando gritaba enojado y tiraba cosas por el aire. O peor, cuando me miraba en silencio por mucho tiempo sin decirme nada. Pero también me encantaba cuando me invitaba a mirar dibujitos en su habitación. O cuando me hacía esas trenzas tirantes y perfectas. 

Yo lo quería mucho, así, como era.  

Golpeó mi puerta. Cuando abrí vi que había un balde con agua hasta la mitad. Ni me saludó y entró.

La puta madre, qué olor a pis de gato.

Mientras decía eso agarraba a dos de los gatitos que estaban en la caja con Michila. Ella lo arañó.

Siguió:

Basta de gatos. 

—Pero tío, son míos…

—No me importa. Ya están Luisito y Bigotes y esa gata de mierda. —señaló a Michila con un movimiento de cabeza. Yo tenía ganas de llorar pero me aguanté.

Con firmeza el tío Horacio metió bajo el agua a los dos gatitos que tenía en sus manos. Vi muchas burbujas que salían de sus narices rosadas. Llegaban a la superficie y se mantenían infladas durante un tiempo. Se hicieron cada vez más pequeñas y en un momento dejaron de salir.  

Ahí sí me largué a llorar, pero casi al mismo tiempo me di cuenta de que tenía que hacer algo. 

Estábamos los dos en cuclillas mirando el balde. Levanté las manos para secarme las lágrimas y le dije:

—Esperame que ahí traigo los que faltan, tío. 

Entré a mi pieza y agarré los dos gatitos que quedaban.

—Michila, me llevo a tus hijos ¿los querés saludar? 

Mi gata los olió y los lamió. A mí no me hizo nada. 

Los abracé fuerte y salí. Me acerqué al balde. El tío Horacio seguía en cuclillas mirando hacia abajo. Los gatitos que estaban en mis manos se bamboleaban para todos lados y me hicieron varios rasguños. Metí las manos en el balde. Me sorprendió que el agua no estuviera muy fría. Me dio impresión de que los gatos se sacudieran tanto. Sentía sus patas moviéndose rápido contra mis manos. Por un momento pensé que se podían escapar, así que apreté sus cuellos con más fuerza. No me animaba a mirar, pero en un momento bajé la vista al balde. Vi sus narices, sus bocas semiabiertas. Las burbujas subiendo a la superficie. Me sorprendió ver una que salió distinta.

—¡Viste Tío! ¡Esa burbuja tenía forma de corazón!

El tío Horacio asintió con la cabeza. 

Una vez que terminamos me invitó a tomar la leche a su habitación. Yo todavía no había desayunado.