“La Enciclopedia del Maravilloso Mundo Animal” de Leo Echeverz

Ilustrado por Soledad García

Jandiara abrió los ojos, todavía era de noche. Corrió la cortina para mirar hacia afuera y solo vio el círculo de luz que el farol dibujaba sobre el pasto. Se había dormido tarde después de dar mil vueltas en la cama.

Esa mañana cumplía ocho años y su madrina Simona la llevaría por primera vez al Zoológico Do Caatinga Park. Siempre había querido conocerlo. Tenía fascinación por los animales, pero los paseos, desde que su madre había enviudado cuatro años atrás, solo incluían la iglesia del pueblo o alguna visita familiar.

Había heredado de su padre, uno de los tantos pescadores de Igarassu, la Enciclopedia del Maravilloso Mundo Animal. Un libro enorme con tapas grises, letras doradas y grandes láminas a color. La acompañaba desde el naufragio que la dejó sin él. Ahí desfilaban fotografías de leones, ballenas, gorilas y elefantes, junto a una detallada descripción de su forma de vida.                        

A la hora de la siesta, Jandiara pasaba el tiempo debajo del flamboyán, el único árbol de la casa. Miraba las imágenes que después reproducía minuciosamente con un lápiz en su cuaderno. Cuando quedaba conforme, buscaba una banqueta en la cocina y se subía para guardar el pesado libro y el cuaderno arriba del ropero del cuarto. No quería que nadie los tocara.                  

Tiempo atrás, su hermano había tomado la enciclopedia en un descuido y había pintado con un marcador negro las fotografías. Las más afectadas fueron las de los elefantes, que quedaron sepultados debajo de los garabatos. Cuando Jandiara vio la enciclopedia fue tal el disgusto que se encerró en su cuarto y no comió hasta el otro día. A partir de ese momento, los elefantes pasaron a ser su animal preferido. 

Jandiara iba al segundo grado de la escuela rural Geral Putumayo de Igarassu, pero todavía no había aprendido a leer y escribir más que algunas palabras que sabía de memoria. En clase, nadie esperaba que leyera cuando le tocaba el turno en la lista, sí que dibujara con tiza en el pizarrón cuando la maestra contaba alguna historia. En los recreos, hacía dibujos en papeles que luego cambiaba por caramelos o figuritas. La manada de elefantes pastando a la luz de la luna era su dibujo preferido sobre el que iba modificando pequeños detalles de luces y sombras. 

Esa mañana de cumpleaños, había llegado el momento de verlos frente a frente por primera vez. Esperaba en la calle imaginando las cosquillas que la trompa áspera le haría sobre la palma de su mano llena de azúcar. 

El viejo auto de su madrina asomó por el camino y no tardó en llegar envuelto en una nube de polvo. Saludó a su madre, que le puso en la mochila un sándwich de pollo envuelto en una servilleta, y a su hermano, que esquivó el beso todavía ofendido porque no lo llevaban. A él le tocaría en septiembre cuando cumpliera seis.

 Jandiara subió de un salto al asiento de atrás y pasó su mano por los zapatos blancos para sacarles la tierra. Simona estaba radiante. Para ella, que ya no tenía esperanzas de hijos, no había mejor plan que salir con su sobrina. Le cantó el cumpleaños feliz mientras tocaba la bocina. Jandiara era de andar silencioso y pocas palabras, no pudo ocultar la vergüenza de que escucharan los vecinos. 

El camino de ripio fue quedando atrás. Igarassu estaba situada en la periferia de Pernambuco. No era más que un puñado de cuadras desordenadas rodeadas por arena y mar en un extremo y caminos polvorientos con casas humildes donde apretaba el calor. Por fin llegaron a la calle asfaltada y bajaron las ventanillas para que entrara el viento. El locutor de la radio anunciaba las canciones que su madrina sabía de memoria. Cada tanto se daba vuelta para sonreírle y hacerle cosquillas con los dedos en la panza. 

Cuando tomaron la avenida principal llena de autos a Jandiara le empezaron a transpirar las manos. Después de dar varias vueltas en círculo, estacionaron frente a la rodoviaria y al bajar las recibió el olor a pescado frito. Tuvieron que abrirse paso entre los angostos pasillos de la feria y decir “no gracias” a los vendedores que les ofrecían sus productos mientras la música sonaba a todo volumen. 

A medida que fueron caminando hacia el zoológico, les resultó extraño no ver movimiento de gente. Al llegar a la entrada del Caatinga Park vieron sobre la reja cerrada un cartel. Jandiara intentó deletrearlo. En prolija letra impresa anunciaba la clausura momentánea del parque.

 Simona llamó al guardia a los gritos. El hombre se acercó desganadamente y les explicó sobre la enfermedad que se se había propagado entre los animales herbívoros del parque obligando a su clausura hasta nuevo aviso. Luego escuchó a su madrina gritarle al hombre de chaleco fluo que también levantó la voz. La oyó usar la palabra tenebroso mientras trataba de ver algo entre los barrotes. El guardia se alejó gritando que la noticia había salido varias veces en el diario y la televisión y que no era culpa suya si no se habían enterado. Volvió a sentarse buscando sombra ignorando los pedidos de Simona para que las dejaran pasar aunque fuera un momento. 

 Dieron vueltas rodeando las rejas del zoológico, pero solo vieron algunos pájaros con largas colas de colores y la cabeza de la jirafa a lo lejos. Jandiara comprendió que no iban a entrar.

Después, vino el helado en la plaza, las caricias de Simona intentando consolarla y consolarse, las gotas del helado de chocolate cayendo sobre los zapatos blancos que ninguna notó.

El viaje de regreso fue en silencio y pareció más corto. Al llegar, comieron las empanadas de camarones que su mamá había preparado. Ignoró las burlas de su hermano y sopló las ocho velitas sobre la mesa del patio. 

Jandiara entró a su cuarto pero esa noche no buscó la banqueta para bajar el libro ni el cuaderno. Cuando estuvo segura de que su madre y su hermano dormían se levantó y fue a sentarse debajo del árbol. 

El barrio ya estaba en silencio y solo se escuchaba el ruido del mar. El perro dormía. 

De repente, sintió el suelo moverse. El palo y la soga donde colgaba la ropa todavía húmeda cayeron al piso. A unos metros de la hamaca la tierra comenzó a ondularse, a caer hacia abajo por agujeros como en un reloj de arena. Lo mismo hacia el otro lado, en el frente y a su espalda. Manchas oscuras asomaron desde el suelo agigantándose una tras otra, pero Jandiara no sintió miedo. 

El perro continuó su sueño inmutable mientras los elefantes se sacudían lentamente la tierra, dando pesados pasos a la luz de la luna.