
Iba al kiosco de siempre a comprar dos etiquetas de cigarrillos y un cartón de quiniela. Había frenado en el semáforo cuando la grúa pasó por la calle perpendicular con la coupé Fuego blanca. El frente estaba destrozado, en la parte del conductor no había espacio para un cuerpo. Siguió con la mirada el auto de su marido sobre la grúa hasta que el de atrás le tocó la bocina. Avanzó a la siguiente cuadra para llegar al kiosco. Se quedó un rato estacionada agarrando el volante, después bajó.
—Lo de siempre —le dijo al chico del mostrador.
El chico levantó la vista del libro.
—Dos atados de cigarrillos y un cartón de quiniela —explicó ella—, y uno de esos —agregó señalando una tableta de Chiclets.
El chico despachaba a los clientes rápido del kiosco para seguir leyendo. —Eso está bien —le dijo ella indicándole el libro
Pero el chico, que nunca hablaba, solo la miró y volvió a su libro. Eso era lo que le gustaba del chico.
—Cada semana lee algo nuevo… —empezó a decirle a su marido, buscándolo con los ojos, la noche que paseaban en el auto por la avenida. Y después de dos cuadras, terminó —Si hubiéramos tenido un hijo, me hubiera gustado que fuese como el chico del kiosko
—La vida no está en los libros —respondió él sacando la mano abierta por la ventanilla del auto agarrando el viento. Al rato estiró el brazo derecho para acomodarle el pelo detrás de la oreja.
Se acordó de aquella conversación mientras esperaba el vuelto y cortó sin apuro el papel celofán de la cajita de Chiclets para meterse dos a la boca, hizo lo mismo con el atado de cigarrillos y se agachó para prender uno con el encendedor que colgaba del mostrador.
—Gracias —le dijo con una sonrisa y el pelo en la cara.
El chico volvió a levantar la vista y movió la cabeza en saludo.
En la vereda dió una pitada lenta y estuvo un rato mirando hacia la esquina por donde había pasado la grúa.
El día antes de su casamiento él había caído a buscarla con la coupé Fuego.
—Es hermosa —dijo ella cuando subió
—Vamos a tener una buena vida —respondió él con su sonrisa blanca.
Le gustaba que sus dientes fueran blancos, imaginaba que así también sería su casa, la que comprarían después de vivir un año o dos en el
departamento.
—Vamos a entrar juntos al altar —le dijo él cuando volvía a dejarla. Y sacando la mano fuera del auto agregó —Es así como debería ser en los casamientos.
Él decía las cosas que ella soñaba.
La avergonzaba la idea de entrar con el tío Toño agarrándola del brazo, mostrando la mitad de dientes que le faltaban, y todas las fotos de ese momento arruinadas.
—Así debería ser —repitió ella mirándole la sonrisa antes de despedirse.
Siguió fumando frente a su auto, el que había sido de su mamá. Se subió con el cigarrillo prendido y manejó durante un rato sin ir a ninguna parte. Cuando pasó por el chalet de la calle Alvarado, que ahora habían convertido en bar, se acordó del día en que habían comprado el sillón verde que todavía estaba en el departamento resguardado con una colcha. Los hijos del matrimonio propietario vendían los muebles y algunos adornos. El sillón estaba como nuevo.
—Es un sillón francés —dijo la hija del matrimonio.
Levantó la sábana para mostrárselos y acarició la pana.
—Está casi sin uso como pueden ver
–¿Puedo? —preguntó él indicando que quería sentarse.
—Si claro —le dijo la mujer. —Siéntese, es un sillón de muy buena calidad
Vió como su marido se acomodaba en el sillón, puso un brazo sobre el respaldo y cruzó las piernas dejando ver sus medias bordeaux de vestir. La miró sonriendo. Ella se acercó a tocar la pana, era suave y no tenía ni una sola mancha. Él le agarró la mano y la trajo para que se sentara junto a él.
—¿Te gusta? —le preguntó mirándola muy cerca.
—Si —dijo ella y se le escapó una carcajada.
` —¿Te lo imaginás en nuestra casa?
—Es hermoso
—Es un buen lugar para pasar tiempo en familia
La mujer los escuchaba con la sábana en las manos esperando el momento para explicar.
—Ya no los hacen de esta calidad
—¿Nos hacés un mejor precio si lo llevamos ahora? —preguntó él sin levantarse.
—Está al menor precio que podemos dejarlo —respondió la mujer. —Es un sillón francés —volvió a repetir
Ella se levantó y se puso a mirar el resto de las cosas. Pero él se quedó sentado con el brazo abierto sobre el respaldo.
—Podríamos llevarlo ahora por un poco menos —insistió desde el sillón. —No puedo bajar el precio, lo acordamos con mis hermanos. El sillón es de primera calidad y está como nuevo
Ella había agarrado un portaretratos de bronce y miraba la foto. Seguramente eran los viejos, los dueños del sillón francés.
—Agregamos el portaretratos por el mismo precio y cerramos —dijo él.
Ella dejó el portarretratos y volvió la atención a su marido que seguía sentado. Pensó en lo bien que le quedaba ese diseño francés.
—Es de bronce —explicó la mujer.
—Las dos cosas, y cerramos ahora mismo —respondió él.
La mujer fue hacia la cómoda donde estaba el portarretratos, apoyó la sábana y lo alzó. Se quedó mirando la foto.
—Mis padres tuvieron un matrimonio feliz —reflexionó en voz alta. —¿Cerramos? —dijo él levantándose para meter la mano en el bolsillo. —Está bien, tómenlo como una atención
La mujer guardó la foto en un cajón de la cómoda y les entregó el portaretratos.
—Hicimos un buen trato —dijo él
—Creo que mis padres se alegrarían de saber que son para una pareja de recién casados
Así fue como habían comprado el sillón, y el portaretratos en el que después pusieron la foto de la llegada a la iglesia en la Coupé Fuego.
Eran las doce del mediodía. Pensó en comprar en la rotisería los canelones de choclo en vez de los de verdura y seso. Al pasar por el Hospital de Urgencias, volteó la cabeza hacia el costado y bajó la velocidad. Siguió. En el mostrador la chica envolvía una bandeja repleta de papas fritas cuando ella se paró enfrente con su camisa color durazno, solo levantó la vista un poco sin llegar a la cara.
—¿Lo de siempre? —preguntó la chica al reconocerla
—No, dame de choclo, una porción —respondió ella
—¿Sólo eso?
—Si, una porción de choclo
—¿Salsa mixta?
—Si, mixta.
La chica se metió a la cocina y trajo una bandeja pequeña con dos canelones bañados de blanco y rojo. Les puso una lámina de plástico encima y los envolvió con papel gris. Ella hurgó en la cartera, pero al instante se la puso al hombro.
—En la cuenta de mi marido —dijo mientras recibía la bandeja
—Que tenga buen día —saludó la chica de la rotisería inclinada sobre la libreta de fiados
Dejó la bandeja en el asiento del acompañante. Tragó saliva por el olor de los canelones. Los iba a acompañar con el vino blanco que estaba guardado en la alacena. Cortó un pedazo de papel gris del costado para poner el chicle que llevaba en la boca. Se quedó unos segundos pensativa y arrancó.
Estacionó el auto en el lugar de la Coupé. Bajó. Después se acordó de la bandeja y fue a buscarla. Estuvo un momento parada en la puerta que subía al departamento. Un viejo piso de arriba, en el que vivían desde recién casados. Se olió la camisa. El olor a papas fritas que se le pegaba cada vez que iba a la rotisería le trajo la imagen
de él masticando la clara de huevo cruda esa noche que, cocinando la tortilla de papas, le había comentado de espaldas:
—Podríamos tener un hijo
Él no había respondido. Después, en la cena, mientras hurgaba el interior de la tortilla buscando asegurarse de que el huevo estuviera crudo en el centro, había dicho:
—Las mujeres tienen sexo o tienen hijos —y se metió un bocado—. Cada vez te sale mejor la tortilla, tendrías que probarla.
Se quedaron callados, con el televisor de fondo, hasta que él terminó de comer las dos porciones de siempre. Fue esa noche que encontró la caja con la camisa de seda color durazno sobre su cama.
—¿Es para mí? —declamó, dándole el gusto. Y se la midió.
Entró y apoyó la bandeja todavía caliente sobre el recibidor. Iba a poner el vino a enfriar un rato en el freezer.
—¿Qué hacés acá? —gritó al verlo en el sillón
Pero él no se movió, mantuvo la mirada perdida en el televisor. Tenía sangre seca en la nariz y la camisa manchada. El labio de arriba se le había hinchado hacia un costado y parte de la dentadura asomaba rota. La mano derecha con una botella de ginebra le colgaba en la entrepierna. Se había desprendido el cinturón y respiraba con dificultad.
—Me asusté —le explicó ella
—La Coupé está destrozada… Atropellé a un oso hormiguero en la ruta —dijo él con una voz casi inaudible
Ella agarró los canelones y se quedó parada unos segundos.
—Son de choclo, la chica de la rotisería se confundió de pedido —aclaró caminando hacia la cocina.
Tiró la bandeja al tacho de basura y se sacó la camisa para ventilarla. Después prendió un cigarrillo con la hornalla. Salió a la terraza donde colgaba la ropa, dejó la camisa y se sentó a mirar el tender, los fierritos blancos descascarados. Dió una pitada.
Una vez había visto en el programa local que los osos hormigueros tienen los pulgares de sus patas hacia atrás, con unas púas que utilizan como arma contra los depredadores. Los envuelven y se las clavan. El atacante trata de sacárselos de encima pero, al hacer fuerza para escapar, lo único que consigue es que se le hundan más profundamente y ambos animales mueren abrazados.
Volvió a entrar.
—¿Y el oso hormiguero?, le preguntó a su marido.
—¿Qué?
Él dejó de mirar la televisión y se volvió hacia ella con los entrecerrados buscando enfocar. La vio sin camisa y con el cigarrillo en la mano, apoyada contra la puerta.
—¿Está vivo también?