“Avena tostada” de María Belén Cañás

Ilustrado por Verónica Becette

Marcia revolvió una vez más el vinagre con azúcar y apagó el fuego. Con paciencia, lo volcó  en el frasco de berenjenas y lo cerró. Yo serví el Amargo Obrero en los vasos helados y lo mezclé el jugo de pomelo con soltura. Lucho dibujaba, mientras sus rulos se sostenían en el aire y sus manos esbozaban unos tigres color verde para un cuento infantil. Estaban juntos hacía diez años pero cuando les preguntaban ella decía que salían hacía siete. Era una pareja de rasgos similares. Se habían mimetizado un poco, sobre todo en la voz pausada y en las expresiones que usaban al hablar. Bien ahí, decían a veces casi al unísono y entonces no se diferenciaba quién era quién. Marcia era mi amiga de la escuela. Se había mudado con Lucho a Montevideo después de viajar por Europa y Asia por varios años. Habían vivido en Varsovia, dando clases en una escuela, en Copenhague, cuidando niños, y en Bangkok, pintando un hostel que recibía a turistas deseosos de masajes y sexo. Vivir bajo tantas condiciones distintas los había provisto de una inusual capacidad para enfrentar cualquier cosa. A mis ojos eran un equipo formidable: me hacían acordar a los gemelos fantásticos. Uno se convertía en balde, el otro en agua; uno era la ola y el otro era la tabla de surf. 

*

Juan bajó del buque. Estiré el brazo para que me viera entre la multitud. Cuando me encontró, noté cómo los ojos le brillaban. Tenía ojos enigmáticos, casi inalcanzables. Yo me jactaba de poder influir en ellos, como una bruja de las verdaderas. Se acercó con su valija abollada y me envolvió en sus brazos. Hola hermosa, me dijo. A Juan lo había conocido en una fiesta de disfraces. Él, de Leonardo, la tortuga ninja; yo, de Carrie. Me había puesto un vestido de raso blanco, manchado con sangre de mentira, y tenía el pelo batido. Iba por la fiesta con los ojos desorbitados, con una cara de loca ensayada frente al espejo. A él eso le divirtió y me invitó a salir sin vueltas. Ya habían pasado diez meses desde aquella fiesta. 

Juan me amaba más de lo que podía o quería admitir, y yo lo amaba tanto que a veces deseaba que desapareciera, que se fuera a una isla y me dijera que nunca volvería. Pero además, él me calentaba tanto que a veces me costaba concentrarme en simples tareas cotidianas, como separar la ropa blanca de la ropa de color. Pensaba en todos los escenarios posibles con él: los que serían, los que no serían, los que efectivamente sucedían en la realidad. En la ecuación, los que no serían siempre les ganaban a los que serían. El amor por Juan era un amor intenso, de esos que duelen por anticipado. 

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Marcia buscó la tijera en el cajón y se sentó en el sillón rojo. Sacó un cogollo de un frasco y lo cortó en pedacitos milimétricos sobre mi libro de poesía. Armó el faso despacio, como si el tiempo no le importara, y me habló de un festival de candombe que tendría lugar esa tarde en la Plaza Independencia. Juan y Lucho dormían la siesta, así que nos fuimos para allá. Me gustaba el candombe porque sentía que el cuerpo me vibraba entero, que los tambores se me metían en la sangre. El candombe se parecía en algunos aspectos al sexo: me hacía estremecer y siempre quería más. Nos quedamos un rato mirando los cuerpos y la energía que brotaba de los pies que se movían empujados por los temblores. Al sol hacía mucho calor. Noviembre se vino con todo, me dijo Marcia, mientras se acomodaba el vestido con cuidado, como si tuviese miedo de romperlo. Después, bajó la mirada a las baldosas sucias. Su cara había cambiado, parecía derrumbarse a medida que pasaban los segundos. Tenía el llanto atragantado, me di cuenta porque atragantar el llanto era algo que yo hacía muy seguido. 

Estuve con otro, me dijo con voz culposa. Sus cejas hacían una curva que revelaba arrepentimiento, horror o ambas cosas. Empezó a llorar tan fuerte que pensé que nunca volvería a verla en otro estado que no fuera el llanto. Tenía los cachetes rosados y los ojos hinchados y resplandecientes, como dos pelotas saltarinas. Cuando estaba mal, tenía el tic de jugar con sus anillos, a veces también se rascaba los brazos hasta que unas rayitas rojas asomaban con la intensidad del fuego. Cuando Lucho viajó por laburo a La Plata, balbuceó. Hizo una pausa que consideré muy larga. Se quedó mirando un repique que parecía danzar frente a nuestros ojos. ¿Y entonces?, pregunté ansiosa. Sabía que no me estaba contando todo. Pasaban los días y no me venía, me perseguí mal. No nos cuidamos bien. Empecé a imaginarme la secuencia. Yo embarazada sin saber de quién era. Fui a la farmacia y me compré un evatest. Me acompañó una amiga del laburo, yo sola no me animaba. Fueron los minutos más largos de mi vida. La percusión apenas alcanzaba a tapar el ruido de sus mocos, que subían y bajaban por sus fosas nasales. Saqué un pañuelo, le sequé las lágrimas y la abracé fuerte. 

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Dimos una vuelta por el puerto. La gente descansaba en reposeras que se distribuían desordenadas a lo largo de la rambla. Todos tomaban mate y miraban al río buscando algo que nunca aparecía. A lo lejos, vimos cómo algunos rayos caían sobre el agua, otros rompían entre las nubes. Volvimos para la noche, envueltas en el olor a asado que llegaba de los restaurantes cercanos y el aire familiar de domingo. Juan estaba con las piernas estiradas y el pelo revuelto, leyendo una novela que le había regalado. Debajo del epígrafe le había escrito meses atrás: “Lo que se escribe perdura en el tiempo, lo que se lee también. Te amo, tortuga ninja mutante”. Cuando leía se rascaba la barba y eso le daba un aire intelectual que me atraía profundamente. ¿Un mate?, me ofreció. Estaba tibio. Siempre le pasaba lo mismo: o hacía hervir el agua o le quedaba fría. Era un hombre de extremos. Le costaba encontrar matices así como a mí me costaba encontrarle la clave a la relación. La clave para seguir, para permanecer ahí, por siempre segura y embelesada. 

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Marcia me decía que yo era el terror de las navidades. Cortaba todas las relaciones hacia fin de año, cuando el peso de las fiestas, los balances mentales, el exceso de garrapiñadas y la falta de sueño hacían tambalear todo lo que sentía o pensaba. Ninguna relación pasaba de diciembre, se marchitaban como las flores después de unos cuantos días sin agua. Todo lo que me parecía fascinante empezaba a irritarme de un día para el otro. Pasaba del amor total al fastidio, a la humillación leve, al insulto solapado. Me odiaba a mí misma en ese estado como me odiaba en el enamoramiento ciego. A mí también me costaba encontrar los matices. Papá Noel llegaba con regalos y rupturas. Papá Noel era un hijo de puta pero no podía echarle la culpa. 

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Juan me sacó la musculosa gastada, la que usaba para dormir, y me besó la espalda a la altura de la cintura. Me mordió apenas y un escalofrío me recorrió entera. Te gallineaste, cuca, me dijo con ese orgullo que no puede ocultarse. A veces me decía cucaracha, otras ardilla. Juan no era cursi pero, cuando me miraba leer o ver una película, torcía un poco la cabeza hacia un costado y ponía esa expresión que uno pone cuando sabe que lo tiene todo. 

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A la mañana siguiente Lucho nos preparó el desayuno. Licuó el yogur casero con un poco de banana, lo volcó en cuatro tazones y puso la avena tostada y las manzanas con canela. Al final, acomodó unas pasas de uva y unas almendras. Lo hizo con tanta dedicación que no pude más que sentir envidia. Era su ritual de cada mañana, el cual agradecí para mis adentros. Vi cómo Lucho miró a Marcia con una ternura consolidada y ella corrió la mirada. Me senté a su lado y le até el pelo en una trenza perfecta, de la cual nada podía escapar. De fondo sonaba mi disco preferido de Bob Marley.

Juan apareció en el living con su eterno short de Boca y exploró los discos que Lucho acumulaba en un rincón. Manoteó uno de Dylan y alcancé a ver su sonrisa satisfecha, la de costado, la que ponía cuando encontraba un tesoro. Lucho también vio esa sonrisa, se acercó a él y empezó a hablarle acerca de un libro nuevo, que explicaba cada uno de los temas del músico.

Vi a Marcia agarrar el celular en un movimiento rápido y eliminar una conversación de Whatsapp. Apretó bloquear, dejó el celular boca arriba sobre la mesa y hundió la cuchara en su tazón rebosante de avena y manzanas. Me quedé pensando en las dietéticas que había cerca de casa. A Juan le iba a gustar que preparase ese desayuno. Era liviano, ideal para los días de calor que ya se hacían sentir.