“Los grillos” de Fernanda Sabbatini

Ilustrado por Nadia Villanueva

Tocamos fondo. En algún momento iba a pasar. Habían sido muchos años de tires y aflojes pero ahora era definitivo, y todo por esa mancha de humedad en el baño.  

Cuando la vi por primera vez era imperceptible, apenas unos lunares mohosos, como salpicados, hasta graciosos, en una esquina del techo del baño. Le pedí a Marcos que le avisara al administrador. Dijo que sí, que se iba a ocupar, como decía con todo. Ahora la mancha era grande, de unos veinte centímetros de diámetro, de color verde oscuro e iba avanzando milímetro a milímetro, cubriendo como una fina alfombra aterciopelada ese rincón del baño, perpendicular a la ducha.  

Me senté en el sillón de nuestra casa. Los grillos cantaban de una forma inusitada y perturbadora. Cantaban tan fuerte que el ruido enmudecía todo lo demás.  Alguien me había dicho que los grillos estaban confundidos, que se supone que en abril ya hace frío y entonces empiezan a hibernar. Pero era abril y hacía calor y entonces los grillos se amontonaban, se encendían, comenzaban a reproducirse frenéticamente y ahora eran millones cantando sin parar a cualquier hora, de mañana, de tarde, de noche.   

Era abril y Marcos y yo nos estábamos separando.

Miré el departamento en el que seguiría viviendo sin él. Los muebles que se iba a llevar hacían cola frente a la puerta.  El vajillero todavía estaba en su lugar. Tenía un portarretratos de madera arriba, con una foto nuestra en Brasil. De fondo el Pan de Azúcar y nosotros mostrándole nuestros dientes al sol y escondiendo los ojos tras las gafas. Su abuela Rita me había prometido el vajillero, me había dicho que iba a poder guardar mis copas de colores. Lo quiero, y aunque me lo regaló a mí, a nosotros, Rita era su abuela.

Lo miro y ahora me doy cuenta de que está levemente corrido, en diagonal a la pared y haciendo fila con el resto de los muebles.  Al menos la cómoda se queda. La compramos en una subasta y pagué mucho más de lo que podía. Es de roble con un mármol de carrara de color rosado. El espejo tiene algunos rayones pero está bien. Ahí me siento a la mañana y me miro la cara ojerosa de recién despierta.  

Entró Marcos con algunas cajas vacías, me saludó con la mano, sin mirarme, y se puso a embalar los libros que tenía apilados sobre la mesa de luz, al lado de la puerta. Su biblioteca y la mía estuvieron separadas desde el comienzo. No hubo que poner nombres, los dos sabíamos perfectamente quién era el dueño de cada libro, aunque estuvieran repetidos.

Lo vi cansado, y más viejo. Entonces empecé a mirarlo, sin pudor, quería ver si podía reconocer algo en él que me conectara con ese instante en el que supe que quería que nos mudáramos juntos. Infló los cachetes y resopló de costado y ahí mismo volví a esa escena, todavía nítida, de cuando llegamos con nuestras cosas a esta casa, a este alegre departamento de dos ambientes, como decía el aviso en el diario.

Jugamos a que cada uno abriera cualquier caja que traía el otro, así, sin reparos, como un acto de fe ciega, como una ceremonia que, para nosotros, había sido más comprometida que casarnos. Ese día nos reímos sin parar.

El ruido de él empujando el vajillero me sacó del recuerdo. Lo separó de la pared y el portarretratos se cayó y quedó boca abajo. Me acerqué, lo levanté y lo puse sobre la mesa ratona. Marcos desenchufó el equipo de música, ese mismo que había comprado con tanta ilusión y esfuerzo y que fue testigo de nuestros bailes descalzos.  

Me parecía morboso estar ahí para verlo irse, pero más morboso me parecía no estar.  

Era de noche ya y salí al balcón. Hacía calor y los grillos seguían cantando. Una tenue llovizna empezó a caer rociando tímidamente nuestras plantas.  De pronto el balcón se convirtió en un precipicio que lindaba con el abismo que anticipaba la soledad perenne. Lo sentí al instante, profundo y definitivo. La vida sin él. El vértigo me sacó el aire y lo miré.  

–No te vayas –dije sabiendo que detrás del vidrio no podía escucharme.  ¿Pero si justo miraba y me leía los labios? ¿Si justo en ese instante dejaba lo que estaba haciendo y me miraba, ahí parada, hablándole?

Ahora cerraba cajas con una cinta de embalar, transpiraba. Su frente estaba llena de pequeñas gotitas, como si a él también lo hubiera alcanzado la llovizna.

Entré, me senté en el sillón y prendí un cigarrillo.  Él odiaba que fumara en la casa y lo hice casi como una provocación porque sabía que esta vez, esta única vez, no iba a decirme nada.   

–Ya casi terminás –le dije. Y asintió con la cabeza.  

El flete llegaba temprano a la mañana siguiente. Ya era tarde y nos pareció bien que él durmiera en el sillón.   

Terminó de apilar las cajas de libros y se sirvió un vaso de whisky. Cerró la botella y la metió en otra caja. Lo saludé con la mano y me fui al cuarto. Me senté sobre la cama. El cuarto parecía más grande, sin una mesa de luz había más espacio. Pensé en que una planta podía quedar muy bien para llenar el vacío.

Me saqué la ropa, mirándome en el espejo. Vi mi vientre flácido y mi piel mucho menos tersa que cuando nos habíamos conocido. Vi las arrugas en la frente, como cicatrices de tantos años de ceño fruncido, de preocupación por esos sueños que no se concretaban, por tantas manchas de humedad acumuladas.  

Me metí en la cama boca abajo y me estiré todo lo que pude. Estiré mis brazos y piernas hacia los cuatro puntos cardinales. Las sábanas estaban frescas y suaves y tenía las dos almohadas para mí. Abracé una almohada y me metí la otra entre las piernas. Sentí los latidos de mi corazón acelerarse. Era la primera vez que dormía sola en diez años.   

Escuché sus pasos acercarse al cuarto, se paró en la puerta, inmóvil. Cerré los ojos. Se quedó ahí unos instantes, en silencio. Contuve la respiración de forma forzada. Luego escuché sus pasos que se alejaban y el ruido de los resortes del sillón. Abrí los ojos, exhalé y me saqué la almohada de la entrepierna.

Marcos empezó a roncar, y pensé cuánto mejor iba a poder dormir sin esos ronquidos. Me puse boca arriba, acomodé los brazos atrás de mi cabeza. No podía cerrar los ojos aunque quisiera.  Me di vuelta para mi costado. Pensé en una pradera verde con araucarias esparcidas por doquier.

–Pensá en algo que te produzca placer –me decía cuando no podía dormir. Y me abrazaba, y me daba la mano y yo se la apretaba fuerte y así me dormía.

Ahora él estaba en el sillón y yo en la cama. Y yo pensaba en la pradera y él no sé qué estaría soñando. Ya no roncaba. Ahora podía escuchar su respiración, intensa, profunda, aspirándolo todo.

La luz entró por las hendijas de la persiana. Me desperté en posición fetal, abrazada a la almohada.  Lo escuché revolviendo cosas. La pava para el mate silbaba y miré la hora en el despertador. Eran las siete y media.  

De golpe sonó el timbre del portero eléctrico como una bomba de estruendo y sentí que se me paraba el corazón. Sonó otra vez. Fuerte y sostenido. Luego paró y volvió a sonar con ansiedad, varias veces, cortitas, en diferentes ritmos y compases, con impaciencia. Luego paró. Y otra vez empezó a sonar sostenido, escandaloso, como si lo hubieran dejado ahí, pegado con cinta. Así, durante varios segundos.

Abracé más fuerte a la almohada y me tapé la cabeza con la frazada. El timbre dejó de sonar.  

Ahora el que sonaba era su celular, muy fuerte, a todo volumen.  Paraba y entonces sonaba el pitido del mensaje de texto. Y empezaba a sonar el celular otra vez, hasta que paraba y otra vez el mensaje de texto. Después sonaba el ring-tone del mensaje de voz. Y otra vez arrancaba el celular y así en una secuencia a repetición durante un rato que me pareció eterno. Y entonces tocaron a la puerta. Era José, el encargado. Preguntaba por Marcos, decía que abajo había un flete. Que el flete decía que en cinco minutos se iba si nadie atendía, que iban a tener que pagar igual. Que eran tres tipos grandotes y que estaban muy nerviosos. Hablaba a los gritos y desde el cuarto se lo escuchaba con claridad. El teléfono de casa empezó a sonar también.  

Marcos hacía ruido en la cocina, como si estuviera preparando el mate.  

Por fin José dejó de golpear la puerta y los teléfonos dejaron de sonar. Me metí en la cama otra vez, me tapé la cabeza y pensé en la pradera.  

De pronto todo fue silencio, y empezó el canto de los grillos, otra vez.