“Fuegos artificiales” de Agustina Arostegui

Ilustrado por Gabriela Endo

Hacía casi tres años me había prometido no volver a verlo. Y venía bien, hasta que apareció de casualidad en un bar de Palermo. Me puse nerviosa, se me aflojaron las piernas,  dejé de actuar natural.

Tenía una bufanda gris. Me rodeó con ella, me atrajo hacia él y me invitó a bailar. Yo no estaba tan borracha como para olvidar mi juramento, entonces le pedí que me acompañara a la barra para tomar una cerveza. Me relajé y habló mucho sobre sus proyectos. Ahora era ayudante de cátedra, estaba aplicando para una beca y tenía un trabajo soñado. Le encantaba hablar de él y no necesitaba que yo aportara nada. Yo admiraba la pasión por su carrera y al mismo tiempo hubiera querido darle un beso para callarlo. Hace tres años solo hablábamos de su falta de motivación, sus dolores de espalda y de los problemas que le traía estar enamorado de mi mientras todavía tenía novia. 

Esta nueva versión renovada e inspiradora me gustaba, pero me aburría un poco. Lo miré en silencio y recordé la voz de mi amigo Leandro preguntándome indignado Yo se que te encanta su cara de niño, pero ¿vos te das cuenta que tiene tetitas? Nunca entendí por qué me volvía loca. Me convencí de que era porque siempre tenía ganas de garchar. Fran es insaciable me había dicho nuestra amiga en común, y ese tipo de comentarios sobre un chabón son siempre ciertos. Fran era de esos que cogen una vez atrás de otra, y que dan todo para ser los mejores. De esos que si logran hacerte acabar 3 veces seguidas, se sienten los reyes de la satisfacción y se van a casa contentos pensando en lo capos que son. 

Volvimos a la pista y nos miramos como antes. Tenía miedo de volver a sentirme una tarada, de quedar enredada en su indecisión, en la maraña de sus vueltas. Desvié la mirada. Se acercó a mi oído y dijo en voz baja Lucía, te extrañé. Se me erizaron los pelos de todo el cuerpo, supe que no me convenía creerle y que era el momento de huir. Pero el rozó mi cuello con sus labios y se acercó a mi boca. Entonces lo besé y nos baboseamos a pleno, manoseándonos fuerte. Yo de espalda a la columna, rodeados de todos y sin que nos importara nada.

Me invitó a su casa y puso el disco The Wall. Recordaba a su pene gordo, vigoroso e inquieto. Se lo había descripto a las chicas como una botellita de H2O. Nunca se lo había visto gomoso: el pibe después de cinco minutos de garchar podía estar al palo otra vez. Y sino, se lo cubría para dormir. Al verlo de nuevo comprobé que mi memoria era fiel a la realidad y disimulé una gran sonrisa. Preferí sentarme arriba de él para marcar un ritmo lento y evitar que entre entero, por lo menos hasta acostumbrarme a ese tamaño. Me dolió lindo por lo menos hasta la mitad del acto. Cuando se dio cuenta de que entraba divino y lo mío era puro disfrute arremetió con todo. Me puso de espaldas, en cuatro, arriba, abajo y de costado. Testeó en cual posición yo la pasaba mejor y la extendió. Dilató el placer, fue lentísimo hasta que le pedí por favor. Me dejé llevar por todos sus movimientos, se me hicieron nudos en el pelo, acabé fuerte y en voz alta. El disfrutó viéndome. Otra vez se llevaba la gloria.

Cogimos durante algunas canciones. Para mi sorpresa se quedó dormido al toque. Yo sabía que no me iba a dormir con The Wall: desesperación, altibajos musicales, helicópteros. Y lo miré. Su pelo rubio era fino y suave, siempre a punto de engrasarse. Tenía tetitas cónicas, puntiagudas y unos pocos pelos en su pecho. Parecía un bebe gigante y tenía pestañas larguísimas. Dormía con sus labios gordos todavía más hinchados que de costumbre y la boca entreabierta. Era más lindo con sus cachetes suaves un poco colorados. Me descubrí mirándolo como una estúpida. Había caído otra vez. 

Mi corazón todavía latía un poco más fuerte que de costumbre. Sentí un suave dolor por debajo del pecho que se incrementó y se desplazó lentamente. Esa molestia que aumentaba exponencialmente dentro de mi y crecía provocándome dolor era un pedo enorme recorriendo mi cuerpo y preparándose para salir. Y no venía solo.

Una patada interna me revolvió el intestino. La panza hizo ruido y me contorsioné sobre la cama. Mi cuerpo era una coctelera en la que bailaban dos empanadas de carne a cuchillo, una de roquefort y jamón, un flancito con dulce de leche, 2 fernets con Coca y un litro de cerveza artesanal. Solo me quedó aceptar lo inevitable. Iba a dirigirme silenciosa al baño con un único objetivo: detonarlo en secreto.

Caminé desnuda con la actitud de un ninja sigiloso y me senté en el inodoro con cautela. Quería conservar un poco de misterio y de intriga en esta nueva etapa de la relación casual. El baño estaba muy cerca de la habitación. Del otro lado de la pared, detrás mío, estaba el respaldo de cama y por supuesto su cabeza.  Sabía que iba a ser ruidosa y se me ocurrió una idea: En el tema Another brick in the wall hay una gran explosión, la iba a utilizar para camuflar la mía.

Aguardé sentadita sobre la tabla y en el momento preciso del disco, estalló todo. Fuegos artificiales del primero de enero, armas biológicas internacionales, la ametralladora de Rambo 3. Salió todo en cuestión de segundos. Me sentí flaca y contenta. 

Apreté rápido el botón como para erradicar también los rastros aromáticos. La velocidad era clave. Lo que no preví, aún habiendo visto tantas comedias norteamericanas, era que no iba a funcionar. Eso siempre le pasa a los hombres.

Apreté otra vez y nada. Una tercera y una cuarta vez con el mismo resultado. Transpiraba. El baño no tenía ventanas, ni papel higiénico. No estaba ni el cartón marrón que va adentro del rollo. Me dieron ganas de llorar. De llorar con el culo cagado.

Me paré para revisar el mueblecito. No había nada, ni Carilina, ni Glade, ni fósforos, ni un Rexona en aerosol. Ni siquiera había toalla de mano en ese baño.  Solo había un desodorante a bolilla, su carnet del gimnasio y una pieza de Lego.

Me volví a sentar en el inodoro desnuda a pensar.

Escuche sus pasos dirigiéndose al cubículo del horror.

—¿Todo bien?

¡Por dios que se aleje! pensé. 

Pero dije:

Si bichi, andá acostarte que voy en un ratito…

¿Le dije “bichi”? 

Aumentó la bronca que ya sentía sobre mi misma.

—Es que me estoy meando…

—Dame 5 minutitos que salgo. Andá a acostarte porfi.

Siguió ahí parado atrás de la puerta. 

En un loop de pensamientos concatenados y veloces me pregunté por qué no se iba. Eran solo tres metros de distancia hasta la cama, como mucho. ¿Era ese mi castigo divino por decir una cosa y hacer la opuesta? ¿Me importaba lo que pensara este pibe, o simplemente era demasiado humillante estar hace cinco minutos sin limpiarme el orto? ¿Por qué no me había traído una bombacha o una media para sacrificar en pos de mi dignidad? ¿Habría en este departamento aunque sea un rollo de cocina?

A mis pensamientos los interrumpió un recuerdo: era la voz de mi padre. Una tarde, apenas salí del baño me dijo: Lucía, cagás como un hombre.

Fran tenía una pija hermosa a la que nunca pude ver muerta. La energía del que no labura y puede garchar dos o tres veces por noche los días de semana. Una super verga a la que me daba el lujo de decirle “mas despacio, me duele en el fondo”. Quería conservarlo en mi vida un ratito más, aunque sea para un segundo round aquella noche. 

Concluí que mi única opción era limpiarme con su carnet. Era de papel, del tamaño de una tarjeta personal. De esos que tienen recuadros para cada mes y se van completando a medida que se paga. Hacía tres meses no iba. Lo partí en dos: use la primera parte como una palita, una especie de espátula de enduído. Con ella arrastré lo sólido. Intenté lavarme en el bidet, pero el chorrito era muy bajo. Entonces me metí en la ducha y con la canilla de abajo haciendo una sentadilla de espaldas me lavé con jabón. Usé la otra parte del carnet para secarme un poquito, otra vez con la técnica de rastrillaje.

—¿Tenés para mucho? ¡Te juro que me meo!

—Ya casi estoy, dame dos minutos. 

Desde la bañera divisé atrás del inodoro una pantufla sola y un cuchillo de untar. Sin preguntarme qué hacía eso ahí, desatornillé la tapa del botón del inodoro con el cuchillo y arreglé el sistema. Esperé a que cargara el agua y apreté el botón. 

Desde el pasillo ya no se escuchaba ningún ruido. Fran había vuelto a la cama. Salí con las piernas chorreando agua y en menos de un segundo (como en esos restaurantes de puertas vaivén) entró sin saber lo que se iba a fumar. Pasé a su lado esquivando la mirada. En el cuarto encontré una remera sucia en el piso y me sequé un poco, entré a la cama y me tapé con la sábana. Recostada para el lado de la ventana, quise dormirme rápido y que él jamás mencione lo ocurrido. Fran salió del baño y cerro la puerta para evitar que mi aroma se propague. Se acostó al lado mío por detrás, me abrazó y me apoyó fuerte. Acercó su boca a mi oído y dijo en voz baja Lucía sos hermosa, pero cagás como un hombre.