«No deseado» por Gabriel Reich (partes 1 y 2)

—Mirá Uri, tengo un atraso y me hice un test. Estoy embarazada de seis semanas. Fui a hacerme una ecografía y está todo bien. No estuve con nadie más que con vos y no estoy segura de querer abortar – me dijo Julieta, caminando por la esquina de la plaza de Anchorena y Córdoba.

* * *

Salí un viernes de la función. Fuimos al bar de a la vuelta del teatro, como siempre. Los pibes entraron y yo me quedé en la puerta. Estaba hablando por teléfono con un amigo que quería saber terminología judaica. Tenía un contacto para dar clases en una escuela hebrea. Dos chicas se acercaron caminando por la calle. Las fiché y sonreí y ellas me ficharon y sonrieron también. Sentí que habían escuchado parte de mi conversación.

Un compañero de elenco que había salido a fumar un pucho, en su afán de donjuán y pose tanguera, les dijo a las chicas que pasaran, que habían llegado al lugar indicado. Las chicas pasaron y se sentaron en nuestra mesa y, cuando corté con mi amigo, entré. Le había hecho entender que en el mundo docente hebreo no había lugar para goim.

Me senté y una de las chicas me preguntó si era judío. Definitivamente me había escuchado al teléfono afuera. Me transformé en Maimónides, Amós, Woody Allen, Karl y Groucho Marx, todos juntos. Mi religiosidad, la mística, la tradición, la comedia, las doce tribus y la mar en coche. Ella me contó que su padre era judío y su madre no. Siempre estuvo interesada, había viajado a Israel con esos viajes del derecho a retorno que fomentan los sionistas para poblar el pequeño país de oriente medio. Se llamaba Julieta. Morocha, ojos grandes y voluptuosa. Me encantó su escote y su nariz turca. Seguro su padre judío era sefaradí. Me gustaban sus ojos negros y que se riera de cada pelotudez que yo decía.

El bar fue quedando vacío y nosotros hablando cada vez más cerca. Pasamos de la mesa al sillón. Mi mirada se debatía entre sus ojos y su escote e intentaba todo contacto físico posible. Le tocaba la mano, rozaba su brazo y la abrazaba celebrando la más mínima idiotez. Me calentaba que estuviéramos tan cerca y que nada pasara de ahí. Recité versos de Romeo y Julieta, canté el Hava Naguila desentonando en yidish y cada vez que se terminaba la botella levantaba la mano y pedía otra. Estábamos bastante en pedo. Cada vez más cerca y cada vez más calientes.

¡Ah! Julieta perfuma con tu aliento el aire que nos rodea, dije muy cerca de sus labios y la besé. Metí mano por donde pude. Ella también. No me importaba que su amiga estuviera enfrente. A ella tampoco. La agarré del culo y la monté arriba mío. Le tocaba las tetas y ella me agarraba la cabeza muy fuerte. Me metió la lengua en la garganta y todo subía, hasta que en un momento le sonó el teléfono. Se levantó rápido y fue a la puerta a hablar. Me dejó solo en el sillón con el pantalón abultado y esquivando las miradas de su amiga. Volvió y dijo que era su mamá y que se iba. La quise acompañar pero me dijo que no, que estaba bien así y que iba a venir al teatro el viernes próximo. Cuando estaba saliendo, insistí en la calle:

Mira querida mía esos rayos de luz envidiosa que atraviesan las nubes encubiertas al oriente: todas las luces de la noche se han apagado y en la cumbre de las montañas cubiertas de brumas, se alza de plantillas la alegre mañana. He de marcharme para vivir o quedarme para morir.

Sonrió y se fue con la amiga. Por un momento creo que la amé.

Pasó esa semana. La Negra, mi garche fijo, me dejó una vez más diciendo que ya no le interesaba una relación inmadura, es decir, ser mi garche fijo. A mí no me importó mucho. Julieta iba a estar ese viernes en el teatro, con sus tetas y su nariz turca. Seguramente ya no se iría corriendo y pasaríamos una noche de pasión.

Ese viernes la función fue mediocre, pero reconocí su escote desde el escenario. Fuimos al bar y la algarabía post función sirvió, como siempre, para hablar cuando no había mucho que decir.  Que qué buena la obra, que qué bueno esto y lo otro, y ja ja ¿te gustó eso? no salió muy bien. Nos besamos. Me gustaban sus besos. Estaba tranquilo y tenía todo preparado: mi roomate se había ido a dormir a lo del novio, me había aseado hasta los poros, tenía unas velas en mi terraza, los forros en la mesita de luz y más vino por las dudas. Nada podía salir mal.

Estábamos charlando entre besos y justo cuando le iba a preguntar si quería venir a casa, llamó la madre. Ella se puso seria. Le contestó que estaba volviendo a casa y me dijo que se tenía que ir. Me quise morir. Estaba re caliente, había fantaseado con ella toda la semana y había dejado ir a La Negra así nomás. Pero ella no quiso saber nada. Esta vez la acompañé caminando, vivía a 5 cuadras del bar.

En cada esquina nos besábamos y tocábamos. Ella se calentaba pero me sacaba las manos y eso me calentaba más. Cuando íbamos por Jean Jaures, justo frente a la casa de Carlos Gardel, vi un porche divino. Como si Adonai mismo lo hubiese puesto para que uno de sus fieles pudiera descargar esa noche. La besé y nos metimos adentro del enorme hall que hay entre la entrada y la puerta del edificio. Le metí una mano entre las piernas. Estaba húmeda. La acaricié por adentro de las calzas y le metí un dedo. Ella me tocaba. Me abrí el pantalón, la agarró y se arrodilló. Me la empezó a chupar y yo estaba en la gloria. Con un ojo mirando que nadie pasara y pensando que quizás el propio Gardel hubiera vivido ese momento enfrente de su casa. Sus dientes en un momento me empezaron a incomodar un poco, así que la levanté. Ella se dio vuelta, bajé sus clazas, le corrí la tanga y se la metí. Estábamos cogiendo en plena noche del Abasto. Me encantaba ver su tanga corrida, su culo parado y grande moviéndose y disfrutando. Se estaba mojando mucho y era maravilloso. Acabé afuera. Pobre el encargado del edificio al día siguiente.

La acompañé hasta la casa de sus padres, íbamos abrazados. Nos saludamos con un beso largo muy lindo. Me fui caminando a casa contento. Había cogido, tenía una aventura para contar a mis amigos e iba a dormir solo.

Pasaron unos días. Llegaba la primavera y la temperatura subía. La Negra no me contestaba el teléfono, ni mis sms, ni mis mensajes en Facebook. Daniela se había mudado a Lanús y estudiaba en Ciudad Universitaria. Imposible encontrarla. La había conocido en el 160 cuando vivía en Pompeya. Podía llamar a Sofi, pero coger con Sofi significaba un montón de charlas y sentimientos que no estaba dispuesto a poner en juego. Además me habían contado que se estaba viendo con alguien, no podía rebajarme a que me dijera que no. Soltero es libertad pero también soledad.

Me pareció que era muy pronto para llamar a Julieta, pero por otro lado la había pasado bien y  ella podía sacarme a Sofi de la cabeza. Quizás no tenía que cerrarme tanto. Nos reíamos, era bonita, me calentaba y era medio judía. Si hacía falta podía presentársela a mamá para que no hinchara las bolas. La llamé. Ella estaba en la casa de unos amigos en Boedo, me invitó y fui.

Charlamos agradablemente. Sus amigos eran sobrinos o conocidos del poeta Fernando Noy. Me cayeron bien. Poesía y filosofía de vino y porro. Julieta estaba un poco callada, como cansada, no hablé mucho con ella, tampoco me dieron ganas, no coincidíamos en casi nada. Salimos, nos metimos en un taxi y fuimos a casa. En el viaje casi ni hablamos.

Cuando llegamos fuimos directo a mi habitación. Nos desvestimos y vi su cuerpo con luz. Su culo era más grande de lo que recordaba y vi estrías que no había notado. Le puse mucha onda y ella casi nada. Cogimos mecánicamente. Éramos un matrimonio judío con 30 años de casados llegando a casa, yendo al dormitorio y desnudándose sin hablar. Se me vinieron a la cabeza imágenes del matrimonio, el trabajo, los hijos, la rutina y una pelea matrimonial insípida por el control remoto. Se me bajó.

Ella se asustó. Me preguntó por qué la había sacado. Estaba un poco nerviosa y quería saber si el forro se había roto. Difícilmente hubiera podido romper un forro con la pija muerta. La tranquilicé y me saqué preservativo. Me hice una paja en la cama mientras ella me acariciaba. Acabé y llamó la madre. Julieta le dijo que iba para allá. Levantó sus cosas y se fue. Sin decir nada. Nos dimos un beso y salió.

El enamoramiento pasajero es increíble. Hay momentos antes del encuentro físico que siento amor profundo y sincero por alguien que después del segundo o tercer orgasmo quiero descartar para siempre de mi vida.

Para fines de septiembre la primavera estaba a punto caramelo. La Negra no contestaba, Daniela estaba con finales y Sofi había encontrado un nuevo novio. Así que una tarde le mandé un mensaje a Julieta invitándola a cenar a casa. De última siempre podíamos tomar mucho vino, emborracharnos, coger en la terraza y no vernos más. Nunca respondió. Dos semanas después apareció con un mensaje en Facebook: Disculpame pero estaba con algunas cosas y por eso no te di bola, quiero hablar con vos, ¿podemos encontrarnos?. Nos vimos en la esquina de su casa, frente a la plaza de Anchorena y Córdoba. Sonaba rara, me preocupé bastante.

Cuando la vi estaba seria y me dijo que tenía algo importante que decirme. Mi corazón se detuvo. Recordé el garche frente de la Casa de Gardel: era SIDA. Empecé a pensar en mi vida con SIDA. Yendo a la prepaga para reclamar mis remedios, haciendo quilombo, deprimido, sin ganas de laburar, sin nadie con quien coger por miedo, escribiendo crónicas deprimentes sobre mi enfermedad, sin laburo, pidiendo en la calle, la gente teniéndome lástima y muriendo de una neumonía en un hospital público.

—Mirá Uri, tengo un atraso, y me hice un test. Estoy embarazada de seis semanas. Me hice una ecografía y está todo bien. No estuve con nadie más que con vos y no estoy segura de querer abortar.

Hubiera preferido el SIDA. Mi corazón no volvía a funcionar como antes, latía muy fuerte. Me repetía a mí mismo tranquilo, no pasa nada, un aborto no es nada, se paga y será.

—Juli tenés 22 años, qué vas a hacer de tu vida, estás en el tercer año de psicología, no trabajas, vivís con tus viejos. Además yo soy actor. Vivo como un lumpen compartiendo un departamento. Tengo 26 y muchas ideas, y esas ideas están dan cierta luz, pero ni en pedo alumbran a toda una familia. No me parece que sea bueno para vos, ni para mí, ni para un bebé.

Las palabras me brotaban como si las hubiera pensado antes. En realidad alguna vez había ensayado el discurso. Se me durmió el brazo izquierdo y el derecho me picaba. Respiraba hondo, me rascaba, repetía frases pro aborto y trataba de no perder la paciencia.

—No nos conocemos, nos vimos un par de veces, me parece demasiado importante un hijo como para tomar una decisión. Yo no tengo trabajo fijo, no tengo plata, vos sos muy joven, no te recibiste, no nos conocemos.

—Sí, Uri, pero mirá, una amiga abortó y no quedó muy bien de la cabeza. Yo no quiero que me pase lo mismo. Mi viejo averiguó en una clínica para hacerlo, pero no estoy segura. Además vi la ecografía. No creo que pueda hacerlo.

—Juli pensá que es para toda la vida. Toda la vida, ¿entendés? Como un tatuaje pero que no te podés borrar nunca. Además abortar hoy en día es una pavada, vamos a un buen lugar, somos clase media, no te vas a morir por esto, pagamos bien y pim pam pum.

Había una parte de ella que quería pero otra no tanto. Por un momento pensé habíamos llegado a algo, me tranquilicé y volví a sentir el brazo izquierdo. El derecho todavía me picaba. Salimos y quedamos en que hablábamos. Ella iba a pensarlo un poco, pero había visto la ecografía. Un puntito del tamaño de un renacuajo la había hecho flashear en colores. De todos modos yo buscaría a un médico para que se informara sobre las posibilidades de abortar y olvidarnos para siempre del asunto.

Fui corriendo a lo de mi hermana, le conté la situación. Buscamos ginecólogos que pudieran ayudarnos. Encontramos, después de varios llamados desesperados, a una amiga de una amiga que nos dio un turno a los dos días. La llamé a Julieta y me dijo que no quería venir pero que fuera y que después le contara.

Fui con mi hermana. La ginecóloga nos habló del Misoprostol, una pastilla que es en realidad un protector gástrico pero que en los últimos años se usaba como abortiva antes de los tres meses de embarazo. Nos explicó todo y nos dio una receta.

Salimos esa misma noche a buscarlo. Las farmacéuticas nos esquivaban cuando escuchaban la palabra Misoprostol. Pasamos una hora de farmacia en farmacia en el auto de mi cuñado. Hacía unos meses que salía con mi hermana y esa era mi presentación oficial. No habló mucho, se dedicó a manejar y a controlar los nervios de mi hermana mientras ella controlaba los míos.

Llegamos a un Farmacity por el centro. La mina del mostrador me miró con cara de monjita descuajeringada y me dijo casi gritando que ahí no vendían el remedio. Le contesté que Dios la guarde en la concha de su madre virgen y salí. No podía más. Pensaba en la familia, en ser padre, en Julieta, en su madre, en mi madre, en la vida, en el arte, en la pastilla, en el aborto y la sociedad careta. Me picaba el brazo y la urticaria se expandía a la pelvis. En otra farmacia conseguí una loción para la picazón pero ni rastro del Misoprostol. Casi a la madrugada un farmacéutico gordo, desprolijo y totalmente dormido me vendió las píldoras y me fui a dormir, o a tratar de.

Al otro día la llamé a  Julieta y le dije que había hablado con la ginecóloga. Que conseguí unas pastillas y que no era tanto quilombo. Nos vimos en un café. Ella casi que no me miraba. Le di las pastillas en la mano escondiéndolas, como si fuese una baullo de porro. Hablábamos bajito. Le pasé un teléfono al que podía llamar por cualquier emergencia y le dije que la acompañaba en el momento que fuera a hacerlo. Ella me dijo que lo iba a hacer sola y que de hecho no quería verme nunca más después de esto. Acepté con gracia el desafío.

Pasó una semana y yo estaba apenas un poco más tranquilo. Todavía me venían flashes del embarazo, momentos de preocupación, imágenes de mi vida en familia. Laburar a la mañana, volver para cenar y mirar TV. El brazo me seguía picando y me había salido una pequeña protuberancia al lado de la oreja. Hacía dos años me habían sacado una igual del mismo lugar.

Era sábado, estaba por salir a hacer un show en una fiesta en algún lugar del conurbano y sonó el teléfono. Era Julieta llorando. Me dijo que no salió bien lo de las pastillas y que iba a seguir con el embarazo. Me quedé duro. El corazón me empezó a explotar. Le pedí que se calmara. Estaba muy nerviosa porque la madre estaba atrás gritando que se haga cargo. Le pedí que me pasara con su mamá. Cuando me atendió, sin un hola, sin un buenas noches, dijo gritando:

—Mirá Uriel yo se que vos sos judío pero yo soy muy católica y estoy en contra del aborto y del matrimonio homosexual.

—Señora cálmese, no sé de qué me habla, ¿cómo es su nombre?

—¡Clemencia me llamo! Y si ustedes hacen un aborto yo les juro que les hago una denuncia penal.

Tenía el corazón que se me salía del pecho, la protuberancia en la oreja latía y el brazo totalmente en erupción. Me senté y le pedí que me pasara con su hija de nuevo. Julieta me dijo una vez más que lo iba a tener. Le dije que nos viéramos y quedamos encontrarnos al día siguiente a la mañana.

Fui a hacer el show. Una mierda divertida por la que pagaban más o menos bien. En el viaje le conté la historia a Coca, mi compañero y jefe.

—Tengo que buscar un laburo, esto no me alcanza, voy a tener un hijo.

—Calmate, todo va a ir ok. No te das una idea la cantidad de gente tiene hijos así. La mayoría somos de casualidad.

—Es una cagada, una recontra cagada

—Eso no te lo puedo negar

La fiesta tenía entre los invitados varias mamás con bebés. Por momentos me perdía pero el show salió bien y comprendí la increíble tarea del payaso: podés estar totalmente deprimido y brotado pero hacer reír durante una hora sin sentir ni un puto síntoma.

Salimos con Coca y fuimos a tomar un café. El brazo izquierdo me hormigueaba y el derecho ya necesitaba corticoides. Por momentos sentía una opresión en el pecho que no me dejaba respirar. Coca me bancó hasta tarde, pasé por casa, me bañé, me fumé un porro y fui a la estación de servicio en la esquina de Córdoba y Agüero. Julieta estaba tranquila.

—Yo lo voy a tener. A mí no me importa si vos estás o no. Mis padres están bien económicamente y me van a ayudar.

—Juli ¿estás segura? ¿No querés que veamos a un buen médico? No le des bola a tu vieja, es un discurso antiguo.

—No Uri. Mi vieja está un poco pirada, pero con o sin vos lo voy a tener. Si querés andate y no te hagas cargo.

—Yo no me voy a ir, jamás pensé en irme. Además no puedo ir a ningún lado… me voy a hacer cargo de mi hijo. Pero esta es una decisión de los dos y vos la estás tomando sola.

Salimos, nos dimos un beso en la mejilla y quedé en que la llamaba. Necesitaba tiempo para bajar. Ese día hablé con mi hermana y a la una y media de la mañana caímos con ella en la casa de mis viejos.

—¿Qué pasó? —la cara de pánico de mi vieja era terrible.

—Me mandé una cagada mamá, dejé embarazada a una mina que no conozco y lo va a tener.

Por un momento mi mamá esbozó una pequeña sonrisa. Se alivió. No era SIDA y en definitiva las madres lo único que quieren es que procreemos para saber que su sangre seguirá viva por los tiempos de los tiempos.

Me largué a llorar desconsoladamente. Mi vieja me abrazó. Más fuerte que de costumbre. Mi viejo estaba ordenando papeles en la mesa, mientras yo lloraba y puteaba a la vida, levantó la mirada y me dijo:

—Ese pibe no es tuyo, te quieren embaucar.

Nunca más volvió a hablar del tema.

Las primeras semanas fueron duras. Traté de asimilarlo y se lo conté a los más íntimos. No podía aparecer un día de la nada diciendo hola este es mi hijo.

Me recomendaron una psicóloga. El consultorio estaba justo a la vuelta del hotel Alvear. Silvina tenía cara de esqueleto sabio. Alargada y medio deforme. Fumaba Parisiens. Me senté la primer sesión y le manguié un pucho. Le conté mi historia. Todavía no había vuelto a hablar con Julieta, que para entonces ya tenía casi tres meses de embarazo. Silvina preguntaba y yo contestaba.

—¿Querés ser padre?

—No

—¿Estás seguro?

—Si

—¿ En algún lugar de tu ser, de tus pensamientos, tus sueños, te imaginás algo de eso?

—Bueno… recuerdo una imagen, un sueño de una nena acercándose corriendo hacia mí y abrazándola.

—¿Y cómo te hacía sentir?

—Bien, creo que bien, era un lindo momento.

—Entonces quizás no es que no quieras tener hijos, quizás no los querés tener en esta contingencia, que en este momento te abruma.

—Puede ser…

Silvina me tranquilizó un poco y cuando estaba saliendo de la sesión me dijo:

—Estás seguro que no querés venir dos veces por semana, es recomendable por lo menos al principio

—No, por ahora estoy bien, creo no me hace falta.

En ese momento me sonó un mensaje. Miré y era de Julieta. Leí en voz alta, Uri, no quería molestarte pero quería que sepas que son 2 bebés.

—Uriel, si querés podés quedarte ahora o volver en dos días

—Vuelvo el jueves.

Salí por Callao enajenado. Pensaba en eso de que la tragedia más tiempo es comedia y lo único que podía hacer era reír y mover la cabeza de un lado a otro repitiendo frenéticamente no puede ser. Estaba pasando algo que no podía terminar de creer, que era un sueño, una broma del gordo Goldman. Caminé más rápido para tratar de no pensar. Me picaba el brazo y la pelvis. La protuberancia en la oreja latía. Llamé a Julieta, le pedí tomar un café con ella y nos vimos en un bar en Gallo y Córdoba. Llegué y estaba sentada con una Coca-Cola en su mesa, escribiendo un mensaje. La saludé. Me senté mirándola a los ojos, estaba tranquila. Yo no.

—Juli, ¿estás segura de que no querés abortar?

—No voy a abortar Uriel… Además quedate tranquilo… Si son varones les vamos a hacer el bris.

Ella siguió hablando, pero yo ya no podía escucharla. Me negaba. Los pañales, la comida, la escuela por dos. Iba a tener que trabajar el doble. No había retorno.

No quería estar más ahí. Ella no estaba muy comunicativa y yo no tenía nada más para decir. Necesitaba un refugio. Terminé la Coca y le dije que la llamaba. Me fui caminando a casa. Treinta y cinco cuadras. La llamé a Ceci.

—Ceci, son dos.

—¿Dos qué?¿de qué hablás Uriel?

—Son dos, Cecilia…

—Ay, Uriel me estoy depilando, ¿de qué hablás? Pará, ¿dos? ¿dos bebés?

—Sí.

—¿Vas a tener dos bebés?

—Sí.

Ceci se rió mucho. No podía parar de reírse y me hizo reír a mí.

—Ceci, ¿qué voy a hacer?

—Nada Urito, ¿qué vas a hacer? ¡Padre!

Estaba desesperado, obsesionado por volver el tiempo atrás, encontrarme a Cristopher Lloyd y volver a la noche del polvo. Pararme a mí mismo en la esquina de Jean Jaures y Lavalle y darme un paquete de forros, darme una palmada en la espalda y hacerme un guiño de ojo.

Lo llamé a Jony. Jony es uno de esos amigos que pueden empatizar con una situación así. Con él habíamos compartido nuestra primera casa como adultos independientes. Era un tres ambientes medio destruido en Ciudadela. El hermano hippie de otro amigo nos la había dejado, aunque nunca supimos muy bien  por qué se tuvo que ir ni a dónde.  Unos años después de vivir en Ciudadela, Jony se enamoró de una artesana brasileña y se fue de viaje con ella. A los seis meses intentó asesinarlo. Él podía entender sobre calcular algo mal y pagarla caro.

—Jon, tengo que contarte algo.

—Si, me contó Ceci.

—¿Y qué decís que haga?

—Mirá, tenés dos opciones: o la tiramos por las escaleras o tenés a los pibes y les ponés Jean y Jaures.

—Gracias, Jon. Sos un amor, pero necesito que me digas algo, amigo.

—No se qué decirte, Uro. Va a haber que remarla, no queda otra… igual fijate si son tuyos.

Mi viejo había tirado esa hipótesis al principio. Pero a mi viejo el tiempo lo volvió un ser desconfiado. Él tenía una distribuidora de calefones, le iba bastante bien. Uno de los socios empezó a robar de la empresa y ahí se fue todo al carajo. Se deprimió, y le vendíó su parte al socio restante.  A partir de ahí confiaba muy poco en él y menos en los demás. Para él, todos lo podían cagar y siempre hay que ir con mucha precaución.  Aún así, podía tener razón.

Volví y me metí en la cama de Ceci a mirar la televisión. El vicio mayor. Cuando era chico pasaba días frente a la tele. Mis viejos querían que hiciera deportes y yo no le veía el sentido a pibes corriendo atrás de una pelota para ganar o perder. Además a mi papá nunca le gustó el fútbol, así que cuando los varones jugaban, yo me quedaba charlando con las nenas. Mis viejos insistían, así que me anoté en lucha grecoromana. Usé esas mallitas ridículas y llegué salir segundo de tres en un campeonato en Mar del Plata. El básquet me gustaba pero era muy malo, no me concentraba. La natación también la disfrutaba pero me daba mucha paja. Lo que más me atraía era quedarme frente a la tele mirando cualquier poronga. Alf, La isla de Gilligan, Brigada A, el Chavo, Mork y Mindy, el Zorro, Batman, Beverly Hills 90210. El resto era enfermedad,  Indiscreciones con Lucho Avilés, Causa Común con María Laura Santillán o Hablemos Claro con Lía Salgado. Una tarde a los trece, mirando Yo me quiero casar y usted, me di cuenta que estaba perdido. Sin embargo me gustaba la forma en que Roberto Galán entrevistaba a los viejos, los dejaba hablar porque al principio decían lo mismo todos, pero después se soltaban y te sorprendían. A los catorce mis viejos decidieron subir en la escala social y poner cable. Esa fue mi perdición: maratones de Friends, The Nanny, That 70´s Show, Los Simpsons, Seinfeld, Buffy la Cazavampiros . Volvía de la escuela, me acostaba y cambiaba frenéticamente de canal.

Así que cuando me mudé con Jony a Ciudadela decidí dejar la televisión en lo de mis viejos para no enfermarme de rayos catódicos y hacer algo más productivo. Pero si estaba mal me perdía. En lo de mis viejos, en lo de un amigo o simplemente en la vidriera de una casa de electrodomésticos. Cuando nos mudamos a Almagro con Ceci ella me dijo que no podía vivir sin tele. Para colmo de males,todavía funcionaba el cable que había quedado de la inquilina anterior.

Una de esas tardes de cuelgue infinito, estaba plácidamente sedado mirando Intrusos cuando sonó el teléfono.

—Hola, ¿Uriel?

—Sí, ¿quién habla?

—Soy Carlos, el padre de Julieta.

—Ah, hola.

—Mirá ahora que ya no hay vuelta atrás, me gustaría tomar un café con vos, sin presión. Me parece que estaría bueno que nos conozcamos ya que voy a ser el abuelo de tus hijos.

—Sí. Está bien, en este momento estoy ocupado, dejame tu teléfono y te llamo.

Anoté su teléfono, lo dejé en el escritorio, en la montaña de papeles y tarjetas que no tocaba hacía semanas y seguí escuchando los chismes sobre el clan Süller.

Cada vez necesitaba hablar más con mi psicóloga y escuchar su voz grave. Sentir sus Parissienes y sus preguntas precisas. Era octubre y para esa época ya había pasado al diván.

—El papá de Julieta te dijo ya no hay vuelta atrás.

—Sí.

—¿Qué pensás de eso?

—Que tengo que seguir adelante.

—Ajá.

—Tengo que aceptarlo y hacerme a la idea de que voy a ser papá.

—Y eso, ¿cómo te cae?

—Como el orto.

—¿Qué quiere decir eso?

—No sé. Me da miedo. Tendría que dejar mis sueños, trabajar en algo que no me gusta. Y aún así no poder mantenerlos. Sentirme frustrado el resto de mi vida por un polvo malogrado en una noche de calentura.

Esa semana conseguí trabajar en otros dos eventos que me salvaron el mes. La llamé a la Negra para que viniera un rato a casa. No fue fácil. Al principio me dijo que no, que yo solo quería coger y después me borraba. Y era cierto. Me encantaba coger con ella, pero después me alejaba. Podía no llamarla por semanas e ignorarla cruelmente. Hacía cualquier cosa para encontrarla, la pasábamos bien,  nos divertíamos un rato y cogíamos hermoso. Ni bien acababa quería que desapareciera y hacía todo lo posible para que eso sucediera.

Le dije que le iba a preparar una rica merienda y que mirábamos la última de los hermanos Anderson en la tele de Ceci. Le dije que me estaba quemando la cabeza solo, que la necesitaba y que la quería. Dos horas más tarde vino, con sus jeans ajustados marcándole las curvas y, aprovechando la primavera, se puso una camiseta que dejaba ver su caballito de mar tatuado en el hombro. Abajo del caballito había un pulpo. Su idea era seguir llenando de peces el resto del brazo y me volvía loco la idea de meterme en el mar. La saludé en la puerta y me corrió la cara. Yo había comprado medialunas, unas pepas y preparé jugo de naranja, licuado de banana y café.  Ella se enojó y me recordó que había dejado las harinas, la leche y que ya me lo había dicho mil veces. Era verdad, me lo había dicho mil veces. Desde que dejó la militancia comunista había dejado de comer carne de vaca y de cerdo, después el pescado y ahora estaba yendo hacia el veganismo sin harinas, huevo ni lácteos.  Me molestaba que pusiera toda su fe en cualquier verga  mientras pasaba la mayoría de su tiempo en un call center.

Tomó el jugo y me pidió un mate.  Le pedí disculpas y le conté la historia de los mellizos que  hasta entonces se la había ocultado. Le dije que estaba mal, que no sabía qué hacer, que me pasaba horas frente a la tele y que no podía salir de la depresión. Al principio se enojó mucho. Cómo no se lo había contado antes. Después me preguntó si seguía con Julieta. Le dije que no, que nada que ver, que de hecho la estaba odiando un poco por haber tomado una decisión tan grande sin mí, pero que ella tenía la última palabra y yo estaba intentando aceptarlo. La Negra se enterneció y me abrazó. Armé un porro, tomamos mate y terminamos en el sillón. Yo estaba muy caliente. La levanté en mis brazos para ir a la cama y en ese momento sonó mi celular.

—¿Hola?

—Hola Uriel, ¿Cómo estás? habla Carlos, el papá de Julieta. Como no me contestaste, me atreví a llamarte de nuevo. ¿Te encuentro ocupado?

—Ah, Carlos, si, no. Estaba con unas cosas acá.

La Negra se puso la remera, se levantó y se fue enojada.

—Bueno mirá Uriel, ¿te parece si tomamos un café?

—Eh, si, dale —arreglamos encontrarnos en un bar. Cuando corté, la Negra estaba parada en la puerta. Me pidió que le abriera.

—¿Así que soy unas cosas?

—No, es que… era el abuelo de mis hijos.

Agarró las llaves, abrió las dos puertas, salió y las tiró en el pasillo.

Reconocí a Carlos ni bien entré al bar de Salguero y Corrientes. Anteojos casi culo de botella con marco de metal, canoso y cara de buen tipo. Estaba en una mesa tomando un café. Nos presentamos, me senté y pedí un cortado chico.

—Mirá, Uriel, yo quiero que mi hija y mis nietos estén bien. Yo estoy cómodo económicamente y por ahora puedo bancarlos a todos. Así que por eso no te tenés que preocupar. Lo importante es que aparezcas, por lo menos para que los chicos tengan una referencia de padre.

—Mirá Carlos, yo voy a estar. No me voy a ir a ningún lado. Yo pongo mi cara en cada obra que hago y la dirección donde me voy a presentar. No me puedo esconder. Los voy a cuidar y aportar todo lo que pueda. Soy actor, trabajo mucho, me va más o menos bien. Soy una persona responsable, no voy a desaparecer, también quiero lo mejor para esos chicos. No soy una mala persona.

Carlos quería imponerme respeto y un poco retarme por haberme cogido a su hija y haberle hecho dos pibes. Me contó que tenía un negocio de bijouterie en el centro y que había abierto otros dos en Morón.

—Yo trabajaba para mi padre en la calle Libertad. Él tenía una joyería y yo lo ayudaba. Pero en los ’90 le empezó a ir mal, a la crisis se sumó que mi papá ya estaba viejo. En eso conocí a Clemencia, salimos un tiempo y ahí nació Julieta. Después de un par de meses me fui a España a trabajar porque aquí no me iba nada bien. Pero la llamaba todos los días a Juli y la escuchaba por teléfono. Bueno, allá tuve otra hija con una señora. Cuando volví a Buenos Aires me casé con Clemencia y tuvimos a Damián, que ahora está por hacer su bar mitzvá.

En el subtexto de lo que Carlos estaba relatando tan amablemente pude entender que su historia era más embrollada de lo que contaba. Había embarazado a una goy y sobre la debacle menemista el padre lo mandó a España. Ahí conoció una mina y  tuvo otra hija. Se arrepintió y años más tarde, cuando murió su padre, volvió y se casó con la goy, que ahora se había vuelto una agente de la SS por haber sido abandonada con un crío por un judío. La historia era rara pero hacía que la mía pareciera un poroto y eso me alivió.

Nos dimos la mano y quedamos en que hablábamos y no le dijera a Julieta de nuestro encuentro porque ella no sabía. Él había sacado mi número de su agenda. Cuando estábamos por levantarnos, escucho una voz grave que me llama:

—¡URIEL!

Era mi ex jefe, La Mosca. Un director de teatro andrógino, mucho maquillaje, chiquito y de pelo rojo furioso. Yo había sido su asistente durante cuatro temporadas y fue él quien me dejó subir a actuar por primera vez a un escenario profesional. Era odioso pero querible. Una chica Almodóvar del under porteño. Carlos lo miró y me miró.  Yo saludé a La Mosca y me dispuse a salir del bar, pero él se opuso.

—Vení Urito, no seas maleducado —dijo con su voz grave y sus rasgos femeninos tan contradictorios.

Carlos me dio la mano, miró a La Mosca, me miró, suspiró y salió. Me acerqué a su mesa y me senté con él. Carlos siguió mirando desde afuera hasta que se subió al auto y desapareció.

—¿Qué haces, Mosca? Perdóname, es que estaba con el abuelo de mis mellizos.

A la semana me llamaron para un casting. Había mandado mi CV a más de doscientas direcciones y por  primera vez en meses alguien me había contestado. Era una compañía de teatro en inglés. Tenía que preparar un monólogo en castellano y después leer un guión con acento nativo. Sabía inglés, había estudiado en un instituto, tenía el First Certificate, había viajado y había trabajado con turistas. Ellos necesitaban bilingüe pero Igual me tenía confianza.

Era una casa en San Telmo, había un par de pibes en una sala de espera. Las que tomaban la prueba eran dos minas que parecían buena onda. Mi monólogo les encantó, había llevado un personaje creado en las clases de Cornelio, un profesor que estaba de moda en algunos círculos del under.  Con él habíamos armado un tipo medio baboso que contaba su primer amor de verano en Bahía Blanca. Después me dieron un texto en inglés que parecía de una obra contemporánea. Yo tenía que hablar con mi hermano, contarle que mamá nos había dejado una carta y que ella hubiese querido que la abriéramos juntos.

Era una escena muy realista y cuando empecé a leer el texto exageré bastante el british para que no se dieran cuenta que no era nativo. Sus caras se fueron transformando, entonces me puse más nervioso y exageré aún más el british. Se me vinieron los bebés a la cabeza. Un hermano hablándole al otro. Julieta había muerto y les dejó una carta en la que les confesaba quien era su verdadero padre. Me puse más nervioso.  Alargaba cada vez más las vocales. El acento pasó de latino british a pakistaní. Un minuto después una de las minas dijo gracias y la otra nosotras te llamamos.

Salí frustrado caminando por la 9 de Julio hacia el microcentro escuchando Rhapsody in blue de Gershwin y repitiendo mentalmente es el peor año de mi vida. Había perdido una oportunidad para laburar de algo que me gustaba y por buena guita. Casi en el Obelisco, me llegó un mensaje de un número desconocido: Hola Maradona. Pensé que se habían equivocado de número o que el gordo Goldman me estaba jodiendo. Le contesté ¿Quién sos? Un minuto después me llegó otro mensaje: Hacete cargo de tu sangre. Me imaginé a alguna amiga de Julieta medio forra, una pendeja aburrida sin nada que hacer. Me enervé un poco y quise llamar pero no tenía crédito. Busqué un locutorio y marqué.

—¿Hola?

—Hola, ¿quién es?

—¿Quién es ahí?

—Ah, soy Clemencia, la mamá de Julieta

—Ah, Clemencia, ¿cómo estás? ¿Qué son esos mensajes?

—¿Así que vos no te vas a hacer cargo de tus hijos? Sos un demonio como todos ustedes. Mi marido también es judío ¿sabés? Y me pasó lo mismo con él, son todos iguales. ¿Vos hacés eso con todas las chicas? ¿Las dejás embarazadas y te vas? Tenés que hacerte cargo de tu sangre. Voy a rezar por vos, ¿sabés? Para que salgas de esa locura, para que no jodas a nadie más.

—Esperá un poquito, Clemencia —le dije con tono firme y cortante. —Primero, no entiendo por qué me mandaste un mensaje anónimo como si fueses una nena de quince años. Me parece que, si vamos a ser familia, no es forma de tratarnos.

—No, porque vos y tu familia seguro son iguales. Ya los conozco, yo tuve que superarlos una vez, otra vez no, y no voy a parar, porque sos el demonio ¡Satanás!

—Mirá, Clemencia ¡te calmás! —le grité tan fuerte que el locutorio entero se dio vuelta a ver qué pasaba. —No decís una puta palabra de mi familia porque no la conocés y porque si nosotros vamos a ser familia no me parece que tu primer comportamiento sea una pendejada como mandarme un mensaje anónimo diciéndome Maradona. La semana pasada me junté con tu marido y le expliqué que no me voy a ir a ningún lado. Este tema me tiene tan preocupado como a ustedes. Voy a tener dos hijos la puta madre. ¿Te pensás que me chupa un huevo, Clemencia? Y si vos querés hablar conmigo me llamás y nos juntamos a charlar como gente civilizada, como hice con tu marido.

—No, pero yo no sé si sos casado, si tenés hijos, si hacés esto siempre…

—Mirá, Clemencia no soy casado, no tengo hijos y tengo los huevos en la garganta por esta situación. Si en algún momento querés hablar me llamás y nos vemos. Que tengas buenas noches.

Caminé por Corrientes muy nervioso. Esa vieja era la imagen de la locura y la iba a tener atada durante toda la vida. Lo peor de todo es que les hablaría mal de mí a mis hijos. Y ellos al principio no sabrían que su abuela les estaría mintiendo, creerían sus locuras y entonces me odiarían, odiarían a su propio padre.

(Continuará)