«En partes» por Julia Taleisnik

Sabrina despertó esa mañana con un dolor intenso en el cuerpo. Sentía los músculos contracturados, las articulaciones blandas y el cuello tan duro que hizo crack apenas lo enderezó. No era la primera vez que el pecho le latía, que las piernas le parecían miembros fantasmas y que los ojos le ardían por las horas de llanto la noche anterior.

El dolor era similar pero diferente a lo que recordaba. La alarma no sonó, para que su compañero de cama no escuchara ruidos y así evitar las consecuencias de despertarlo. Se deslizó y en medias caminó hasta el baño. Chequeó sus piernas: no las sentía pero estaban ahí. En la distracción tropezó con un plato roto en el suelo, resabio de la noche anterior: tampoco era la primera vez que volaba vajilla por su casa y amanecía entre vidrios rotos. Por suerte ni el ruido de la porcelana sobre el suelo alcanzó a despertarlo.

Entrando al baño rodó hasta el pie del inodoro un ojo que había caído libremente desprendiéndose de su cara. Una esfera perfectamente blanca parecía brillar por sí sola en la media sombra de la casa por la mañana. El ojo rodó, pero Sabrina lo alcanzó antes que llegara a la rejilla, lo levantó y apoyó sobre el lavatorio. Cerró la puerta del baño. Se sentó en el inodoro. Para no tirar la cadena orinó en un frasco. Se vistió. Se lavó las manos, y se miró al espejo. Una cara agujereada.  Lavó el ojo y se lo colocó nuevamente, enmarcado entre ojeras negras y pómulos pálidos. Le sonrió al espejo, notó que el ojo le quedaba desviado. Lo acomodó suavemente.

Cuando se terminaba de maquillar, la parte superior del dedo meñique cayó dentro del lavatorio. Guardó el pedacito en un bolsillo. Pensó que no era un dedo muy útil y que en algún momento del día lo uniría al resto de la mano. Miró la otra y notó que había olvidado ocuparse del anular que se había desprendido la semana anterior.

Con el mismo silencio se puso los zapatos, cargó su cartera y se dirigió a la puerta. Dando vuelta la llave sintió un fuerte dolor en uno de los codos. Lo tocó y lo sintió flojo. Le volvió a dar una vuelta a la llave y de repente vio cómo medio brazo se le desprendía del cuerpo: el impacto sobre el suelo produjo un sonido que temió fuera a despertarlo. Por suerte eso no sucedió.

Era la primera vez que a Sabrina el antebrazo se le desprendía del cuerpo. Tenía experiencia perdiendo dedos, orejas y hasta la nariz, pero nunca medio brazo. Se impacientó. No estaba segura de poder zurcir algo tan grande con una sola mano. Intentó hacerlo: sacó hilo y aguja. Los movimientos eran torpes y el antebrazo con dificultad quedaba en su lugar. Al compás de la respiración intentó dar otra puntada, y no logró su objetivo. En una de las pruebas lastimó uno de sus dedos con la aguja. Entendió que esa mañana no podría hacerlo sola.

Guardó el brazo en la cartera. Salió de su casa. Le tocó la puerta a Teresa, a quien conocía por sus habilidades zurciendo a la perfección cualquier parte y a quien admiraba por sus terminaciones prolijas. Más de una vez la había ayudado con una oreja delicada o un muñón poco elegante. No atendía. Volvió a tocar, husmeó por la ventana. Insistió nerviosa hasta que se dio cuenta de que Teresa no iba a responder la puerta.

Se encaminó al trabajo con un brazo en la cartera y la cabeza gacha. Chequeó los bolsillos del saco para ver si tenía los dedos faltantes y repasó en su memoria todo lo que debería arreglarse ese día.

Caminó dos cuadras, como todas las mañanas, y esperó el colectivo. Temía lo peor, los pensamientos rumiaban: ¿era esto el comienzo de su desintegración? Nunca pensó que le pasaría justo a ella. El colectivo hizo algunas cuadras. Iba parada, sosteniéndose con la única mano útil. La otra mano asomaba por la cartera. Sintió la mirada un niño fijada sobre ella que la juzgaba en silencio. Se miró las piernas, las movió lentamente en círculos. Las sentía presentes y unidas a su cuerpo. Respiró profundamente, con alivio. Intentó mirar la hora, pero el reloj estaba en la muñeca amputada. Chequeó de reojo la mano que asomaba en la cartera y confirmó que llegaba tarde.

En un salto que dio el colectivo, la lengua se le desprendió de la boca. Tosió y le produjo arcadas, la lengua es más grande y porosa de lo que parece en el espejo. Llegó a detenerla a tiempo antes que pudiera atragantarse. La sacó carnosa y húmeda de la boca y la secó con su manga del saco antes de guardarla en un bolsillo.

Manca se bajó del colectivo. No quería que la vieran en la oficina con un brazo menos, sin dedos y con la lengua en un bolsillo. Corrió al zurcidor del edificio donde trabajaba. Estaba cerrado. Recordaba otro en una galería unas cuadras más al norte. Corrió a buscarlo pero en la puerta encontró un cartel que anunciaba que se había mudado. Pensó. Tuvo la certeza de que estaba desmoronándose. No había remedio. La angustia brotaba por los ojos.

Camino al trabajo se detuvo en una esquina, y con un espejito de mano se ayudó para coserse la lengua. No era difícil para Sabrina, que tenía experiencia uniendo la lengua al resto de la boca. Llegando al trabajo tropezó con una baldosa floja. El antebrazo que llevaba en la cartera cayó al suelo y voló varios metros. Mientras se acomodaba la ropa, una mujer se detuvo y le alcanzó lo que se le había caído. Sabrina vio cómo la miraba con pena, y se sintió juzgada nuevamente.

Entró a la oficina rápido, saludando de lejos para que no la vieran demasiado. Parece que tuvimos una mañana difícil, ¿no? se escuchó. Por tercera vez sintió el juicio ajeno. Llegó a su escritorio. Prendió la computadora, y se dio cuenta de que ese día no sería posible trabajar tranquila. A los pocos minutos llegó Mercedes, una compañera. Sabrina la saludó con la mano disponible y Mercedes le hizo una seña para que fuera al baño.

Se encerraron. Mercedes tenía en su  bolsillo hilo y aguja, y con un gesto le pidió que se sacara la camisa. Sabrina le alcanzó el antebrazo amputado. Mercedes comenzó a coser mostrando su talento. Las dos se mantenían en silencio. Cada puntada era perfecta, cada vuelta era exacta. Era difícil unir las partes sin que quedaran marcas. El brazo volvió a su lugar, y aunque lo movía con dificultad, lograba cumplir con sus funciones. Sabrina probó el brazo de varias maneras y agradeció a Mercedes.

Sabrina miraba a su compañera. Sin pronunciar palabra, Mercedes se sacó la blusa y descubrió un cuerpo tan reconstruido que con dificultad se notaba algo de tejido original. Un pecho plano, no había tetas. Todo se perdía en una piel arrugada, comprimida por partes, rejuntada en algunos sectores. Los hombros estaban anudados, parecían hombreras naturales. Era el cuerpo de un anciano, con las cicatrices de un quemado. Todo perfectamente disimulado por ropa holgada y recatada. Sabrina sintió nauseas. Hablaron sobre cómo había aprendido a zurcir de esa manera. Mercedes estaba orgullosa de sus talentos, se escuchaba en el tono de su voz y el énfasis que le ponía a sus logros. Hacía más de diez años que perdía partes todos los días y había perfeccionado su técnica. Ella se sentía una heroína por estar resistiéndose a la desintegración. Sabrina entendió que esto era un hábito indiscutible en la vida de su compañera.

El resto del día transcurrió lento. Sabrina repasaba el cuerpo de su compañera una y otra vez, preguntándose si ella llegaría a ese estado. Se tocó el zurcido por debajo de la manga. Le costaba respirar, tosía. El pecho se le cerró.

Se hizo el final del día y se despidió de la gente que trabajaba con ella. Cuando pasó por el escritorio de Mercedes la vio con la misma sonrisa de siempre, con una foto de su compañero de cama como fondo de pantalla. Suspiró profundamente y se fue a tomar el colectivo a su casa.

Se subió con un cansancio que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Estaba tensa, nerviosa, repasando los hechos del día. Llegando a la parada correspondiente a su casa, tocó el timbre para bajarse. Cuando el colectivo se detuvo, miró al chofer por el espejo retrovisor y se quedó parada sin bajarse. Volvió a suspirar. La puerta se cerró. Un joven de veintitanto le cedió el asiento y Sabrina agradeció con una gentil sonrisa. Ya sentada, zurció los dos dedos que le faltaban. Observó sus dos manos completas y sonrió. El joven que le había cedido el asiento había clavado sus ojos en las manos de ella. Sonrió, sin sentirse juzgada. Estaba disfrutando el viaje.