«La final» por Nicolás Villarino

Estaba en el baño, con los pantalones bajos, viendo una vez más las fotos de la página que habían armado los organizadores, y no hubiera podido saber cuánto tiempo llevaba así cuando escuché a mi compañero llamarme, preguntarme si estaba ahí, adentro del único cubículo que hay en el quinto piso. Le di a entender que ya salía, y él me dijo que Guadalupe estaba en línea esperando que la atendiera. Escuché que se rió al alejarse, pero no me importó, me subí los pantalones y salí. Cuando llegué a mi escritorio, levanté el tubo sereno aunque –reconozco– esperando que hubiera cortado. No porque me molestara que mi novia me llamara al trabajo, sino porque era el tercer llamado en el día. Cuando escuché su voz, me arrepentí de lo que había pensado y me puse en sintonía con su calidez y su estar siempre. Guadalupe quería que no me olvidara de pasar por el chino y comprarle cien gramos de queso de máquina para la dieta que había empezado. Riéndome con ternura, le dije que sí-mi-amor, que lo tenía en cuenta. Después me dijo otra cosa que no escuché bien y asentí, pero eso no le llegó, porque sólo hice el movimiento con la cabeza. Ni bien corté, me metí en Facebook y empecé a contestar los comentarios de aliento a la foto que subimos con los chicos. Faltaba un día, no podía esperar más. Ya a las diez de la noche estaba metido en la cama, con el bolso al lado. Me dormí con una mano apoyada sobre él.

El partido estaba programado para las tres de la tarde, así que quedamos en encontrarnos en el Obelisco bien temprano, a las ocho de la mañana, para salir desde ahí en una combi contratada. Era la final del campeonato, y la organización había fijado como sede a una cancha de La Plata. La idea era llegar tranquilos, hacer algunos trotes, comer pastas y después concentrar. Fue un campeonato espectacular. Sentíamos algo de nostalgia por lo que estaba a punto de terminar. Lo que había nacido como una joda a través de Facebook se convirtió en un ejercicio ritual, en un encuentro todos los sábados para jugar a la pelota, casi con la fijación y el sentido desinteresado y lúdico que teníamos hacía diez años, cuando éramos compañeros de colegio. Ahora ninguno estaba muy en forma, pero nos habíamos ido motivando con cada victoria. Cada partido ganado nos permitía tomar aire y volver a tomar carrera con unas ganas que creíamos perdidas. Siempre habíamos jugado al fútbol, incluso muchos de nosotros llegamos a jugar en clubes conocidos, hasta que llegó el momento de elegir y todos terminamos eligiendo el camino más seguro, y también el que era más acode a nuestras expectativas. Lo que no sospechábamos al principio fue que, con los treinta a la vuelta de la esquina, encontraríamos tan rápido un funcionamiento tan efectivo. Ganábamos, a veces jugando bien, otras sufriendo. Perdimos algunas veces sin mucho que hacer, pero nunca por goleada. Cuando estábamos en la mitad del año y del campeonato, como veníamos bien, nos ilusionamos y nos propusimos jugar la final, casi como una apuesta de las que no son por plata, sino por un honor que para nosotros tenía mucho sentido. Apoyamos esta ilusión empezando a entrenar todos los martes, siempre y cuando hubiera asado después del entrenamiento.

A medida que el campeonato se iba desarrollando, fue creciendo también un espacio y un sentimiento que habitaba principalmente en las redes sociales y que se propagaba a todos nuestros círculos. En el trabajo, varios sectores de la empresa me presentaban equipos para desafiarme: yo les respondía que en cancha de cinco ya no jugaba, que eso era para oficinistas con panza que se acalambraban al primer pique. Mi viejo me decía que me dejara de pelotudear y terminara de una vez la carrera de abogado, pero yo sé que le gustaba verme así de contento; mi exnovia le puso Me gusta a un montón de fotos de vestuario exultante y hasta me felicitó por WhatsApp. Pero de todos, sin ninguna duda, el acontecimiento más importante fue revivir los encuentros del curso entero, el curso del colegio de donde provenía el equipo. Las chicas –y los chicos que no jugaban a la pelota o eran muy malos– empezaron a proponer reuniones, salidas y comidas en las casas. Hasta insistieron, finalmente con éxito, en ver todos los partidos del mundial juntos. Pudimos sentir que teníamos dieciocho años, que contábamos nuevamente, todos juntos, con una fuerza del sinsentido, una ignorancia tranquilizadora ante las ocupaciones, unas ganas genuinas de hacer lo que se nos cantaran las bolas. Todo era una ilusión encendida, estábamos cómodos y felices entre recuerdos resignificados. La recreación de cada anécdota era un pequeño movimiento que garantizaba el pasaje hacia el recuerdo auténtico. Era como activar un código que cuidábamos entre todos, y conformaba, a su vez, una nueva vivencia.

En todo ese nuevo mundo fue que me enamoré –otra vez– de Teresita. Yo sospechaba que podía pasar, pero también creía que no era capaz de volver a sentir eso. De a poco fui aceptando la intuición que nació la segunda vez que nos vimos por primera vez. Habíamos empezado a salir en segundo o tercer año. Extrañados e inexpertos, nos nombramos novios ante los demás, pero a los pocos días cada uno se dedicó a probar por completo lo que iba descubriendo y nos olvidamos o nos avergonzamos de las cosas que habíamos sentido las veces que estábamos juntos.

Dentro de la comunión que generábamos en los encuentros compartíamos todo. Ya sabíamos cómo era la vida de cada uno, y por eso sabía que Teresita estaba en pareja y que además, su novia –nadie dijo nada, pero sé que todos nos sorprendimos mucho cuando lo dijo– había sido compañera de hockey de Guadalupe, durante la secundaria, ese mundo en potencia que pareciera contener todos los futuros posibles. Después escuché algo como que Tere estaba probando, pero no quise saber más nada. Por supuesto que no le conté a Guadalupe, que ya bastante protestaba por las veces que no aparecía a una hora prudente por casa y la dejaba mirando sola la serie que tanto nos había costado elegir. Esas noches, trataba de reparar la falta llevando helado y escuchándola atento un buen rato, después de los reproches, para que me contara las novedades de los personajes y así no tener que ver el capítulo. Cuando nos poníamos a dormir, trataba de abrazarla toda la noche. Lo que Guadalupe no lograba entender era que el campeonato era ahora, ¿quién podía saber lo que iba a pasar cuando terminara?

Teresita tenía la misma risa retenida, para adentro, que tanto me seducía e intrigaba antes, cuando la peleaba para que se animara a mostrármela sin pudor. Ahora la podía aceptar y mirar como un regalo. Había aprendido a querer ese gesto como una parte de la composición entera que se me iba metiendo cada vez más adentro de los sentidos. Nos fuimos acercando y mostrándonos más enteros, fuimos formando nuestro mundo dentro de ese gran mundo de los encuentros: compartiendo las sensaciones, cruzando cada vez más palabras y entendiéndolas y callándonos cuando ya no hacía falta más hablar. Todo dentro de las reglas y el devenir de cada encuentro. No hablábamos a solas porque nos divertía –y creo que nos era inevitable– jugar este doble rol lentamente, ante la indiferencia de todos los demás.

En la semana previa a la semifinal, cuando estábamos levantando la mesa, ella me dijo que tenía que ir para el lado de Belgrano, a la casa de una amiga. Como era cerca de mi casa le ofrecí llevarla, y después de decirme que no me molestara, que el 152 venía rápido y otras excusas, le hizo caso a su primera intención y aceptó que la alcanzara.

Ya en el auto puse el disco de temas lentos de los ochenta que nunca falla, aunque también me pregunté qué era fallar y qué acertar esta vez. Decidí que era mejor no pensar, era mejor dejar que las cosas pasaran. El viaje duró menos de veinte minutos, pero después nos quedamos en el auto dos horas. La mitad de ese tiempo abrazados, con miedo, como intentando alcanzar con los brazos algo que estaba lejos o demasiado cerca, y la otra mitad besándonos, con más miedo. Temblábamos porque sabíamos que lo que estábamos haciendo estaba mal, o quizás porque las reacciones sensibles a lo que nos estaba pasando habían rebasado nuestra capacidad de dirección eficiente y precisa del cuerpo. Temblábamos también, porque cada uno desde su asiento se arrojaba al vaivén de quedar colgado de la boca del otro, que era como la punta nerviosa de un centro que arde, y servía de apoyo y de impulso. Esto ya no era un registro del antes, habíamos llegado al cuerpo verdadero. Cuando ya transpirábamos demasiado nos sacamos la ropa e hicimos el amor como habíamos hecho una sola vez hace tiempo, pero decir esto es mentir, o por lo menos confundir, porque lo que hicimos no lo habíamos hecho nunca, ni juntos ni separados. El orgasmo compartido vino a cortar la marcha enloquecida de ese momento que fue hecho de segundos enormes, pegados con una materia sólida, pero de otro tiempo.

Nos quedamos escuchando algunas canciones más hasta que nos pareció una idea un poco ridícula y nos reímos mucho de eso. Pensamos en fumar, pero no hacía falta, todo el tiempo estaba siendo el mejor estado posible. Teresita tuvo que atender el quinto llamado de su amiga, que debía estar bastante preocupada o impaciente. Riéndonos también de los gritos de su amiga nos despedimos con un beso más antes de que ella saliera de nuestra guarida de vidrios polarizados y calor y empezara a correr, creo yo de la excitación más que del apuro. Puse en marcha el auto como si fuera la primera vez en mi vida, como si mi viejo me hubiera enseñado recién y me hubiera largado en una calle de tierra en la costa bonaerense. Llegué a mi casa y Guadalupe estaba gritando como loca, llorando como loca, decía que se sentía mal, que dónde estaba, que me había llamado mil veces, que me había dejado mensajes. Le dije que el encuentro se había extendido porque era el cumple de Cata, la pelirroja, mi mejor amiga de la infancia, que me disculpara. Me sentí mal, no quería mirarla, le volví a pedir que me perdonara, pero no me contestó y se fue  a la habitación. La seguí, pero ya no le dije más nada.

Cuando se calmó un poco se acercó a mi lado. La abracé fuerte y cerré los ojos. Esa noche no dormimos ninguno de los dos. Al día siguiente falté al trabajo, y mientras me lavaba los dientes, me dije que tenía que olvidar todo y renunciar a esta locura que había nacido, que tenía que respetar lo que veníamos construyendo hacía más tiempo con Guadalupe. Pero esto duro cinco minutos, y enseguida pensé que no me importaba lo que había formado, que ahora estaba buscando algo fuerte, algo en que transformar  mi vida. Entonces me sentí fuerte y salí a correr a la plaza con una convicción inédita desde que vivía en esa casa.

La final fue durísima. No hubiéramos podido hacerle frente sin el entrenamiento de una temporada entera, aun así, la verdad es que tuvimos suerte. La suerte del campeón. Metimos dos goles en el primer tiempo y nos colgamos del travesaño. Ellos descontaron y metieron presión, pero los contuvimos bien. Es verdad que desde afuera se sufre más, sufrí bastante, pero a la vez estaba tranquilo porque Mati jugó bien lo que le tocó. No voy a olvidarme más su cara de alegría cuando le dije en el vestuario que salía a jugar por mí. Tampoco me voy a olvidar de lo difícil que fue decirles a los demás que me había tirado un poco el gemelo y que no iba a jugar el segundo tiempo. Para mis adentros sabía que la molestia física se podía sobrellevar con esfuerzo, pero también sentía que había cumplido con mi parte, que mi campeonato había terminado. Creo que nunca me entendieron, pero me respetaron. Algún boludo dijo que me había cagado, pero preferí no darle bola.

Cuando salimos con Guadalupe de la cancha, fuimos a saludar a los chicos y yo me prendí un poco en las canciones y los saltitos. Yo también me sentía campeón. Estaban mis compañeros y compañeras, y estaba ella. No sé si me habrá mirado, porque las dos veces que me animé a mirarla no lo hizo. Guada se limitó a saludar a la pelirroja por su cumpleaños y, antes de que se diera cuenta de que en realidad no había cumplido años, la agarré de la mano y con un saludo general nos alejamos de ahí. Seguro ellos iban a ir a la casa de alguno a festejar, no niego que en un momento me dieron ganas de ir… ¿pero cuántos encuentros más podía haber?

La vuelta a casa fue tranquila, ni siquiera escuchamos música. Guada me dijo que podíamos ver la tercera temporada completa en lo que quedaba del domingo. Me preguntó si quería que hiciera pochoclos, y le respondí que sí, mientras miraba el celular. También me dijo que como era el cierre de una etapa iba a hacer comida mexicana. Le dije que me parecía muy bien.Cuando llegamos a casa, como ella iba a preparar todo, le pregunté si no le molestaba que saliera a correr unos minutos, porque todavía tenía puesta la ropa de fútbol. Nos despedimos con un beso largo y casi apasionado. Salí corriendo y no paré. El tirón ni me dolía. La selfie había sido subida hacía cuarenta minutos, y por lo que se veía, estaba seguro de que esa era la casa de Tomás, aunque no hubiera ido en diez años. Eran veinte cuadras, así que tenía que llegar enseguida. El portero me abrió porque me reconoció –me dijo algo sobre lo que había crecido, que no escuché bien– y subí al cuarto piso directamente. Toqué timbre y Tomás me abrió desencajado, y enseguida gritó para que los demás miren quién había llegado, pero nadie escuchó o todos estaban en otra cosa, porque nadie miró. Ella estaba en el respaldo del sillón, parecía mirar el piso, sola en su planeta que no estaba ahí. Como un autómata, me acerqué hasta quedar frente a frente y en ese momento se dio cuenta, pero no alcanzó a reaccionar, porque le di un beso con un impulso que nos hizo caer al fondo del sillón, que parecía estar esperándonos. Cuando algunos se dieron cuenta, empezaron a aplaudir y hacer cantitos con nuestros nombres, pero supongo que después se aburrieron, porque no los escuchamos más. Nos quedamos tirados en el sillón toda la noche y llegamos al amanecer rodeados de jóvenes inconscientes alrededor. Cuando nos levantamos, salimos sin decirle a  nadie y en la puerta de calle el portero –que ya era otro– nos abrió sin problemas. Abrazados, por las veredas de una ciudad todavía dormida, empezamos lentamente a caminar.