“Para que alguien lo cuide” de Matias Vigano

Ilustrado por Nadia Villanueva

Micaela tiene puesto un vestido suelto, con mangas largas y un saquito encima. Se sube al auto, me da un beso corto y empieza a buscar algo en su cartera.

–Estás muy linda.

–Gracias –me responde sonriendo.

Encuentra el perfume que buscaba y se rocía el cuello. Enciende el estéreo y conecta su celular para poner música. Abro la ventana, prendo un cigarrillo y la veo desenredarse el pelo.

Llegamos a los pocos minutos. La puerta del lugar es grande, de madera maciza. Vamos por un pasillo y doblamos a la derecha. Ella quiere que llame a mi mamá para preguntarle por dónde se entra. Hago como que no la escucho, damos un par de vueltas hasta chocarnos con un señor de poncho negro y bombachas de campo. Lo seguimos al final de otro pasillo y entramos con él al salón.

Hay mesas compartidas por todo el lugar, forradas con un papel blanco que hace de mantel. Ninguna está vacía del todo pero tampoco hay mucha gente.

–Vamos adelante así puedo sacar fotos –me dice y se acerca a la primer mesa.

Hay un viejo de unos sesenta años sentado, apurando un vaso de vino. Le pregunta si le molesta que nos sentemos con él y responde que no hay problema, que aprovechemos antes de que se llene todo. Pongo mi saco en la silla y me siento. Micaela busca a mi mamá con la vista y le digo que debe estar ensayando. Se acomoda en su asiento y me pregunta si tengo hambre.

–Cuando esto termine buscamos algún lugar para comer.

–Yo comería algo ahora –me responde ella.

El viejo le hace un gesto a un chico con una bandeja para que se acerque.

–La parrilla del lugar es muy buena –nos dice y el chico llega a la mesa. Mica pide dos choripanes y dos latas de cerveza. Él anota y antes de que se vaya el viejo le pide dos vasos más de vino.

Busco mi celular para responder mensajes que dejé colgados antes de salir. Ella me mira de reojo, me lo saca de las manos y se lo guarda en el bolso.

–Te tienen cortito – dice el viejo riéndose y se presenta. Se llama Víctor. Ella le dice nuestros nombres y le cuenta que fuimos a ver bailar a mi mamá.

–El grupo de folclore, es la primera vez que vienen, ¿no?

–Sí, –responde ella sonriendo un poco– es la primera vez que su mamá baila en público también.

–Primeras veces, está muy bien –hace silencio y toma un trago de vino– Mi hijo también me iba a ver cuando tocaba.

–¿Ya no va?

–Ya no toco –nos responde él mostrándonos la artrosis en su mano izquierda.

–Es una pena –digo.

–¿Ustedes tienen hijos?

Ella responde que todavía no y él asiente diciendo que eso también está muy bien, que somos jóvenes.

Mica se levanta y va al baño. Llega el chico con la comida, le pago y le doy un billete de veinte pesos de propina. El viejo me ofrece vino acercándome el vaso y lo rechazo diciéndole que tengo que manejar a la vuelta. Él me dice que también está en auto.

–No debería tomar tanto entonces.

–No debería haber hecho tantas cosas pibe –dice y sonríe de costado.

Me quedo en silencio y le doy un mordisco al choripan, el aceite me quema la lengua y tomo cerveza para calmarlo.

–Muy linda chica –me dice mientras vacía el primer vaso–, muy agradable.

Mica vuelve, me pregunta si se perdió de algo, le respondo que no y se sienta a comer. Un hombre sube al escenario, agarra el micrófono y avisa que está por empezar la peña. Todo el salón aplaude y él presenta al chico que nos había servido la comida. Sube con una guitarra en la mano y se sienta en una silla verde de plástico mientras el viejo lo aplaude con ganas.

–Escúchenlo que es muy bueno.

–¿Lo conoce? –le pregunta ella.

–Es mi nieto –nos cuenta mientras empieza a tocar una canción– Todavía es chico, yo no quería que suba pero mi hermano insistió.

Mica lo escucha fascinada. Yo pienso que esa canción la escuché en la sala del hospital, me acuerdo que apenas salió mi mamá y oyó la música me dijo que la canción se llamaba algo así como “El ogro, la bruja” y me hizo gracia el título.

–Él también toca –dice ella señalándome y el viejo da vuelta la cabeza para mirarme. Me dice que le parece conocida mi cara, me empieza a nombrar lugares para saber si alguna vez fui pero le digo que no soy muy de ese palo.

El chico se pone de pie después de tres canciones y todos lo aplaudimos. Deja la guitarra para volver a agarrar la bandeja y pasa cerca de su abuelo que lo felicita con un abrazo. El hombre del micrófono presenta al grupo de baile. Entran de a dos por la puerta del pasillo, mi mamá es la cuarta. Tiene puesta una pollera roja y una camisa blanca. Cuando Mica la ve, sonríe y saca su celular para filmarla.

Los bailarines aplauden y mueven los brazos en el aire mientras suena la música. Son seis hombres y seis mujeres que bailan mirándose fijamente, acercándose y alejándose. Todos tienen un pañuelo colgando y se mueven de un lado al otro.

Mamá aplaude, se acerca, se aleja, pasa entre las parejas y vuelve a aplaudir en el aire mientras gira. Micaela filma todo con una sonrisa en la cara. Mamá baila concentrada, sin dejar de mirar a su compañero; la veo hacer movimientos bruscos pensando que capaz son demasiados esfuerzos.

Mica sonríe, el primer número termina. El grupo va a las mesas para sacar a bailar a la gente. Mamá se nos acerca para que yo suba con ella, me extienda la mano y le digo que no con la cabeza. El viejo le ofrece su mano sana para acompañarla, sosteniéndole la mirada.

Caminan hacia el centro, él le dice algo en el oído y ella abre grande los ojos. Se saca el pañuelo de la cintura y él agarra una servilleta de una mesa. Se miran desde lejos y los revolean por el aire, acercándose de a poco con la música. Ella sonríe por momentos y cuando están cerca, le mueve el pañuelo por la cara. Micaela le saca fotos, me dice que la ve feliz y le respondo que sí, que supongo que sí.

–¿Está todo bien? –me pregunta.

–Sí.

Mamá ve nuestra mesa, le dice algo al viejo y se acercan a sentarse con nosotros. Mica la saluda con un abrazo y la felicita. Yo le doy un beso, le pregunto cómo se siente y si comió algo. Me responde que está bien, que no comió porque estaba demasiado nerviosa. El viejo dice que salió todo muy lindo.

–Que pollera hermosa –dice Mica.

–¿Te gusta? La hice yo, me quedó medio chueca.

–Está perfecta –responde ella tocando la tela.

Mamá se mira el pecho y le pregunta en voz baja si se nota la diferencia entre uno y otro, ella le repite que está perfecta, que no se preocupe y yo me acerco a acomodarle bien la silla.

–Estás muy linda –le digo y me da las gracias.

–¿Ustedes se conocían? –nos pregunta a los tres y le respondo que no.

–Víctor se crió en Parque Patricios también, –nos dice ella– éramos de la misma barra. No entiendo cómo me reconociste.

–Si seguís igual de hermosa –responde y ella se sonroja.

Mica me toca la mano y me pide en voz baja que cambie la cara.

–¿Así que se conocían de chicos? –les pregunta mirando a mi mamá.

–Vivíamos a unas cuadras, ¿hace cuánto que no nos veíamos?

–Desde que mi hermano cumplió los veinte, ¿no? Ese día viniste. Tenías puesto un vestido violeta, me acuerdo.

–Sí, creo que fue ahí –le dice ella riéndose.

–Mi hermano vivía arrastrándole el ala y ella nada.

–Tu hermano era un caradura.

Yo sigo tomando cerveza y él cuenta como en ese cumpleaños quiso invitarla a bailar y nunca juntó los huevos para hacerlo.

–Pero hoy tuve la revancha.

Saco una birome y dibujo unas líneas en el mantel mientras Micaela les pregunta sobre esa noche. Mamá dice que el hermano de Víctor era de esas personas con las que es fácil llevarse pero difícil hablar.

–Un poco como vos –me dice y yo levanto la vista del mantel.

–Estaba bobo por tu madre, pobre. Sacábamos a pasear al perro para pasar por la puerta de su casa y me quemaba la cabeza con que se la había cruzado, que se había cortado el pelo…

–Ay, ese perro –dice mi mamá emocionada– una cosa hermosa y peluda. ¿Cómo se llamaba?

–Aníbal, –nos cuenta el viejo sonriendo– lo trajo mi hermano. Lleno de barro y flaco como un palo. Creímos que no duraba ni dos meses.

–La primera vez que lo vieron, las chicas decían que era el perro más feo del barrio. Pero apenas creció estábamos todas haciendo fila para acariciarlo.

–¿Tanto? –pregunta Mica divertida.

–Subió como veinte kilos. Lo llevamos al veterinario, le dieron unas inyecciones y al año ya estaba hecho una bestia.

–Encima era de mimoso, te lamía la cara, se te acostaba en las piernas.

–Aníbal –repite el viejo en voz baja y toma un trago de vino.

–Nosotros queremos adoptar un perrito –dice Mica– ¿No tuvo cría o nietos? ¿Se les dice nietos? –me pregunta.

–No tuvo, –responde él– bah no que yo sepa.

–¿Quién se lo quedó? –pregunta mi mamá.

–No lo podíamos tener –nos dice Víctor con la voz más calma– Se murió el viejo y el perro se pasaba las noches llorando.

Nos quedamos en silencio mientras él se toma lo que le queda del vaso de vino.

–Lo llevamos hasta una plaza de Devoto. Era de noche. Lo atamos a un árbol y lo dejamos ahí para que alguien lo lleve, alguien que lo cuide.

El viejo se queda mirando el mantel, hacia mi dibujo. Mamá apoya las manos sobre la mesa y se las mira también. Mica me hace un gesto con la cara y yo la veo sin saber qué decir.

–Nosotros vimos unos re lindos en adopción el otro día, ¿no?

–Sí –le respondo mirando a mamá– después te muestro fotos, son lindos.

–¿Por qué no se las mostras ahora? –dice ella y abre el bolso buscando mi celular. Veo que mamá se agarra la cintura y cierra los ojos como si algo le pinchara. Le pregunto qué le pasa y no me responde. Veo una mancha roja en su pecho, me paro y le pongo rápido mi saco encima para taparla.

Le digo a Mica que se la lleve para el baño y que se ocupe, que yo voy para el auto; ella la ayuda a pararse. Guardo las cosas. Víctor se levanta diciéndome que va a buscar ayuda pero lo freno y le digo que no se meta. Él insiste y le repito que no haga nada.

Me choco con un par de personas hasta llegar afuera. Tiro todo adentro del auto y me quedo ahí parado esperándolas.

Las veo salir y me siento al volante. Mamá está tapada con mi saco y camina apretándose el pecho. Micaela la agarra de los hombros y se suben a los asientos de atrás. Me dice que vayamos a la casa de mi mamá y le empieza a hablar al oído para tranquilizarla.

–Un pesado el viejo este, –les digo mientras manejo– veinte veces le tuve que decir que nos dejara ir tranquilos.

Ellas no responden. Doblo y el semáforo corta justo; freno de golpe, puteo fuerte y golpeo el volante. Micaela me pide que por favor me calle.

Estaciono y ella me dice que vaya a la cocina y prepare algo caliente. Se meten derecho en la habitación. Pongo a hervir el agua y agarro el frasco de café. La escucho a Mica hablar por teléfono y venir hasta la cocina mientras termino de preparar todo. Aparece con la camisa de mamá en la mano. Amago con ir para la pieza pero ella me agarra del brazo.

–¿Cómo está?

–Bien, –me responde– el médico dijo que es normal. La desinfecté como me explicó y ahora solamente hay que tenerla tranquila así que mejor la dejamos descansar.

Se toma su café y camina hacia el baño.

–Voy a lavar esto –me dice levantando la camisa– vuelvo en unos minutos.

Me quedo quieto con el café en la mano hasta que mamá aparece caminando despacio, con los ojos mojados. Tiene puesta una remera grande con las mangas descocidas.

–Te tenés que quedar acostada.

–Olí el café –me responde.

Le repito que tiene que acostarse pero ella se sienta y me pide una taza. Le paso la mía y da un sorbo corto porque está demasiado caliente.

–Me quedé pensando en lo del perro –me dice mirando la taza.

Me acerco a ella, la abrazo fuerte y le froto la espalda con la palma de la mano.

–Se te está haciendo una joroba, mamá –le digo en voz baja.

–Ya sé, –me responde– el otro día me quería sentar contra la pared y no podía por la joroba.

Entonces me río abrazándola como un nene y ella me mira y se ríe también. Nos reímos los dos hasta que muy de a poco empezamos a llorar.