“Al otro lado de la mesa” de Teresa Pique

Ilustrado por Candela Córdova

Me desperté acá, no allá. Otra vez me pasó lo mismo. Me quedé en esa noche en su ambiente con cocina de la calle Georgenstraße, en ese primer piso a la calle que olía a tabaco, libros y polvo. Lo que hubiera dado por vivir ahí con él, sumergida en el humo y en ese colchón en el piso, al lado de la estufa vieja que en invierno me hacía transpirar.

Mis noches de insomnio me llevan a ese momento en el que no sé por qué nos quedamos parados, desnudos y quietos debajo de la puerta. Él levemente agachado y yo parada en puntas de pie mirándolo a los ojos. Sin decirlo decidimos no usar las manos, ni la boca, ni la piel. Nuestros cuerpos quedaron a milímetros de distancia, sintiéndonos levemente. Pero sobre todo nos miramos. Yo miraba a ese hombre parado en frente mío, desnudo. Pelo negro y un poco revuelto, algunas canas que lo engricecían y le daban brillo. Ojos marrones que miraban con travesura, tímidos y un poco juguetones, mi cuerpo al lado de su metro noventa. Su pecho delgado pero no tanto, con panza, pero no mucha. Su pija parada que me hacía cosquillas en la panza. Sus huevos llamativamente grandes que me daban ganas de agarrar con las manos y jugar a las bolitas chinas. Sus piernas musculosas y peludas. Y de fondo el Bolero de Ravel in crescendo girando en su tocadiscos.

En frente de él, yo. Una yo empequeñecida en un país de altura. De pelo corto y oscuro por la falta de luz, y unos kilos de más que habían sido aportados por los litros de cebada y los gummy bears a mi dieta diaria en la República Bávara. Una yo que solo me gustó desde su mirada, que lo volvía loco. Una yo por la que él hubiera hecho cualquier cosa, cualquiera, menos invitarme a vivir a su casa. Una a quien él sumergía en su cuerpo cada vez que pasaba con holgura por el portal de su casa, en la que me esperaba con la mesa puesta para que siempre volviera, a la que podía pasar media hora chupándole la concha a pesar de que lo agarraba de los pelos gritándole que me cogiera. Y un él, con un departamento del que también me había enamorado, con sus libros, su hachís, su vino y chocolate, que siempre me recibían en la mesa. Un él con una novia que no era yo. 

No recuerdo cuándo empecé a desearlo tanto. No llevé el hilo de la historia. En el vestuario del volksbad recibí su mensaje, doce horas después de nuestra primera despedida: “Te tengo que volver a ver, no paro de pensar en vos y de lo bien que la pasé anoche. Por favor, te tengo que volver a ver”. Se me aceleraron las pulsaciones y se me ablandaron las rodillas. Me había dicho a mí misma que no podía ser algo de más de una noche. Un alemán, con pareja, otro personaje a sumar a mi libro de amores autodestructivos. Acepté salir con él, la primera vez pensando en una aventura. Llegué tarde, nevaba y no había cenado. 

Él fumaba. Era mucho más lindo de lo que me acordaba. Estaba todo vestido de negro y un poco agachado evitando la nieve sobre su cigarrillo. Me sonrió. No me pude volver a despegar de esa sonrisa. Me dijo que había un bar cerca, pero seguro que estaba lleno de sus alumnos de la universidad. Era profesor en la cátedra de teatro moderno. Caminamos bajo la nieve unas cuadras. Entramos a un bar lleno de gente donde tomamos una copa de vino. Le pregunté si había cenado, me dijo que sí, por supuesto. Eran las nueve y media, nunca me adapté al horario. Fuimos a otro bar, tampoco servían comida. Fuimos a su casa y me preparó unos panqueques con nutella. Descorchó un vino y prendió un cigarrillo con hachís. Me senté por primera vez en la mesa de la cocina en frente suyo. Delante mío él. Atrás de él un cuadro horrible: una acuarela de una mujer desnuda sin cabeza de color verde con las piernas cruzadas. Más avanzada nuestra historia me contó que era un regalo, de una ex novia o algo así, tenía que ver con el desagrado hacia las mujeres. No le gustaba, por eso se sentaba de espaldas. En cambio, atrás mío había un poster de una película vieja, de un clásico. Una mujer de rulos acostada en el piso mientras un hombre de rodillas la fotografiaba.

Después de cincuenta largos y quince minutos en el sauna, acepté permitírmelo una noche más, tal vez un día entero. Mirando los Alpes nevados e infinitos, me lo permití una semana más, o dos. Lo dejé tantas veces en tan poco tiempo. Pero sus mensajes siempre me llevaban de vuelta a mi lugar en la mesa de la cocina, sentada en frente suyo (por mí, arriba suyo) con una copa de vino francés orgánico en una mano, un cigarrillo de tabaco mezclado con hachís en la otra, chocolate suizo en la mesa y toda su pija entre sus piernas. Y en su boca la historia de una vida hermosa, afectada por el comunismo, la guerra, soldados yanquis, familia en ejércitos rusos, óperas en Irán, Alemania de la posguerra y la ridiculez de la historia actual. Todo eso que una, residente de paso, no se entera. Todo lo que salía de su boca me ayudaba a entender, pero no mucho a entenderlo. ¿Cómo con lo que tuvimos no dejó a su novia? Es verdad que mi estancia era transitoria. No entendí cómo, con tanta insistencia y esfuerzo de su parte por mantener viva eso que pareció ser nuestra relación, no aceptó llevarlo fuera de ese sucucho de habitación con cocina.

Me imaginé más de mil veces cómo sería tenerlo acá. Una visita sorpresa. Él con toda su altura en mi puerta pequeña. ¿Se tendría que agachar? En la Línea D seguro tocaba el techo con la cabeza. ¿Le gustaría la ciudad? ¿Volveríamos a coger como esas cientos de veces en ese invierno bávaro? Si sólo hubiera aceptado acompañarme un fin de semana a una playa francesa o a los Alpes suizos. Por si lo que no le gustaba era Buenos Aires, le avisé cuando viajé a Rio de Janeiro y a Nueva York. Hasta le dije cuando fui a pasar unos días a Washington. Pero nunca dejó su lugar atrás de la mesa con la mujer verde a su espalda. Nuestra historia quedó confinada a ese pequeño piso de paredes amarillas por el humo de tabaco, en ese colchón al lado de la estufa del infierno, a esas sesiones eternas de sexo de todo tipo, en todas las formas, con paradas para comer y poder seguir cogiendo. Entiendo que sacarnos de ahí era un riesgo. ¿Y si no nos gustábamos afuera?

Cuando me despierto así, pensando en él, invocando esa noche en la que nos miramos desnudos en silencio, siento que lo abrazo con todas mis fuerzas. Pongo el Bolero de Ravel y me vuelvo a dormir.