«El peso invisible» por Marina Casas

Cuatro gotas. Eso es lo que dijo el viejo psiquiatra que creyó entender mi angustia por un multiple choice de diez preguntas. Hizo la receta rápidamente: cuatro gotas en cada una de las cuatro comidas del día. Creo,  sin recordar con claridad, que nunca más volví a ese lugar que en vez de transmitir algo de calma, me llevaba al encuentro de algo siniestro. No era sólo por la puerta de madera sin timbre cayéndose a pedazos, ni por su escalera caracol a oscuras ni por el diminuto consultorio sin un solo cuadro o adorno. Era, más que nada,  por la sensación de estar muerta o de querer estarlo en el lugar donde esperaba sentirme con un poco más de vida.

Igualmente acepté, sin dudar más, el ritual del ansiolítico como parte de mis días. Mis ideas podían estar en contra de toda supuesta solución mágica pero mi cuerpo pedía a gritos una paz que no llegaba.

El movimiento de mi cuerpo era constante. No podía mantenerme sentada en una silla por más de algunos segundos. Reacomodaba mi posición con el mayor disimulo posible para que quienes me miraban no empezaran el juego de etiquetarme en una categoría diagnóstica que habían aprendido seguramente por Internet. Mis manos empapadas en agua hacían que cualquier lapicera se me resbalara. En clases escribía nombres, dibujos, líneas y cubos en todos mis pares de zapatillas hasta arruinarlos. Era una pura descarga motora.  No podía escribir nada de la historia de esa angustia de la que nada sabía. Sólo la sentía.

Los dichos del cuerpo eran cada vez más intolerables. La taquicardia se volvió familiar. Convivía con un corazón que buscaba salirse de su lugar, que bailaba queriendo desafiar los bordes del cuerpo, que como una alarma me recordaba que yo no estaba bien. Un corazón que no descansaba ni de noche. Lo escuchaba pegar fuerte contra el colchón cuando boca abajo intentaba que apareciera el sueño. Mis huesos del cuello, dedos, brazos y cadera sonaban a toda hora, como instrumentos ruidosos que querían hacerse escuchar sin poder obtener un ritmo o melodía amigable.  Mis costillas eran como cuchillos filosos clavados en el cuerpo, me encerraban.  Creía  morir en cada respiración. Cada una se volvía una difícil victoria.

Un martes caminaba casi corriendo, como lo hacía siempre. La ansiedad me carcomía, no me dejaba parar, haciéndome sentir tan viva y tan al borde de la muerte. Era el único día de la semana en que dejaba mis calles habituales de San Telmo, las que formaban un cuadrado perfecto como esos que constantemente necesitaba dibujar. Así dejaba la  adolescencia, saliendo de la burbuja de un pueblo para entrar en una ciudad que sólo me ahogaba.

Había empezado terapia. Apostaba a otra forma de estar un poco mejor para no depender del efecto de un fármaco en mi cerebro. Ese día salía de la segunda sesión en Saavedra, una zona desconocida. Iba hacia la estación para tomar el tren a Retiro. Caminaba con la inocencia de no mirar alrededor, con la música en mis oídos, intentando armar un mundo en el cual sostenerme.

La trenza en mi pelo se desarmó  por completo. Sentí el tirón fuerte que me llevaba hacia atrás y hacia abajo mientras caían también mis auriculares blancos. Eso fue lo primero,  la realidad y desconcierto de tener enfrente a alguien que pudiera dominarme. Después fue la sangre entre mis dientes saliendo fuera de mi boca por el impacto de un puño en mi cara. Su objetivo era desorientarme, ¿para qué? me preguntaba,  incluso en ese momento en el que no podía pensar. Solamente sentía dolor y repasaba con la lengua que mis dientes se encontraran todavía ahí, inamovibles.

Caí al piso y no sé en qué orden sucedieron sus acciones y las mías. No sé cómo ni en qué momento quedé sentada entre ese hombre que me miraba y  los arbustos pegados a las vías, en las que de un  momento a otro, mi cuerpo muerto podría aparecer.

No me dijo nada, no me pidió nada, sólo me miró. Los segundos velozmente se volvían eternidad. Esperé el siguiente paso de lo que parecía un plan calculado. Pensé que ese tal vez fuera el día de la violación que me aterroriza. En ese momento no era consciente del lugar que en mí ocupa un abuso inexistente. Estaba rendida ante la posibilidad de que mis piernas se vieran forzadas a abrirse. Con lentitud, saqué mi mochila de mi espalda, tímidamente la puse frente a mí, ofreciéndosela. Elegí jugar la carta del robo, deseando que ese hombre se llevara no sólo todo lo que lo que cargaba en mi mochila, sino también ese peso invisible que se materializaba en mi cuerpo. Se agachó y la tomó. Respiré, me alivié.  Se subió a la bicicleta que recién en ese momento vi con claridad. Vi también la gorra roja con visera que llevaba puesta, tapando la mayor parte de su cara. Se fue.

Me levanté llorando entre gritos. Toqué mi bolsillo izquierdo recordando que minutos antes había guardado ahí mi celular. Llamé al  psicólogo, volví a su consultorio y me devolvió la plata que acababa de pagarle para que me tomara un remis.

Volví sin llaves, billetera, documentos, agenda y apuntes. Esa noche sonó mi celular, mientras tirada en el sillón, apretaba un hielo contra mi boca dolorida. Era un taxista que había encontrado la mochila en una esquina de su barrio. Le pasé mi dirección y dijo que venía en unas horas. Lo esperé con la ansiedad más esperanzadora, la de recuperar algo perdido, pero el taxista nunca apareció.

Al día siguiente me sentí bien, tan bien como hacía días y semanas no me sentía. Mi cuerpo estaba un poco más liviano, mi cuello más flojo. Inspiraba sin pensar que el aire me aprisionaba.

Un golpe que dejó rastros de trauma logró calmar a un cuerpo que se desintegraba como arena. Entendí que lo que pasaba a mi alrededor no era lo que podía quebrarme. Cuando para el mundo nada te falta y aún así crees morirte todo el tiempo, vivir la posibilidad real de que te aplaste la muerte puede resultar lo más tranquilizador. El problema que me habitaba sólo ocurría en un lugar interno, la pregunta que me atormentaba era sólo cómo seguir respirando, porque aún lo más natural puede volverse  lo más extraño y hacerte tener miedo.