«In crescendo» por Joaquín Laurens

Nos habíamos escabullido abajo del escenario. El teatro era un buen territorio para explorar, para jugar: tenía muchos pasadizos, túneles, escondites, desniveles, lugares prohibidos. Sobre nuestras cabezas una orquesta filarmónica interpretaba una música de nombre imposible de pronunciar. No debíamos estar ahí y eso nos inyectaba adrenalina. Nos hacía sentir. Como a la gente del público, que se dejaba conmover por la música. Su abuelo, Don Justo, era el eterno encargado del teatro. Su casa quedaba al fondo y tenía una conexión directa con la zona de camarines. Por eso ir a lo de Lucía, o mejor dicho, a lo del abuelo de Lucía, era una aventura singular, atractiva. Ella también lo era, en su risa cuando yo hacía el mono, en sus falsos miedos, tan falsos como mi seguridad al abrazarla y tranquilizarla, en esa parte central del túnel usurpada por la oscuridad. Don Justo no sabía de nuestras expediciones, o sí, pero seguro que no sabía tanto. Nos movíamos sigilosamente bajo el escenario, adivinando las figuras de los músicos por entre las tablas que eran su piso y, a la vez, nuestro techo. En un momento divisé una hendija más grande, desde donde se podía espiar un poco más la escena. En una jugada un tanto más osada que yo, la invité a espiar conmigo. Por una cuestión geométrica de proyecciones angulares, distancias y espacios, el lugar de visión óptima estaba limitado a centímetros, en los que se tenían que aproximar, inevitablemente, nuestras cabezas. Desde allí la vimos, concentrada, compenetrada, comprometida. Era casi tan linda como Lucía. La imagen recortaba el vaivén del arco con el que tocaba el violín. La mayor parte del tiempo lo hacía con los ojos cerrados, solemne. Pero cuando los abría se le veía claro y profundo el mar del alma, se veían las olas serpentear al ritmo de la música por las curvas de sus iris, in crescendo, a la par de mis latidos delatores de la jarra loca de emociones que era mi cuerpito en ese momento. Temblaba pegado al de Lucía, que observaba extasiada, infinita. Pensé que se podría estar mirando a ella misma, en otro tiempo, en el mismo lugar. La mezcla del olor a tierra húmeda y madera, esa fragancia a antaño que se asienta en el sótano de las gustativas aromáticas, pasó a ser mi smelltrack sentimental por años. Entonces sucedió: de los ojos de mar de la violinista, en un punto álgido del clímax de la canción, brotó una lágrima que empezó a deslizarse por su piel de seda. Haciéndolo bien, como lo hace el agua, por donde es más fácil. Al llegar a un extremo del pómulo, la gravedad la llevó a su aposento, y cayó, dirigiéndose francotiradoramente hacia la hendija por la cual observábamos el mundo. Finalmente, flameando a través de ella, se depositó en la frente de Lucía, que contuvo la respiración, y el tiempo, esperando que yo hiciera algo. La miré. Me miró. Nos miramos. Nuestro mundo sucedía abajo del escenario. A veces los mundos se conectan a través de una hendija, vía lagrima, al son de la música. Le agarré una mano. Se dejó, y hasta me apretó un poco, ayudándome con la escasez de coraje. Como si una confederación de dioses, de varias jurisdicciones distintas, hubiese montando la escena. La escena. En ese instante: silencio. Nada. No se les podía escapar a los dioses ese detalle. Justo antes de que mi cerebro colapsara en pánico escénico, bajo el escenario, ordené a mis piernas salir corriendo de allí, a toda velocidad. Se escucharon los aplausos. Mi cuerpo, totalmente parasimpático, reaccionó como lo tendría que haber hecho yo. Avanzó y besó a Lucía, tímidamente, como si fuera el primer beso, que lo era. El sonido de los aplausos, al ritmo de la densidad del beso, crecía cada vez más. Se escuchaba el barullo que hacía el público al pararse de sus butacas, ardiendo sus palmas en estruendos, agradeciendo el espectáculo sobre el escenario, ese despliegue épico y virtuoso de la música amansa-fieras, y bajo el escenario, de dos niños en expedición, explorando la vida a través de una hendija, y aprendiendo de qué se trata.